Nunca más; en el fondo, ese fue el enunciado que animó el proyecto de una Europa unida, en la segunda mitad del siglo XX. La guerra más mortífera de la historia había arrasado buena parte del continente, y los europeos habían visto cosas espantosas.
Millones de ellos habían muerto, y otros muchos experimentaron el horror de los campos de exterminio o las terribles consecuencias de la guerra. En algunos lugares, los arcos desnudos de las catedrales derruidas, como costillas de esqueletos de bestias fabulosas, señoreaban con su siniestra sombra calcinada las ruinas de lo que fueron antiguas y hermosas ciudades europeas. Fue en ese contexto cuando algunos tuvieron que decir “nunca más”. El sueño de una Europa unida y en paz era muy antiguo, pero solo entonces empezó a tomarse verdadera conciencia de su necesidad.
No se trataba de hacer realidad un viejo ideal romántico, sino de comenzar a adoptar medidas concretas para evitar otra catástrofe como la Segunda Guerra Mundial, conflicto europeo que terminó por arrastrar a medio mundo consigo. El mito de la soberanía nacional, alimentado por las diferencias lingüísticas, étnicas o religiosas, había servido para dividir a los europeos de manera irreconciliable y para justificar actividades nefastas, como el saqueo, el robo, la violencia y el genocidio, acciones que consideraríamos criminales y monstruosas de ser realizadas por una persona concreta.
Ese choque entre naciones civilizadas, que habían crecido cultural y geográficamente tan próximas, había sido catastrófico para los habitantes del continente, y había amenazado la continuidad de unos valores específicos y milenarios. Si Europa debía permanecer, nunca más se podía permitir que un odio semejante volviera a aparecer entre los pueblos europeos.
Este “nunca más” no se corresponde con el del alegre país de Peter Pan, en el que habitan los Niños Perdidos en un eterno presente, sin memoria del pasado ni aspiraciones de futuro. Al contrario, el “nunca más” europeo se nutre de la memoria de un pasado a la par oscuro y luminoso, y de la esperanza de un futuro por construir lleno de paz, libertad y prosperidad. Ese pasado contiene en sí la inspiración de un futuro compartido, en base a una historia y a un acervo cultural común, y contiene, también, la tragedia de la guerra, cuyo doloroso recuerdo ha de ser el principio que alimente la lucha por la paz.
Los europeos, pues, no somos, o no debemos ser, como los Niños Perdidos del relato de Peter Pan, pues tenemos la obligación moral de recordar nuestro pasado y luchar para que nuestro futuro no registre los mismos errores. La memoria es lo que ha erigido a Europa: el saber acumulativo y cosmopolita, nutriendo una intersubjetividad común a todo el continente a lo largo de siglos, es lo que ha conformado nuestra actual civilización. Y, ahora, es la memoria, también, en la medida en que mantiene vivo el sombrío recuerdo de la guerra, lo que debe erigir la Europa de la paz. Y como quiera que la guerra surge de la confrontación, de la fragmentación, del antagonismo, la Europa de la paz ha de ser una Europa unida, es decir, una Europa donde las divisiones, imaginarias o coyunturales, como las representadas por los Estados nación y sus abruptas fronteras, sean superadas, y las diferencias reales, consecuencia de pluralidades inevitables, como la lingüística, encuentren su conciliación en un orden superior.
Por eso, por la importancia de la memoria como impulso y principio catalizador de la integración europea, hay que cuidarse de lo que apunta Hobsbawm cuando dice que nuestra sociedad asiste a un proceso de destrucción del pasado (Hobsbwam, 1995, p.13), en el que un eterno presente parece existir sin ninguna vinculación orgánica con lo sucedido anteriormente. El incauto que no recuerda la experiencia de haberse quemado con el fuego está abocado a volver a quemarse. La no conservación de la memoria dilapida cualquier fenómeno adaptativo, y sin eso es imposible hablar de evolución y progreso. Si los europeos, en la medida en que un abismo de tiempo cada vez más grande se extienda entre el presente y la desaparición del último superviviente de la Segunda Guerra Mundial, no son capaces de garantizar, en sus sistemas educativos, la conservación de la memoria, estarán condenados a repetir los mismos errores una y otra vez. Al mismo tiempo, si, adormecidos sus mecanismos de alerta por la seguridad del estado de bienestar, y no adiestrados para dar respuesta contundente a cualquier agresión que pueda sufrir la democracia, consienten en el servilismo a un líder carismático que considere con cierta ligereza los derechos humanos, estarán sentenciados a sufrir lo mismo que sufrieron sus antepasados.
La democracia no es algo garantizado, sino que debe mantenerse día a día, con vigilancia y determinación, pues fue hace solo ochenta años que el totalitarismo antidemocrático (que, de hecho, creció en el seno de una democracia, pues Hitler llegó al poder tras unas elecciones) llevó a Europa al borde de su destrucción definitiva. El proyecto de unidad europea se nutre de un mismo ideal de democracia compartido por todos los Estados como principio necesario y constituyente. Si este principio degenera por la falta de memoria del pasado y la falta de vigilancia de una sociedad en exceso acomodada en los vicios del sistema neoliberal, entonces el sueño de una Europa unida, en la que la guerra haya sido desterrada de manera perpetua, volverá a alejarse de nuevo en las insondables costas del futuro. Durante siglos, mucho antes de la declaración de Schuman de 1950, el sueño de una Europa unida fue una utopía en manos de visionarios. No dejemos, restando fuerza a nuestra aspiración de paz perpetua al no conservar en la memoria las atrocidades de la guerra, que el proyecto de una Europa unida vuelva a ser una utopía.
Para que un proyecto con la envergadura de conseguir una Europa unida goce de convicción entre la ciudadanía y participe esta activamente como fuerza determinante, en lugar de que dicho proyecto quede acaparado exclusivamente por políticos, economistas e intelectuales, es preciso un principio categórico de naturaleza evidente, que se autoafirme por la fuerza de su propia verdad. Ese principio, como venimos diciendo, solo puede ser la memoria de todos los males implícitos a una Europa fragmentada en Estados nación, sin leyes ni ordenamientos que regulen las relaciones internacionales. En otras palabras, la Europa bajo la ley de la jungla, bajo la ley del Estado más fuerte, o bajo el precario equilibrio entre potencias de fuerzas comparables, fueran estas potencias denominadas ‘imperios’, ‘reinos’, o ‘Estados nación’, es una Europa que siempre ha conducido al sufrimiento de los europeos. Solo el recuerdo de ese sufrimiento puede ser el principio imperativo que involucre a los europeos en el sueño de la unidad europea.
Otras motivaciones que alimentan el proyecto de integración europea son importantes también, aunque pensamos que no serían suficientes por sí solas. Las motivaciones políticas y económicas dependen de coyunturas siempre cambiantes: bajo unas circunstancias concretas, las naciones pueden encontrar ventajoso estrechar sus interacciones, con lo que serían entusiastas de la integración europea, mientras que bajo otras circunstancias podrían sentirse impulsadas a retomar sus medidas proteccionistas y ser partidarias de volver a encerrarse en sí mismas, debilitando el proyecto de integración. En cuanto a otro tipo de motivaciones, de corte más académico o cultural, aportan un trasfondo teórico útil para el proyecto de integración, aunque su capacidad de movilización social es limitada. En la práctica, los ciudadanos europeos viven de espaldas a este tipo de motivaciones; para ellos, cuentan poco enunciados en apariencia contradictorios, como “unida en la diversidad”, ni se desvelan divagando acerca de una supuesta “identidad europea”, que los intelectuales buscan como un espectro en la niebla formada por otros espectros, el de las identidades nacionales. Quizá sea cierto que existe un ethos paneuropeo, pero este tipo de enunciados, propios de la literatura europeísta, se encuentran lejos de significar algo para el ciudadano de a pie.
La memoria misma del dolor de estómago que provocan unas bayas venenosas impulsa en cualquier mamífero, como innovación adaptativa, la conducta de evitarlas. Así mismo, los ciudadanos europeos, ahora que en su mayoría de edad son más dueños de su intelecto y menos deudores del servilismo al poder religioso, político o ideológico (aunque sí al económico), que coartaban la natural adaptación, están en mejor disposición que nunca para abominar de cualquier guerra o de cualquier política o régimen que la aliente. El miedo a la guerra, que solo es posible con el recuerdo preclaro de los desastrosos efectos de la misma, es el más poderoso principio que puede impulsar y regular la actividad humana para evitarla. Por tanto, la aspiración de la paz, que solo es posible en una Europa unida, solo puede comprometer a los europeos si se adoptan los medios para que estos mantengan en su inconsciente colectivo la abominación de la guerra y la vinculen con la fragmentación europea, como causa, de la misma.
Pero la memoria, por sí sola, no basta. Las cosas son algo más complejas que evitar unas bayas envenenadas a partir del recuerdo del nefasto efecto que tienen sobre el organismo. Enseñar que la guerra tiene un nefasto efecto sobre el “organismo” europeo es condición suficiente para asegurar que los europeos, si interiorizan esa verdad, quieran evitarla a cualquier precio y luchen por la paz, movidos por un incontestable instinto de supervivencia. Pero reconocer esta verdad no contiene, en sí misma los medios para llevarla a cabo. A diferencia del caso del chimpancé, cuya innovación adaptativa —evitar las bayas venenosas— depende solo de sí mismo, evitar la guerra en Europa depende de 730 millones de voluntades.
No decimos que depende de las naciones porque, al fin y al cabo, ellas son la expresión misma de la fragmentación que condujo a la guerra. Parece un despropósito hacer que sean ellas —como está ocurriendo— las que encabecen el proyecto de una Europa unida, y el resultado de dicho despropósito es la indiferencia de la mayor parte de la sociedad europea, que no se siente implicada en el proyecto. Por tanto, la verdadera Europa unida no se hará uniendo naciones, sino uniendo a los europeos. Y aunque la aspiración de estos por la paz, la libertad y la prosperidad sea incuestionable si se asegura que la educación y la memoria les empujarán hacia esa aspiración, necesitarán de ciertas iniciativas que sirvan de guía y que cristalicen esa tendencia a la unidad, a la generalización de un sentimiento de fraternidad entre ellos. Sin esas iniciativas concretas, la aspiración de la unidad corre el riesgo de una muerte prematura por carecer de un dirección clara, por la ausencia de un plan operativo que no quede solo en un plano formal sino que pueda traducirse en una estrategia bien diseñada.
El “nunca más” europeo no es, tampoco, el “nunca más” del poema del Poe. No es un enunciado que, al reiterarse continuamente, describe un descenso a la locura. No es un descenso a la locura sino el ascenso a un sueño, el sueño de la paz, de la libertad, de la concordia, de la solidaridad, de la justicia, de la prosperidad en Europa. Es un sueño que implica la fraternidad de todos los europeos, antes que la fraternidad de las naciones, que por su propia naturaleza son contrarias a la unidad y solo a regañadientes aceptarían una completa unión federal. Y esa fraternidad entre los europeos, esa unión por encima de las diferencias, esa conciencia de ser un solo pueblo, sin que ello se contradiga con la pluralidad de pueblos europeos, no podrá llevarse a cabo, como hemos apuntado, solo bajo la influencia de la memoria, sino mediante estrategias audaces y concretas que gocen de convicción, que sean producto de un esfuerzo discursivo amplio, que respondan de manera equilibrada y consensuada con la mejor solución ante un problema concreto.
En otras palabras, solo un esfuerzo decidido, dirigido por la razón, en la mejor tradición europea —la del uso de la razón para enfrentarse a los desafíos de la humanidad, tendencia iniciada hace más de 2 500 años en Grecia— podrá dar lugar a una estrategia que haga frente a nuestro problema. El enunciado del mismo es simple: encontrar el modo de que los europeos, conservando las señas de identidad locales que les caracterizan, sean capaces de llegar a sentirse como un solo pueblo, como una sola familia, como una sociedad continental lo bastante cohesionada como para alejar definitivamente el fantasma de la guerra entre europeos. Una sociedad tal jamás seguiría a ningún dirigente en ninguna aventura belicista contra otro Estado europeo. Una sociedad tal haría realidad el sueño de la paz, el mismo sueño que enunciaron visionarios y filósofos durante siglos y que los imperios, los Estados feudales, las monarquías absolutistas, y los Estados nación fueron incapaces de llevar a cabo.
Con estas premisas en mente (la paz perpetua como objetivo para Europa, la unidad como condición necesaria, los europeos como protagonistas antes que las naciones, y la demanda de una estrategia a seguir) podemos iniciar nuestra andadura.
La lengua europea común
José Antonio Molina Molina
Edición 1.0. junio 2020
epub: 716 kb./ mobi: 887 kb./ pdf: 361 pág.
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