Varios muchachos desocupados deciden organizar un microemprendimiento para obtener ingresos. En una organización juvenil solidaria, en este preciso momento, está por concluir una charla sobre cooperativas de trabajo y mercados. Otros jóvenes tramitan líneas de crédito en la banca oficial o se instruyen sobre las reglamentaciones vigentes en materia cooperativa. Ante los que sostienen que […]
Varios muchachos desocupados deciden organizar un microemprendimiento para obtener ingresos. En una organización juvenil solidaria, en este preciso momento, está por concluir una charla sobre cooperativas de trabajo y mercados. Otros jóvenes tramitan líneas de crédito en la banca oficial o se instruyen sobre las reglamentaciones vigentes en materia cooperativa.
Ante los que sostienen que «el trabajo ha desaparecido», todos ellos intentan crear trabajo de un nuevo tipo, con nuevas reglas. Todo es un poco difuso todavía, quizás resulta insuficiente y no es fácil alejar el fantasma del puesto laboral estable, el salario adecuado del 1 al 10 de cada mes, la obra social sindical, vacaciones pagas…
Ellos son algunas de las víctimas de la economía, de los que han llegado a imponer la idea de que todo se reduce a una cuestión de costos, de mercados y de consumidores, y también que la solidaridad es una debilidad propia de perdedores. Pero no se entregan.
En busca del trabajo perdido
La Argentina supo tener una larga tradición de pequeños talleres familiares heredados sobre todo de los oficios europeos. Con el impulso fenomenal de la sustitución de importaciones de la década del 40 y los créditos estatales de CIFEN, el IAPI y el Banco Industrial, muchos se convirtieron en grandes talleres, y luego en grandes industrias.
La fabricación nacional de automóviles, de tractores, de artículos para el hogar y de aviones comenzó de ese modo. Pero la reconversión laboral de los últimos años ha amputado la transmisión de habilidades que da el oficio.
A medida que pasan los días y los años, se incorporan a la fila de desocupados nuevas generaciones de jóvenes que nunca han tenido relación con el trabajo. En los 90, luego de obtener la derogación de leyes que lo impedía y negociando con los sindicatos, se impuso el retiro voluntario u obligatorio a los trabajadores mas capacitados y de mayor antigüedad y se los reemplazó con jóvenes sin entrenamiento ni experiencia sindical, buscando generar una nueva «cultura» de trabajadores «emprendedores», re-adiestrados e «identificados» con la imagen empresaria (casos MacDonald’s, Blockbuster y Telefónica).
Pero estas incorporaciones fueron muy inferiores a la demanda que se incorporaba por el crecimiento vegetativo, con lo cual el desempleo se expandió como un río de nafta encendida entre las generaciones mas jóvenes.
Entre los jóvenes desocupados que crecieron en el seno de familias desocupadas y los ocupados que no tienen contacto laboral con generaciones anteriores, las destrezas de los oficios se van perdiendo y terminarán perdiéndose para siempre si no se hace algo en contrario.
Para el nuevo modelo económico, gran parte de los oficios descartables se pueden reemplazar por las nuevas tecnologías y los sindicatos no han quedado bien parados ante esta reconversión. Pero no hay que tomarlo al pie de la letra.
Es interesante señalar que la ruptura generacional-laboral tiene un correlato con la que se produjo durante y luego de la represión masiva del Proceso.
El mundo es otro, es cierto, y es imposible volver atrás (¿por otra parte, cuánto atrás?) pero advertimos que la lógica del neoliberalismo es una trituradora frente a la cual habrá que inventar, para empezar, distintas líneas de defensa y contención.
Gato por liebre I
Haciendo referencia a las oscilaciones del producto bruto industrial, se habla de «economía».
Pero cuando se encara el tema de las fábricas recuperadas, es solo «economía social». Algunos la entienden como una forma mas social y mas humana de practicar la economía. Otros, una parte del «tercer sector», un movimiento de «filantropía o caridad privada» (no estatal) , o la ciencia de la justicia social. Incluso un «movimiento espiritualista», como la definió quien acuñara el término en el siglo XIX, donde a lo sumo el Estado retendría la potestad del patronato .
El «tercer sector» es el escenario de «la tercera vía», una ideología originada (cuándo no) en Europa según la cual, como no podemos tocar el poder, quizás podamos mejorar algunos espacios como la ecología y el medio ambiente, los derechos de las minorías sexuales y religiosas, etc. En esta tendencia podemos incluir a John Holloway.
Mientras la «economía social» permite todo tipo de interpretaciones, la «economía» a secas se presenta como algo «objetivo», inmodificable, matemático y exacto, no sujeto a sentidos ni intereses contrapuestos. La política económica no tiene por objetivo el bienestar de la población y las consideraciones sobre equidad, justicia o bienestar general son restricciones al desempeño óptimo de la economía.
El que pareció un triunfo definitivo, eterno, obvio e inevitable del «pensamiento único» durante las últimas décadas, produjo una nueva categoría de pensadores, analistas, consultores, funcionarios y catedráticos quienes , sin cuestionarlo, lo retocaban aquí y allá con mayor o menor fortuna. Pero no se podía tocar la economía.
«Se ha incorporado a sangre y fuego en el sentido común la idea de que la política económica neoliberal no puede ser modificada» .
Pero el escenario eterno e inevitable no tardó en mostrar sus fisuras o verdadero rostro: pobreza masiva, inseguridad generalizada, exclusión creciente.
Es posible encontrar un nuevo espacio y un nuevo sentido de «economía social» cuando el nuevo emprendimiento no solo produce mercaderías: produce además sociedad, reintegra a los excluidos, produce formas sociales, instituciones, pautas de comportamiento, como por ejemplo la solidaridad, en suma, valor social agregado además de valor económico agregado.
Buscando sentido común
Se da por aceptado que solo los mercados están en condiciones, y son los mas aptos para determinar las prioridades de la sociedad.
Veamos alguna de sus consecuencias: la sola entrada de China al mercado mundial, con capacidad para absorber el 40% o más de la inversión directa mundial sobre la base de sus potenciales millones de consumidores y con una oferta de trabajo no sindicalizada, disciplinada y de bajos salarios, bastaría para anticipar que la perspectiva de aguardar (¿sentados?) tres décadas para cambiar la situación de América Latina diagnosticada por los organismos multilaterales son pura literatura de ciencia ficción, y como consecuencia de ello, que todo esto no se puede dejar en manos del mercado.
Para la Organización Mundial de Comercio (OMC) la educación y la salud son bienes de consumo, una mercancía que puede y debe ser provista por el mercado. No ya bienes y derechos sociales, derechos por otra parte obtenidos durante una larga historia de conflictos.
¿Pero no es que los inversores solo buscan maximizar sus beneficios individuales y que esas decisiones no incluyen preocuparse de la existencia, no ya de un mundo mas equitativo, sino de un mercado perfecto, al que todos puedan acceder en igualdad de condiciones?
El capitalismo era en el siglo XVIII un nuevo modo de producción fabril. En el siglo XXI pretende constituirse -y lo ha logrado en cierta manera- en explicación general sobre el fin último del ser humano, y por lo tanto también se ha apropiado del «sentido común», como lo demuestra el ejemplo ya clásico de la opinión del presidente del Banco Central alemán (Bundesbank) en 1996: «Para que haya confianza en los mercados financieros debemos flexibilizar el mercado de trabajo».
Parece una opinión intrascendente, de sentido común y de fácil resolución: todo el conflicto de la civilización se reduciría a una cuestión de costos, no de un mercado conjetural sino de unas pocas corporaciones que, con nombre y apellido, compiten entre sí para adueñarse de determinados nichos de producción global.
Y en el cálculo de costos, descenderá el costo laboral (porque de eso se trata la flexibilización) pero no entra en los cálculos el costo social anexo, a saber: cuanto deberá gastarse para pagar el incremento de enfermedades, adicciones, malformaciones, desnutrición, y el resto de calamidades y comportamientos antisociales (asombrosos e incomprensibles) que provoca la flexibilización laboral como un gran movimiento de salarios a la baja por un lado, y de exclusión social, por otro.
El término es mágico. «Flexibilidad» no alude al trabajo nocturno, a la pérdida de la jubilación y la incertidumbre en la vejez, al trabajo infantil, al del fin de semana, a los horarios de trabajo irregulares, a la desaparición de la indemnización y la obra social, a la capacidad del patrón para cambiar a voluntad el horario y la extensión de la jornada. Pero de eso se trata.
El Banco Mundial declara que su objetivo es «aliviar la pobreza», que reducirla a la mitad llevará más de dos décadas y que este alivio debe limitarse a «compensar las situaciones mas graves». En consecuencia, aparecen los planes «focalizados», en los que algunos quizás se salven, otros no.
Tenemos entonces una primera comprobación: en este costo social descartado (es el ser humano el elemento desechable de este modelo) está implícito el rol del Estado, su ausencia y su necesidad, porque aún en medio de tensiones de todo tipo, solo el Estado podía organizar, administrar y equilibrar lo social y lo económico.
Para los neoliberales, sin embargo, el Estado debe desaparecer, hay que instaurar la ley de la selva, abarcar todos los ámbitos hasta controlar todo, empezando por lo privado.
Ya no hay una sociedad organizada, la que podría graficarse en una pirámide, sino una sociedad global horizontal, en la que solo existiría un «centro» y una «periferia». La horizontalidad tiene su secreto encanto, porque pareciera evocar igualdad. Pero lo que en realidad se abolió es la igualdad de oportunidades, núcleo del funcionamiento democrático.
Por otra parte, imágenes mentales tales como flexibilidad, autogestión, desregulación, tienden a hacer creer que el «ideario» neoliberal es un mensaje universalista de liberación del hombre.
Todo se horizontaliza y achata, no hay prioridades sino puntos de vista, no hay lugares de contención ni referencias salvo el centro y la periferia, estar adentro y afuera, ser ganador (haber llegado al centro), winner; o perdedor (sobrevivir o morir en la periferia), loser. Ese centro está fuera del control colectivo, tiene reglas propias y incluso desconocidas. Cuando las leyes nacionales se le oponen, se presiona para su derogación. Argentina deberá adecuar su legislación interna a la de EE.UU., a la de la Organización Mundial de Comercio, etc.
A un centro concentrado en pocas manos le corresponde una periferia multitudinaria autogestionada, un eufemismo de «arréglense como puedan». Porque el conjunto de explicaciones del neoliberalismo es una suma de eufemismos: ¿que son los costos colaterales? ¿Que son los efectos no deseados del modelo?
Los efectos no deseados del modelo, según los contadores y administradores de empresa que establecen las leyes del siglo XXI, consisten en no considerar el costo social dentro del costo económico. Esto se pudo apreciar, violencia mediante, en Tartagal (Salta), cuando Repsol abandonó zonas petroleras agotadas. O en el cierre de Hipasam, o de Río Turbio, en la privatización de los ferrocarriles y el petróleo.
En 1995, el Banco Mundial reconoce en su informe que «a menos que los países puedan igualar el aumento de productividad de sus competidores, los salarios de sus trabajadores se reducirán»: para que no se reduzcan los salarios, hay que reducir los salarios.
Gato por liebre II
Mientras no se intente tocar el centro concentrado, el neoliberalismo promueve la autogestión y la descentralización en la periferia. El término «autogestión» circula profusamente, forma parte del lenguaje corporativo y se ofrece como panacea para todos los conflictos. El domino también abarca los contenidos simbólicos: las corporaciones capturan los medios de comunicación, las universidades.
El derrotado candidato Mauricio Macri proponía escuelas «autogestionadas» para resolver la crisis del sistema educativo.
Los analistas corporativos propician la existencia de una economía social «autogestionada» basándose en una supuesta y generalizada sensación de desconfianza hacia los controles, hacia las recetas impuestas, hacia las directivas que vienen desde arriba e incluso al abandono del Estado que ellos mismos propician.
Quizás también para gestionar el costo social de la periferia, allí donde han abandonado los nichos de producción no competitivos.
El Banco Mundial y algunas iglesias electrónicas propician la «autogestión». Es más, el Banco Mundial la financia.
En un trabajo anterior intentábamos analizar cómo se construye la ideología de la autogestión según el neoliberalismo (porque «el fin de la ideología» es una ideología, y el «fin de los grandes relatos» es otro relato) en base a datos históricos falsos o falsamente extrapolados. Citamos que se tomaba como antecedente de «autogestión» el cartismo inglés del siglo XIX, del que se mencionaba la conformación de prolijas cooperativas obreras autogestionadas pero sin mencionar -ocultando- que esas cooperativas solo eran medidas defensivas para proteger la lucha central de los obreros ingleses por lograr una jornada de 8 horas, la libre agremiación, que el contrato de trabajo saliera del common law, es decir, que solo pudiera ser revocado con causa justa, y que el Estado controlara su cumplimiento.
«Para no avivar a los giles», en una Argentina donde la jornada de 8 horas es para los pocos ocupados una evocación melancólica de tiempos pasados que eventualmente solo existen en la imaginación de los psicóticos, el contrato de trabajo más una amenaza que una oportunidad y el Estado, un «desaparecido».
El desafío de la Economía Social y de la autogestión podría ser, y es, elegir entre dos caminos de una encrucijada: se constituye en un sector marginal, maniatado y disciplinado del sistema productivo, un paliativo aplicado aquí y allá, incapaz de construir una alternativa a la tendencia actual del sistema de producción; o por el contrario, se muestra capaz de revertir algunas de esas tendencias y se convierte en un sector dinámico que contribuya decididamente a re-integrar a la sociedad argentina, creando trabajo y nuevas formas de producción en las que la solidaridad no quede de lado.
El neoliberalismo ha intentado apoderarse, y lo consiguió de buena manera, de todos los ámbitos del pensamiento y la actividad humana. Por eso, habrá que situarse en una autogestión con reglas generadas por nosotros mismos, y saber distinguir entre los modelos que se importan. Porque así como se globalizó la «economía», también se globalizan las políticas sociales, vendiendo «modelos llave en mano». Pero no les ha resultado fácil aplicarlos: la gente al fin reacciona.
De lo masivo a lo selecto
Desde los años 80, pero en especial en los 90, se fue gestando y luego universalizando un cambio económico caracterizado por la crisis del modelo «fordista» de producción que por un lado generaba oferta creciente de puestos de trabajo y por otro tendía a aumentar el nivel de salarios y el consumo, que se correspondía con el llamado Estado de Bienestar.
Llamamos fordismo al sistema de organización del trabajo que, mediante la línea de montaje, empresas integradas y grandes establecimientos, permitía la producción en masa. Pensemos en los 22 mil obreros de los Astilleros Río Santiago en la década del 70: hoy son solo 4.000, y si se recuperara el nivel de actividad de treinta años atrás, se abrirían como máximo 1.000 nuevos puestos de trabajo.
La concesionaria de subterráneos de Buenos Aires empleaba a 4.800 personas: hoy son mil seiscientos.
YPF tenía 42.000 empleados: Repsol, menos de 12 mil.
Las grandes empresas automotrices y de autopartes basadas en Córdoba, Santa Fe y Buenos Aires desaparecieron.
Se acabó la producción en serie, la masividad y la standarización del producto. Hoy la producción es heterogénea, fragmentada y -de nuevo- flexible, adaptada a un cambio permanente. A una transformación permanente corresponde una competencia permanente, y a ésta unas nuevas reglas de calidad estandarizadas (ISO). La innovación tecnológica permite reducir los talleres a su mínima expresión. Cuando hay negociación salarial, es empresa por empresa, hombre por hombre.
Hay una integración horizontal y vertical que permite que distintas partes del producto se produzcan en rincones del globo muy alejados entre sí. Empresas de aviación transportan rápidamente los insumos de un lado a otro.
Este fue el signo distintivo del Mercosur en los años 90: aunque la herramienta podía ser buena en perspectiva, sus beneficios no se derramaron en las poblaciones de Argentina y Brasil. Fue un excelente negocio de las automotrices, que aquí, además, eran subsidiadas por el Estado. Entre enero de 1994 y julio de 2002 las exportaciones argentinas al área del Mercosur fueron superiores a 64.400 millones de dólares. ¿Quién se los llevó? ¿Dónde se «derramó» tanta actividad comercial?
El fin de la producción en masa acabó con los sindicatos tal como se conocían: en nuestro país, varios gremios participaron en la privatización del sector de salud, transporte, seguros de retiro, aseguradoras de riesgo de trabajo y distribución eléctrica, convirtiéndose en empresarios asociados a multinacionales, lo que los llevó a asumir intereses enfrentados a los de sus propios cotizantes.
Obviamente, también debieron cerrar los ojos a la flexibilización laboral, parte integrante de este nuevo modelo, que requiere trabajadores polifuncionales, salarios por productividad y capacidad de adaptación a los constantes cambios tecnológicos.
Un ejemplo extremo de esta reconversión se encuentra en Japón, el «toyotismo», que coincide perfectamente con el modelo de sociedad horizontal con centro y periferia, donde no hay -como en las clásicas empresas automotrices de Detroit- una organización vertical, piramidal de la producción: capataces, encargados, oficiales, ayudantes.
El «toyotismo» hizo explotar la organización económica japonesa de postguerra, un típico producto de la cultura asiática, caracterizada por la permanencia del trabajador durante toda su vida útil a una empresa y la apelación a sentimientos patrióticos, que occidente veía con malos ojos por parecerse a una organización feudal. Del nacionalismo shogun y la meritocracia a la identificación con el «ideario» de Ronald MacDonald’s.
En el mundo ideal del keynesianismo y el Estado de Bienestar, todo el mundo terminaría por tener acceso a todos los bienes de consumo universales y el aumento de la demanda era el factor dinámico de la economía. Esto permitió que EE.UU., Japón y Europa occidental salieran rápidamente de la destrucción provocada por la Segunda Guerra Mundial. Pero al asumirse la dirección de la demanda global en busca del pleno empleo, se produjo una continua inflación de precios que estalló en la crisis petrolera del 72.
No es que hubiera algo parecido a un plan: fue necesario que pasara un siglo y medio para que el capitalismo comprendiera que su equilibrio dependía de un aumento mas o menos simétrico del consumo y la productividad. Pero esto no era suficiente, porque la acumulación de stocks determinaba ciclos recurrentes de expansión y contracción.
Para tratar de paliarlo se recurrió con cada vez mayor fuerza a las recetas monetaristas, tomadas de la vieja teoría cuantitativa, lo que acarreó una desocupación creciente e imparable. El trabajo comenzó a perder valor social, y el avance tecnológico a reemplazarlo.
Crisis del trabajo
A mediados de los 70 había habido algunos signos desalentadores que presagiaban lo que se vendría: reducciones salariales masivas en EE.UU. pactadas con los mismos gremios del sector automotriz, para competir con la importación japonesa.
Los oficios estaban en jaque: ya en la década del 70 había aparecido la categoría de «oficial múltiple» en la UOM, preanunciando la futura «toyotización». Se discutía si la negociación debía ser por rama o por oficio.
La «flexibilización laboral» se convirtió poco a poco en una demanda central de las corporaciones hasta que fue incorporada como condición sine qua non de crecimiento, de desarrollo, de «emergencia» y de inclusión en el «Primer Mundo», el único que había sobrevivido luego de la caída del muro de Berlín.
El modelo socialista había fracasado, entretanto, porque combinaba una típica organización taylorista de la empresa (en manos de la rígida planificación central del Estado) con un salario bajo y sin aumento del consumo, aunque su atractivo anterior había consistido en prometer un crecimiento mas rápido (la «industrialización forzada» de la URSS) que el occidental-capitalista. Fueron años en que hablar de «costo argentino» era sinónimo de salarios absurdamente altos, y el ejemplo a tomar eran las factorías asiáticas con salarios de subsistencia. Se decía que este nivel salarial impedía la competencia.
Desaparece la tradición industrial; el capital financiero se interesa únicamente por intercambiar activos sobrevaluados; el capital fluye libremente por el mundo «en tiempo real»; las actividades extractivas y de depredación se localizan en la periferia (nosotros).
El sector terciario o de «servicios» se convierte en el centro del nuevo panorama económico. ¿Que riqueza se genera para sostenerlo?
Una gran proporción de los trabajadores queda descalificada por la revolución tecnológica, además debe competir en el mercado mundial con centenares de millones de otros trabajadores dispuestos a aceptar un puesto por unos pocos centavos.
No todos los países reaccionaron del mismo modo a las características de los nuevos tiempos.
Los del este europeo, que habían sobrevivido dentro del modelo soviético y los propios países que habían integrado la URSS (Ucrania, Federación Rusa, etc.) aceptaron a libro cerrado las recetas del neoliberalismo, lo que redundó en fuertes bajas de salarios, emigración masiva de mano de obra, cierre de industrias y economías atadas al FMI.
La reunificación de Alemania pertenece a este mismo ejemplo: se estableció una economía de dos velocidades en la que el ex – sector oriental soviético, con menores costos salariales, funciona como periferia del motor central ubicado en el oeste tradicionalmente industrializado.
Los asiáticos, por su parte, contaban a su favor (en el sentido de aceptar «dócilmente» la tendencia a la baja del salario) con algunos condicionantes culturales, pero el modelo no se sostuvo: en los noventa se produjo una crisis financiera que repercutió en el mundo entero y quebraron gigantescas empresas organizadas según el viejo sistema fordista, como la Hyundai.
China, por su parte, promovió el ingreso de las corporaciones, aunque con algunos límites, y fue cambiando su economía en bases a una suerte de taylorismo autoritario con una fuerte presencia estatal.
En Corea del Sur, con una industria orientada a la exportación, según Alain Lipietz «las mujeres convivieron con una terrible superexplotación… y en el sector masculino de la clase obrera, el patriotismo de empresa se desarrolló de forma tal que preanunciaba la imitación del compromiso negociado a nivel de empresa, a la manera japonesa».
La baja generalizada de salarios y la pérdida de estabilidad laboral concentraron la riqueza en cada vez menos manos.
Se volvía a decir (porque la teoría de las «dos velocidades» se venía discutiendo en los últimos 40 ó 50 años, desde Rostow y Hirschmann de la década del 60 y el desarrollismo frondizista hasta las actuales islas industriales de China e India, dos gigantes rurales) que esta concentración provocaría un «derrame» sobre los no beneficiados.
Nada de eso sucedió, o mejor, sucedió todo lo contrario; la riqueza se concentró y el «derrame» se redujo a una proporción infinitesimal de trabajo informal, sin cobertura de salud y previsión social, con ingreso de subsistencia y carente de expectativas de cambio: comenzaron a proliferar los repartidores («delivery») de pizza, los «busca» («entrepreneur»), vendedores ambulantes, paseadores de perros, jardineros, volanteros, etc., junto a millones de desempleados que reciben subsidios de desocupación inferiores al nivel de subsistencia, los que presionan para reduciendo más los niveles salariales.
El modelo en Argentina
Si era imposible resistir la ola generalizada de baja de salarios, el retroceso del trabajo como bien social, la reconversión tecnológica y la crisis del sistema de producción masiva, el crimen (o, según se lo mire, el valor inestimable) del menemismo fue dinamitar el Estado justo en el momento en que más se lo necesitaba para reducir las consecuencias de aquello que parecía inevitable, los «efectos no deseados del modelo». En lugar de reformar el Estado hacia la eficiencia, lo dinamitó.
En la década del 90, la Argentina abrazó las «recomendaciones» del Consenso de Washington (apertura de la economía, desregulación, privatizaciones) con un equipo de gobierno para el cual el «interés nacional» era irrelevante y las consecuencias sociales de la reconversión una variable mas que secundaria. La desregulación, en rigor, había comenzando a fines de 1975, con el rodrigazo, y se profundizó durante el Proceso.
A la batería de medidas clásicas, el menemismo agregó lo que parecía un «milagro» típicamente argentino -la convertibilidad- que no era sino el retorno de las obsoletas Cajas de Conversión abandonadas por todos los países desde décadas atrás. Nixon les había dado el golpe de gracia en 1972 . La convertibilidad impidió al Estado contar con una política monetaria propia (ya que el BCRA no podía emitir dólares) y se financió enteramente con incremento de la deuda externa. En otros términos, era el mercado internacional de capitales el que decidía la política monetaria del Estado argentino. Además:
1) se abolieron todas las regulaciones estatales que pudieran significar alguna merma en la recién descubierta capacidad de los «mercados» para establecer las prioridades de la sociedad, derogándose toda resolución, disposición, decreto, código o ley que obstaculizara ese objetivo. El conjunto de los partidos políticos tradicionales, empezando por el oficialismo, votó con entusiasmo todo lo que los privatizadores solicitaban.
2) El Estado se desprendió de dos fuentes genuinas de recursos: las cajas de jubilaciones y las empresas estatales de servicios públicos, que salvo alguna excepción, daban ganancias. Se actuó con un criterio de devastación y tierra arrasada. Como las jubilaciones actuales se financian con las futuras, el sistema estatal solo podía sobrevivir tomando deuda externa en el mercado de capitales o pidiendo prestado a las AFJP, a interés.
Al finalizar la década, el Estado se había desprendido de todos esos bienes, sin excepción, caso único en el mundo entero. Pero la misma dictadura de Pinochet había mantenido la nacionalización del cobre decidida por el gobierno de Salvador Allende al que había derrocado a sangre y fuego e incluso no derogó totalmente su reforma agraria. Las empresas estatales de aviación del Primer Mundo en general daban ganancias.
La empresa estatal francesa de telecomunicaciones tomó el control de parte de la privatizada EnTel (Telecom) que se convirtió en empresa privada propiedad del estado francés, y algo similar sucedió con la de distribución eléctrica Edenor, propiedad de la estatal EDF. El Estado español, que controlaba Repsol, se convirtió en propietario de YPF.
Un recurso no renovable como el petróleo se convirtió en «comodity» de la noche a la mañana, y lo que alguna vez había sido propiedad imprescriptible de la nación debió ser pagado desde entonces como producto importado sujeto a las variaciones de los mercados globales y a variables tan insólitas como el destino incierto de la guerra contra el talibán y los atentados chechenos a gasoductos rusos.
3) La apertura total de la economía enfrentó a la industria local con una avalancha de importados con los que no podía competir, debido a los magros costos laborales de los países asiáticos o las maquilas mexicanas, en parte, y a precios subsidiados en el resto, subsidios a los que la Argentina había renunciado. A cambio de esta renuncia, promovió la introducción de la soja que hoy se exporta a Europa como alimento de ganado.
Y sus conocidas consecuencias
Lo que pasó después no debería ser olvidado, y resulta necesario repetirlo hasta el cansancio.
a) La brecha del ingreso familiar per cápita entre el 10% mas rico y el 10% mas pobre en el Gran Buenos Aires pasó de 19,6 en1991a33,9 en 2001.
b) En 1998, la fuga de capitales se calculaba en 115 mil millones de dólares y la deuda externa ascendía a casi 140 mil (Fuente: Basualdo y BCRA).
c) Mas de 3 millones de hogares (15 millones de personas) en la pobreza y mas de un millón (5,5 millones de personas, un 15% de la población total del país) en la indigencia.
d) La pobreza y la indigencia se ensañaron más con los hogares que contaban con hijos menores de 18 años a cargo: 62,5% de los jefes de estos hogares en Corrientes, 59,4% en Chaco, 45,8% en Buenos Aires, con un total para el país de 55,8% de la juventud argentina.
e) El desempleo de larga duración (mas de 6 meses de búsqueda infructuosa) afecta al 39,2% de los jóvenes de 19 a 24 años, al 33,6% de los de entre 15 y 18 años y al 21% de los jefes de familia mayores, con un total para el país de 29,9% (octubre de 2001).
f) El ingreso total medio en pesos (octubre de 2001) en los hogares pobres era de $ 276,9 y de $ 118,2 en los indigentes.
g) El salario real cayó en picada. Tomando como base 100 el de 1975, en el 2001 había bajado a 38 y en el 2002 se hundió un poco más: 26,3, con una caída del 74%.
Microemprendimientos, necesidad y desafío
Mal que nos pese, la reconversión industrial es definitiva.
Las grandes fábricas con personal estable, obra social, estabilidad laboral y defensa sindical son en gran medida una postal del pasado. Llegado a cierto punto, se podrá presionar para recuperar las conquistas sociales perdidas. Pero ese punto todavía no se avizora, y al menos hay que reducir, en la medida de lo posible, las consecuencias funestas de esa reconversión.
Las grandes unidades productivas han dado paso a pequeñas unidades de producción a escala y personal reducido.
El Estado deberá tener que jugar nuevamente un papel activo. Mas adelante habrá que pensar herramientas como el asociativismo, de modo de unir decenas o centenares de pequeñas unidades productivas para negociar en mejores condiciones, reducir costos y quizás reconstruir las prestaciones sociales dinamitadas.
Debería prestarse especial atención a los grupos de desocupados jóvenes que no estudian, no trabajan ni tienen antecedentes y experiencia laboral y educativa: una consecuencia palpable de esta reconversión no solo es la incertidumbre que envuelve el presente, sino el panorama que se abre a futuro, con generaciones enteras carentes de entrenamiento y para quienes el trabajo no es un valor ni un bien a tener en cuenta.
Probablemente no haya que poner el acento en la educación sino en el propio trabajo: cualquier reforma educativa tarda años en implementarse, y se debe esperar a que se complete un ciclo de capacitación. Cuando este acaba, generalmente han cambiado las condiciones laborales, las actividades que se proponían como salida laboral han desaparecido. y la educación (como sucede hoy en día) se convierte en una especie de castigo y una adquisición de conocimientos inútiles.
La educación no debería estar supeditada a un determinado perfil productivo (por ejemplo, fabricación de software, promoción del turismo, etc.) teniendo en cuenta que la mayor parte de las variables que lo determinan no son controladas por la propia comunidad o dependen de factores coyunturales: la ola turística del 2002 no fue producto de la perspicacia de Daniel Scioli sino de una brutal devaluación que volteó los costos internos.
Pero entretanto, se multiplicó la matrícula en escuelas de turismo, lo que augura nuevos desempleados con cierta capacitación.
Quienes están interesados en iniciar un microemprendimiento y no saben cómo ponerlos en práctica, pueden acercarse a alguna organización social con espíritu solidario que les brindará orientación y capacitación. Además, se los guiará en los vericuetos de la administración estatal en caso de que haya disponible alguna línea de créditos para el arranque; compra de insumos, adecuación de un lugar físico, incluso adquisición de alguna máquina.
Estas organizaciones suelen capacitar en marketing, para que el nuevo emprendedor sepa como encontrar un mercado donde su trabajo tenga alguna utilidad; y brindan asesoramiento respecto a las reglamentaciones vigentes, como por ejemplo, para constituir una cooperativa.
No tienen por qué coincidir los objetivos de quienes toman un crédito con los que lo facilitan, promueven y financian. Lo importante es que el propio interés, y el de la comunidad donde uno vive, sean satisfechos.
Hay que prestar atención y desechar aquellos proyectos auspiciados por corporaciones, cuyo objetivo es obtener rápidamente mano de obra barata en actividades descentralizadas mediante la subcontratación.
Por eso, a la hora de acercarse a las organizaciones sociales, no viene mal informarse sobre sus verdaderos objetivos: cuando el espíritu solidario está ausente, es mejor alejarse, no importa qué horizonte venturoso se ofrezca.
Aprender de la experiencia ajena
Existen hoy en la Argentina mas de 100 establecimientos, preferentemente chicos y medianos, que fueron reactivados pro sus trabajadores cuando la suma de la crisis, la desaprensión de los patrones originales o el vaciamiento los llevaron al cierre y la quiebra. Esto permitió recuperar unos 10 mil puestos de trabajo, de modo que el primer resultado está a la vista.
Algunos funcionan mejor que otros, y cada uno ha encontrado -o busca todavía- la mejor forma de organización que se adecue a sus objetivos. Lo importante es que lograron atenuar los efectos perniciosos de la desocupación. La forma que se adopta generalmente es la de cooperativa, el mejor sistema para reemplazar, con trabajo, la inversión de capital que se esfumó con sus dueños originales.
El Estado ofrece hoy algunas líneas de crédito, pero todavía no ha cuajado una orientación precisa: sería importante que, si es verdad que las actuales autoridades pretenden recuperar el rol del Estado desaparecido durante los 90, aunque adecuado a las nuevas condiciones internacionales, deberá proteger y fomentar de alguna manera precisa las fábricas recuperadas y los microemprendimientos que vayan apareciendo.
Es decisivo que las tasas de interés y condiciones de devolución de los créditos se adapten a las necesidades de quienes los necesitan: todos conocemos la oferta de créditos bancarios privados que por la tasa, repago, garantía y otros requisitos son accesibles solo para quienes no los necesitan.
No todas las iniciativas que produjo la crisis llegaron a buen puerto: la Red del Trueque, por ejemplo, que en un principio imaginaba universalizarse, parece haber encontrado su techo. Sin embargo, pudo exportarse a Uruguay, Brasil y el País Vasco.
En Venezuela se inició en 1983 un sistema de ferias de consumo familiar que abarca la producción, distribución y venta de alimentos. Los productores se organizaron mediante cooperativas y las actividades de venta, de fin de semana, reúnen a unos 40.000 compradores.
Estas ferias cuentan con un Fondo de Financiamiento y un Fondo de Ayuda Mutua destinado al área de salud de los asociados, que atiende a mil pacientes semanales.
En Bangladesh, el empresario Yunus adquirió fama otorgando pequeños créditos en dinero, reintegrables semanalmente, que generaron miles de microemprendimientos a fin de atenuar la brutal desocupación de ese país asiático, el Ceylán del imperio británico.
Existen en todo el mundo miles y miles de pequeñas, medianas y grandes empresas organizadas como cooperativas en Francia, Gran Bretaña, Suecia, Bélgica y Alemania. Muchos de ellas existen desde el siglo XIX. La Comunidad Europea sostiene Secretarías de Estado para estos emprendimientos y protege el área de Economía Social.
En 1968 se creó la cooperativa «Manos de Uruguay» con el objeto de comercializar la producción artesanal de tejidos realizados por mujeres del interior de ese país y disminuir la brecha de ingresos entre sexos. Hoy en día, mas del 50% de la producción se exporta, se automatizaron distintos procesos y se puso énfasis en el cambio tecnológico y el cuidado del diseño.
Mondragón Corporación Cooperativa del País Vasco (MCC) es quizás el ejemplo mas exitoso: está integrado por un centenar de empresas que da trabajo a casi 10 mil microemprendimientos familiares. Tiene como objetivo la producción y venta de bienes y servicios en áreas industriales, financieras, de generación de nueva tecnología (investigación y desarrollo, o I&D) y de servicios. Tiene métodos democráticos de selección de sus órganos de gobierno y dirección.
La soberanía está asentada en la Asamblea General compuesta por la totalidad de los socios. Se basa en el principio «una persona, un voto».
Creada en la década del 50, Mondragón considera al factor «capital» subordinado al «trabajo». Practica la asociación entre cooperativas individuales, a través de la creación de agrupaciones sectoriales dentro de la corporación, lo que ha potenciado las economías de escala. El régimen socio – laboral es obligatoriamente homogéneo y promueven la creación de nuevas cooperativas y entidades de cobertura financiera, educativa y de investigación.
Mondragón es apoyada por el Estado local y nacional, a través del Infocoop, organismo de tutela de la Economía Social española.
Reinvierte los beneficios netos obtenidos, destinando una porción a fondos comunitarios para crear nuevos puestos de trabajo. El 10% de los excedentes netos de las cooperativas se destina a un Fondo de Obras Sociales, y promueve una política de seguridad social basado en la solidaridad y la responsabilidad.
Hoy, Mondragón da empleo a 60.000 personas directa o indirectamente, anuncia ventas totales por más de 8 mil millones de euros, ha invertido en proyectos cooperativos en Colombia, Brasil y Costa Rica.
El ejemplo del País Vasco está de hecho a una distancia considerable de los distintos sectores sociales que hoy en la Argentina intentan revertir lo que parecía una tendencia inevitable en los años 90. Se lo ha mencionado para demostrar que es posible salir de condiciones de subsistencia, sin necesidad de recurrir a los distintos «modelos llave en mano» que aparecen aquí y allá.
Algunos expertos insisten en que los cambios sólidos solo ocurren de abajo hacia arriba, y otros dicen lo contrario. La experiencia argentina pareciera indicar que las organizaciones sociales y un Estado activo se complementan y se requieren unas a otro.
Ese será el camino a seguir.