El embajador Rubens Ricupero sabe bastante sobre globalización. De hecho fue uno de quienes la forjaron, no siempre con entusiasmo, es justo decir, desde su puesto en la jefatura de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (conocida como UNCTAD, por su sigla en inglés), como negociador brasileño ante la Organización Mundial de Comercio (OMC) y como ministro de Economía de su país e influyente cabo eleitoral de Fernando Henrique Cardoso cuando éste dejó el Ministerio de Economía para disputar la presidencia.
En uno de sus últimos actos públicos antes de dejar la UNCTAD, Ricupero alertó a los gobiernos de los países pobres que debían pensar dos veces antes de liberalizar sus economías, ya que -dijo- «embarcarse en la liberalización es como entrar a la mafia. Si después uno se arrepiente, no se sale de ella mandando una carta de renuncia».
En esa situación se encuentra en estos días el presidente boliviano Evo Morales, quien el pasado 1 de mayo mandó una carta renuncia a una de los más peligrosos y menos conocidos organismos de la globalización, el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI, también conocido como ICSID, por su sigla en inglés). Nicaragua y Venezuela estarían dispuestos a seguir sus pasos y Ecuador observa con simpatía.
Motivos para querer salirse del CIADI hay muchos. Bajo el nombre inocuo de «arreglo de diferencias», el CIADI es de hecho un tribunal internacional de justicia que entiende en asuntos de inversiones. Creado en 1966 por el Banco Mundial, el CIADI era un mecanismo para arbitrar en conflictos entre gobiernos e inversores extranjeros, cuando ambas partes acordaban recurrir a él. Y la mayoría de las veces los diferendos terminaban en soluciones negociadas antes de que se emitiera un fallo. Pero cuando a partir del NAFTA (acuerdo de comercio e inversiones entre Estados Unidos, México y Canadá) comenzaron a proliferar en los años noventa del siglo pasado los tratados bilaterales de inversión, el CIADI dejó de ser una opción para arbitrar conflictos y se convirtió en la instancia jurídica obligatoria a la que los inversores extranjeros presentes y futuros podrían recurrir si se consideran maltratados por el gobierno.
Se han registrado 255 casos iniciados ante el CIADI desde su creación hace cuarenta años (se sabe de la existencia de casos tan secretos que ni siquiera están registrados… pero es imposible saber cuántos son). De ellos, dos tercios se han planteado en los últimos cuatro años. Una verdadera avalancha, cuyo principal blanco son los países latinoamericanos, y en particular Argentina.
Antes, el derecho internacional sólo preveía litigios entre Estados, como en la corte internacional de La Haya. La OMC sólo admite a los Estados como partes en sus arbitrajes. Una empresa o grupo de empresas debe convencer a su gobierno para que éste lleve una queja contra otro país a la OMC, pero puede demandar directamente ante el CIADI al gobierno que la hospeda, pasando por encima de la justicia local.
No cualquier inversor puede hacer eso, sin embargo. Si una medida gubernamental afecta a una empresa nacional y a otra extranjera, la nacional tiene que conformarse con el poder judicial nacional y la extranjera recurre al CIADI, que de justicia tiene poco: sus instancias son secretas y sus fallos sólo son apelables ante el propio CIADI, actualmente presidido por Paul Wolfowitz y secretariado por Ana Palacio, ex ministra de Asuntos Exteriores de José María Aznar y amiga política de Wolfowitz de los tiempos en que éste diseñó la invasión a Irak.
Pero ¿cómo? se preguntará el lector informado, ¿no era que los acuerdos de inversión garantizaban «trato nacional» al inversor extranjero? Pues sí, «trato nacional» en la curiosa jerga político-legal de la globalización se traduce en la obligación de un tratamiento «no peor que a los nacionales». Nada impide -más bien de hecho se obliga- tratar a los extranjeros mejor que a los locatarios.
Tanto mejor trata el CIADI a las empresas transnacionales que setenta por ciento de los casos, según un estudio recientemente publicado por el Instituto de Estudios Políticos de Nueva York, han tenido fallos o acuerdos a favor de éstas. En algunos casos la propia amenaza de llevar al gobierno de un país pobre a este tribunal basta para extraerle indemnizaciones. No es para menos, diecinueve por ciento de los casos han sido contra países de menos de setecientos dólares de ingreso per cápita al año. Para defenderse, ¡estos gobiernos deben contratar estudios especializados en los que cada abogado les cobrará por hora ochocientos dólares… y los juicios duran años! En contrapartida, menos de dos por ciento de los casos han sido contra miembros del Grupo de los Ocho (países más poderosos del planeta).
Si alguien se da cuenta, como está sucediendo en Bolivia, que la adhesión al CIADI es contraria al principio constitucional de igualdad ante la ley, no basta con «denunciar» (la traducción en diplomatés de «renunciar») al tratado. Al otro día de la renuncia de Evo Morales al CIADI, Telecom-Italia inicio un caso contra Bolivia. No sólo ampara a Telecom un plazo de seis meses antes de que Bolivia sea borrada de la lista de miembros del CIADI, sino que aun sin ser miembro, Bolivia puede ser llevada a juicio por cada uno de los veinticuatro tratados bilaterales de inversión que firmaron gobiernos anteriores. Evo Morales tendrá que renegociar todos ellos si se quiere ir del CIADI. Aunque Italia es su origen, Telecom optó por ampararse en el tratado de inversión boliviano-holandés, más duro que el que ampara a las empresas italianas.
El país más amenazado por el CIADI no es ninguno de los tres renunciantes, sino Argentina, contra la cual se dirigen treinta y dos de las 109 demandas pendientes, por un total estimado en más de 15.000 millones de dólares. Casi todas estas demandas se originaron en la devaluación de 2002, cuando se puso fin a la paridad entre el peso y el dólar y todos los contratos públicos y privados denominados en dólares se convirtieron a pesos en forma compulsiva. Están en juego las tarifas de los servicios de teléfono, agua, electricidad, gas y correo, dado que la mayoría de las demandas fueron planteadas por compradores de empresas de servicios públicos privatizadas durante la presidencia de Carlos Menem. Hasta ahora la táctica argentina ha sido alargar los juicios, negociar directamente con los demandantes… y mantener como «plan B» la doctrina Rosatti (enunciada por el ex ministro de Justicia Horacio Rosatti) que declararía inconstitucional un fallo contrario a Argentina, si éste desencadena una avalancha impagable de indemnizaciones.
Si a Bolivia le va a llevar años renegociar sus catorce tratados de inversión, a Nicaragua no le va a resultar más fácil, ya que el CIADI está incluido en los términos del tratado de libre comercio entre América Central y Estados Unidos. Hay una maraña de 2.500 tratados bilaterales de inversión en el mundo. Estados Unidos tiene cuarenta, de los cuales catorce incluyen la posibilidad de disputas entre Estados y empresas. No es cierto que todos los tratados recientes de Estados Unidos la incluyan como condición imprescindible: Australia, con un gobierno conservador y aliado de Washington, resistió esta disposición y se salió con la suya. Es que tampoco es cierto que estas disposiciones sean imprescindibles para atraer inversores. Investigadores de la Tufts University acaban de concluir tras un cuidadoso estudio que los tratados bilaterales de inversión no han producido un aumento de las inversiones. De hecho, el país preferido por los inversores norteamericanos en la región es Brasil, que no ha firmado ningún tratado.
Roberto Bissio es Director Ejecutivo del Insituto del Tercer Mundo