Los jefes de los cinco mayores bancos de EEUU anuncian a coro que lo peor de la crisis financiera ha pasado. Se calla por sabido que eso mismo decían ya en septiembre de 2007, cuando lo peor, acontecido entretanto, apenas parecía todavía imaginable. Lo notable es que, al tiempo que emiten tan consoladores cacareos mensajes, […]
Los jefes de los cinco mayores bancos de EEUU anuncian a coro que lo peor de la crisis financiera ha pasado. Se calla por sabido que eso mismo decían ya en septiembre de 2007, cuando lo peor, acontecido entretanto, apenas parecía todavía imaginable. Lo notable es que, al tiempo que emiten tan consoladores cacareos mensajes, confiesen una pérdidas tremebundas.
El JP Morgan Chase, hasta ahora, entre los bancos norteamericanos, uno de los grandes beneficiarios de la crisis ha perdido desde febrero más de 5,1 mil millones de dólares. Más de la mitad de esa merma le viene de la crisis inmobiliaria; el resto, de los créditos al consumidor y de los créditos a la inversión concedidos a empresas que, a ritmo galopante, han entrado en la zona de pérdidas y morosidad.
No es de extrañar, porque en los meses de marzo y abril la debacle del mercado inmobiliario estadounidense ha alcanzado un nuevo punto culminante. Eso podría sonar casi banal, pero las cifras no consienten otro juicio. El número de embargos forzosos que expulsan a las gentes de sus viviendas ha sido en ese período un 57% superior al del año pasado (y subió también el número de inmuebles que cayeron bajo la maza de los bancos y los financieros hipotecarios: un 129%). Puesto que los precios siguen cayendo, muchos edificios no pueden venderse sino con visibles pérdidas, o quedan desocupados. Actualmente hay en EEUU 18 millones de viviendas vacías: invendibles o prácticamente carentes de valor, también para los bancos. Ya se ve venir la próxima ronda de desvalorizaciones y pérdidas constatadas. Hasta comienzos de 2009, los precios inmobiliarios en regiones urbanas centrales, como Los Ángeles, San Francisco o Miami -eso dicen los pronósticos- seguirán cayendo, entre un 40 y un 50 por ciento.
¿A dónde irá la gente?
En la costa Oeste, como por doquiera en el país, hay hoy más casas vacías que nunca, furtivamente abandonadas por unos propietarios que no pueden seguir pagando los plazos de sus hipotecas. Afecta a centenares de miles en las soleadas y ricas regiones de California o Florida, y en barrios que hasta hace poco contaban entre los más, cuando no entre los mejor cotizados. Trechos enteros de las calles de la Norteamérica residencial parecen ahora decorados de película, y ya sólo recuerdan a antiguos habitantes que, protegidos por la noche y la niebla, abandonaron el hogar llevándose sólo lo que cabía en el coche. Muchos, muchísimos, no pueden permitirse pagar un apartamento, no digamos una nueva casa. Se acogen a parientes. O ni siquiera eso pueden.
Se les puede reconocer fácilmente: el auto se ha convertido en su techo; un apartamento móvil, un último dormitorio, abarrotado y repelente a la vista. Quien así vive, ha perdido toda dirección y no es ya localizable sino a través del teléfono móvil. A amigos y a parientes, ni palabra del lugar en que se está. Decenas de miles van y vienen de las listas policiales de desaparecidos; las víctimas de la crisis de las hipotecas de alto riesgo son como nómadas en gira.
Reclutan incluso en estados federados ricos como California, Arizona o Florida una nueva categoría de «sintecho». Pensionistas que perciben sus pensiones pero que viven en sus autos de clase media en la calle, o gente visiblemente más joven que tiene un trabajo regular, que sigue cobrando un salario, pero que no puede permitirse una vivienda. En fila estacionan sus apeaderos móviles junto a las aceras de periferias y barrios residenciales de buenos burgueses. Quienes se quejan airadamente de este nuevo vecindario de los sintecho rodantes, percibidos como una plaga que atenta contra el valor de sus casas, contra la imagen de sus calles y contra la reputación de su barrio. Conminados a actuar por quienes todavía poseen casa, los alcaldes y los jefes de policía reaccionan sin norte. Tienen que echar a esas gentes, ¿pero adónde? ¿Fuera de los límites de su municipio? ¿Pero no planteará eso el mismo problema a la política local del municipio vecino? ¿Organizar zonas de estacionamiento y parkings especiales? Una sociedad de negociantes siempre ha sido creativa a la hora de sacar beneficios de las miserias y necesidades de la gente.
Cambiar de lugar y la esperanza de conseguir en algún otro sitio un nuevo puesto de trabajo: solo con eso cuentan ya los naufragados. Un fenómeno que los norteamericanos conocen ya desde hace mucho tiempo, merced a esa movilidad tan celebrada en Europa. Solo que no en tamaña proporción; solo que no con ese apremio, que trae a la memoria escenas y circunstancias de la Gran depresión de los años treinta. También entonces vagaban por el país, depauperados y desposeídos, muchedumbres de granjeros y propietarios de viviendas con sus familias, todos arrebujados en desvencijados Ford-T, en una búsqueda vana de trabajo y cobijo.
Pocos pueden volver al sueño de una casa propia en la periferia urbana. Cada vez más propietarios de vivienda -también los procedentes de una «capa media» capaz y calificada, que puede sobrevivir gracias a sus diplomas, experiencia profesional y a un puesto de trabajo parcialmente estable-, caen en situaciones de apuro. Los bancos se niegan a renegociar la deuda y a dar la menor facilidad, no quieren -y es típico de las crisis de los mercados monetarios- sino efectivo. Quien no puede pagar, huye de su casa, aun si ha cumplido puntual y celosamente por 20 años o más con el servicio de la amortización y los intereses de la deuda.
Y a la persona de clase media dispuesta a mudarse a una casa más modesta y más barata le aguarda la próxima desilusión: los bancos no ofrecen ahora créditos o hipotecas a interés fijo a largo plazo, sino que se empecinan en los intereses variables. Eso significa que nadie puede prever lo que le costará su casa o su apartamento en seis meses o en un año. Lo único cierto es que la carga mensual puede dispararse.
Sólo la inflación, que está ya claramente por encima del nivel de la UE, basta ya para que las instituciones crediticias aprovechen la menor oportunidad para subir sus intereses nominales. Puesto que el propio banco central estadounidense mantiene los intereses bajos para los bancos, éstos sólo pueden ahora obtener beneficio, si suben lo más alto posible los intereses para los clientes que tienen la mala suerte de no ser bancos.
Nadie puede arriesgarse a eso
Fannie Mae y Freddy Mac son los dos mayores bancos hipotecarios de los EEUU. Patrocinados por el estado, dominan cerca del 42% del mercado hipotecario nacional y tienen el 75% de las hipotecas sobre las casas unifamiliares. En cifras, son más de cuatro billones de dólares en hipotecas, de los cuales 2,6 billones corresponden a deuda que Fannie Mae y Freddy Mac han acumulado, en su mayor parte, en el extranjero. En Norteamérica sólo hay un deudor mayor: el Tesoro de EEUU.
Apenas si puede sorprender, ambas instituciones tuvieron que encajar en 2007 las mayores pérdidas de toda su historia empresarial, cediendo en apenas unos días un 40 por ciento de su valor accionarial, sin poder resarcirse con capital propio. Además -ambas habían inconfundiblemente retocado sus balances-, vino a pedirles cuentas la inspección financiera, que no tuvo otra ni más urgente ocurrencia que pedir ayudas financieras para Fannie Mae y Freddy Mac. No tardaron en llegar, porque sus pérdidas seguían creciendo en 2008. Aunque esos dos institutos bancarios deberían oficialmente arreglárselas sin una garantía formal del Estado, ningún gobierno estadounidenses ni nadie puede permitirse dejarles caer. Pero si el Estado tuviera que honrar de verdad su respaldo de facto a Fannie y Freddy, le resultaría eso más caro que todo lo que todos los recursos públicos que se ha tragado hasta ahora la crisis financiera. Las pérdidas dimanantes de la socialización de estos dos bancos significarían la necesidad de aportar al menos un 3% del PIB estadounidense para su rescate, unos 360 mil millones de dólares. En el acto, las letras del Tesoro del gobierno de los EEUU, hasta ahora aceptadas y mantenidas sin vacilar en todo el mundo, se desvalorizarían terriblemente: la siguiente ronda de la crisis financiera global estaría abierta. Es, pues, evidente que la miseria de los desposeídos propietarios de vivienda estadounidenses está estrechamente ligada con el sistema financiero internacional. Se puede cacarear consoladoramente cuanto se quiera, que eso no hay quien lo altere.
Michael Krätke, miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO, es profesor de política económica y derecho fiscal en la Universidad de Ámsterdam e investigador asociado al Instituto Internacional de Historia Social de esa misma ciudad.