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España, los EEUU y el universal paradigma económico de Ponzi

Fuentes: Sin Permiso

Es evidente que la semana pasada el Buen Dios descubrió que no había tanta gente que hubiera leído la clásica explicación de Hyman Minsky (1) sobre la manera en que los ciclos financieros terminan en un esquema Ponzi, la fase en la que los bancos mantienen el auge económico por la vía de tomar de […]

Es evidente que la semana pasada el Buen Dios descubrió que no había tanta gente que hubiera leído la clásica explicación de Hyman Minsky (1) sobre la manera en que los ciclos financieros terminan en un esquema Ponzi, la fase en la que los bancos mantienen el auge económico por la vía de tomar de sus clientes el dinero necesario para pagar los intereses y, así, evitar la bancarrota. De modo, pues, que el Señor envió a Bernie Madoff para que acaparara las noticias por una semana y diera a los medios de comunicación de masas la oportunidad de familiarizar a los lectores de periódicos y a los televidentes con el funcionamiento concreto de los esquemas Ponzi. Lo que el señor Madoff hizo fue, en substancia, lo que el conjunto de la economía ha venido haciendo bajo un heterónimo de camuflaje: «creación de riqueza».

Que los medios de comunicación fueran capaces de esperar hasta el colapso financiero de la pasada semana, antes de proporcionar información útil sobre el funcionamiento de los esquemas Ponzi y su necesidad de crecimiento exponencial, obedece a una razón muy sencilla: es que en Norteamérica las malas noticias financieras no se consideran dignas de comunicación. Pero Europa ha tenido sus propios movimientos especulativos, encabezados por España, país que, no por azar, está experimentando ahora el más gigantesco estallido de burbuja inmobiliaria jamás registrado fuera de las economías postsoviéticas.

El caso más digno de estudio ocurrió hace dos años. El 9 de mayo de 2006, la policía española registró 21 sedes y oficinas de Afinsa Bienes Tangibles S.A., el mayor comerciante de sellos del mundo, y de su competidor, el Fórum Filatélico. Acusó a 11 hombres de haber levantado un esquema piramidal que comprendía a 340.000 inversores, casi el 1% de toda la población española. Representaba uno de los mayores fraudes de la historia de España.

Cuando los inversores se retiran de la formación de capital tangible y entran a comprar sellos postales u otros objetos coleccionables similares, es que la economía está en graves dificultades, o que ha perdido su sentido de las proporciones. A diferencia de la maquinaria y la tecnología, los sellos no producen bienes y servicios reales. Hace mucho que fueron impresos y vendidos por el Estado, y nunca volverán a ser usados para enviar cartas. Sin embargo, los sellos de correos se han mostrado como gran vehículo para la atracción de ahorradores convencidos de que su adquisición puede generar un crecimiento exponencial de ingresos, o más técnicamente, de «ganancias de capital» (si es que podemos estirar el léxico económico lo bastante como para llamar «capital» a una colección filatélica).

Si fuera verdad que el valor nace solamente de la escasez, entonces los sellos de correos, las monedas y las obras maestras de la pintura verían casi automáticamente acrecido el suyo con el transcurso del tiempo. Pero esos trofeos de la riqueza no promueven el incremento de la producción, del consumo o de los niveles de vida. Puesto que los sellos no ganan dinero empleando trabajo para producir bienes y servicios, las ganancias de precio con ellos obtenidas no son ni beneficio ni ganancias de capital, en la acepción clásica de esos términos. Son lo que los economistas llaman «ingreso inesperado».

El esquema del negocio filatélico español parece haber surgido en 2003, el año en que el gobierno conservador español [de José María Aznar] desreguló la garantía pública y los controles gubernamentales sobre los fondos de inversiones no-financieros. El Grupo Afinsa se hizo con el control de dos tercios de una empresa filatélica y de subasta de colecciones de monedas de Nueva Jersey, la Greg Manning, y la fusionó con la empresa española de subastas Auctentia para crear una nueva empresa, Escala, la tercera mayor firma de subastas del mundo (tras Sotheby’s y Christie’s). Escala trasladó sus operaciones a Nueva York y colocó sus acciones en el mercado de valores Nasdaq. A pesar de la tendencia letárgica del mercado de valores, los ingresos de la empresa experimentaron un crecimiento tan acelerado, que en sólo tres años el precio de sus participaciones se disparó de menos de 5 dólares hasta 35 dólares, triplicando su valor sólo en el curso de 2005.

Las compras de Afinsa representaron el 70% de los beneficios de Escala, gracias en buena medida al hecho de que, en su calidad de ser el único suministrador de su casa matriz española, Escala cargaba sus sellos con un 1.150% adicional, desproporcionadamente por encima del habitual 25%. Así pues, Afinsa registraba en sus libros contables por valor de 723 millones de euros sellos que había pagado a 58 millones de euros, diez veces más que los valores de catálogo (que están ya, dicho sea de paso, ficticiamente sobredimensionados, dado que se hacen públicos, primordialmente, para beneficio de los comerciantes de sellos, a fin de dar a entender a sus clientes que están haciendo una buena compra). Pero, como explicó a un periodista del Financial Times el presidente de Fórum Filatélico, Francisco Briones, «era ‘normal’ cargar a los clientes esos precios inflados, porque los servicios ofrecidos… incluían la custodia y conservación de los sellos.»

Afinsa pagó su a sus inversores filatélicos unos intereses anuales de entre el 6 y el 10 por ciento, quitando de en medio al grueso de sus competidores, dado que la burbuja financiera global no dejaba de empujar los intereses a la baja. (La deuda pública española sólo rendía el 3,5%.) Para ganarse confianza, Afinsa dio a sus clientes cheques registrados pagaderos en el futuro por las ganancias prometidas. También prometió volver a comprar los sellos que vendía al precio original. Eso daba una apariencia de liquidez a un mercado filatélico normalmente ilíquido, como los mercados de bellas artes y otros objetos coleccionables, en los que comisiones de un 25% para las casas de subastas son la práctica habitual. Con estas artimañas se convenció a la mayoría para que se limitaran simplemente a invertir el dinero en ulteriores adquisiciones de sellos que la compañía custodiaba en sus oficinas con el manifiesto objetivo de su buena conservación.

El dinero fluyó a raudales, proporcionando a los inversores bursátiles en acciones de Escala rendimientos mucho mayores que los que estaban recibiendo normalmente los clientes que compraban sellos. Como observó un informe de la prensa, ¿por qué comprar sellos y monedas, si puedes invertir en empresas que comercian con ellos? Pero una semana después de las detenciones policiales, los valores bursátiles de Escala se habían desplomado a 4 dólares la acción.

La denuncia llegó poco después de que la empresa aseguradora Lloyd’s, de Londres, se echara para atrás en una póliza de 1,2 mil millones de euros para asegurar los sellos de Afinsa, luego de que uno de los expertos de la aseguradora londinense declarara que, si fuera verdad que se habían invertido realmente 6 mil millones de dólares, se habrían comprado varias veces las existencias de sellos de inversión en todo el mundo. El hecho de que los precios de los sellos no reflejara en modo alguno un monto tan extraordinario de compras significaba que se había obrado de buena fe en muy pocas de las transacciones filatélicas realizadas, y que había habido una enorme sobrefacturación.

Según acabó por descubrirse, el grueso de los sellos de Afinsa carecía de valor de inversión. Lo que explicaba la inexistencia de recibos de las transacciones realizadas con Escala. La policía halló 10 millones de euros en billetes de 500 euros al derribar una pared recientemente levantada en el domicilio madrileño del principal suministrador de Afinsa, Francisco Guijarro. Lo que no se pudo encontrar fue recibo alguno de los sellos pretendidamente adquiridos. Y a pesar de los notoriamente elevados sobrecargos en concepto de conservación y custodia de la colección filatélica, abundaban las falsificaciones, confirmando las sospechas de Lloyd’s. Infiriendo que las facturas enviadas por el señor Guijarro a Afinsa no eran sino una tapadera para una operación de lavado de dinero, la fiscalía procedió a acusar a los miembros de la familia y a los ejecutivos que controlaban Afinsa de malversación, lavado de dinero, evasión fiscal, quiebra fraudulenta, abuso de confianza y falsificación.

Las detenciones trajeron a la memoria un caso más famoso de fraude en los EEUU, un fraude, también relacionado con sellos, perpetrado hace 86 años, en 1920, por Charles Ponzi: el hombre que pasó a la historia por dar nombre a la forma Ponzi de los esquemas financieros piramidales. Se cuenta que llegó a Boston en 1903 con sólo dos dólares y medio en los bolsillos. Sin apenas hablar inglés, se empleó en penosas labores. Despedido como camarero por sisas en la devolución del cambio a los clientes, pasó a Montreal para convertirse en asistente de cajero en un banco para inmigrantes italianos. El banco creció rápidamente por la vía de ofrecer el doble del habitual 3% de intereses en los depósitos de ahorro, pero quebró cuando sus préstamos inmobiliarios empezaron a ir mal. Las tentativas del banco de causar una buena impresión en punto a solvencia parecen haber dado a Ponzi la idea de pagar intereses a partir de los flujos de nuevos depósitos, en vez de con ingresos reales. Mientras los clientes tuvieran la sensación de recibir regularmente los intereses, se mantendrían tranquilos respecto del balance del principal.

Ponzi fue enviado a una cárcel canadiense por falsificación, y luego fue encarcelado en Atlanta por tratar de contrabandear inmigrantes italianos a los EEUU. Tras su puesta en libertad, regresó a Boston y consiguió un puesto de trabajo como vendedor de catálogos de negocios. Un cliente español le envió a vuelta de correo un cupón que habilitaba a su tenedor para comprar sellos en países extranjeros por vía postal, sin necesidad de usar la moneda nacional para comprar un sello.

Los precios para esos cupones eran muy anticuados, habiendo sido fijados en 1907 por la Unión Postal Internacional. La I Guerra Mundial había alterado drásticamente las tasas de cambio de divisas, permitiendo a los compradores pagar una pequeña parte en Gran Bretaña -o aún menos en Alemania, con una divisa depreciada- y obtener unos rendimientos filatélicos que resultaban buenos en los EEUU. El sobrecargo para esas pequeñas órdenes de compra postal era considerable. Con un penique norteamericano podían comprarse sellos extranjeros que podían reconvertirse en 6 centavos de sellos estadounidenses, con un beneficio del 500%. El problema era que se necesitaba un camión de esas órdenes de compra postal para ganar dinero en serio. Una inversión de un millón de dólares implicaba centenares de millones de cupones de un penique, que luego habría que convertir en sellos para vender compitiendo con la Oficina Postal estadounidense, presumiblemente con descuento, sobre todo en los barrios de inmigrantes.

Centrándose en el principio de arbitraje y eludiendo tan procelosos caminos, Ponzi explicó a quien quiso escucharle que él era capaz de conseguir unas ganancias del 400% tras desembolsos. Prometió que los inversores podrían doblar su dinero en 90 días, cargando él mismo con los costes y asumiendo el tiempo de navegación entre Europa y América. Cuando su Compañía de Cambios y Garantías pagó a los primeros inversores los crecidos rendimientos que había prometido, dieron las oportunas voces, y rápidamente se difundió la buena nueva. Los flujos de fondos que iban a las arcas de Ponzi se dispararon de 5.000 dólares en febrero de 1920 a 30.000 dólares en marzo y a 54.000 dólares en mayo. En julio, se estima que ingresaba ya no menos de 250.000 dólares diarios, procedentes casi todos de pequeños inversores que tendían más a dejar en ulterior depósito las ganancias que a retirar su dinero. Algunos llegaron a poner en el plan los ahorros de toda su vida, e incluso préstamos tomados a bancos poniendo su propia vivienda como colateral.

Ponzi se gastó la mayor parte del dinero: se compró una mansión y se trajo de Italia a su madre. El periodista financiero Clarence Barron (editor del Barron’s) observó que si Ponzi hubiera realmente invertido el dinero tal y como aseguraba a sus inversores, tendría que haber comprado 160 millones de cupones postales. Pero la oficina de correos informó de que muy pocos de éstos habían ingresado a o salido de los EEUU, en dónde sólo circulaban unos 27.000.

Los agentes federales registraron las oficinas de Ponzi en agosto, y no hallaron el menor comprobante de cupones postales, exactamente igual que la policía española no halló el menor rastro de sellos de inversión en la reviviscencia madrileña del esquema en 2006. Ponzi volvió a ser condenado a prisión, pero salió con fianza y trató de hacer un poco de dinero rápido vendiendo bienes raíces en Florida. Pronto volvió a ser detenido, y fue deportado de regreso a Italia en 1934.

Lo que Ponzi vendía era esperanza, fiado al irrealista deseo de tanta gente necesitada de creer en el descubrimiento de un nuevo método de realizar ganancias fáciles y de indefinida perdurabilidad, capaces de rebasar por mucho la tasa de crecimiento de la economía. Con esta vara se puede medir lo difícil que resulta conseguir rendimientos en el mundo de hoy (y lo fácil que resulta excitar esperanzas): mientras Ponzi prometió doblar el dinero de sus inversores cada tres meses, el esquema filatélico español daba sólo rendimientos de entre un 6 y un 10 por ciento anual. Ninguno de los dos fraudes realizaba ganancias o beneficios comerciales, sino que se limitaba a pagar a los inversores con el dinero procedente de los jugadores recién llegados. Los nuevos flujos se consideraban ingresos. Así funcionan los esquemas piramidales.

Es casi como si los operadores españoles hubieran leído alguna de las biografías de Ponzi que comenzaron a aparecer en los últimos tiempos, cuando los observadores de la vida económica se percataron de los comunes denominadores entre la burbuja financiera de los 90 y las burbujas anteriores. Esas burbujas ofrecen un contraste clásico entre la riqueza real de las naciones y lo que el periodismo económico actual llama «creación de riqueza», que simplemente cobra la forma de un incremento de los precios de los activos: «ganancias de capital», el grueso de las cuales son ganancias derivadas de precios inmobiliarios.

Sin duda, si tal hubiera realmente ocurrido, los coleccionistas filatélicos habrían visto la puja al alza por los precios de los sellos como creación de riqueza. Pero todo lo que se habría conseguido por esa vía es hinchar el precio de los sellos antiguos, análogamente al proceso desencadenado por un número creciente de milmillonarios en todo el mundo, que pujan al alza por los precios de obras maestras del arte plástico moderno, de objetos de diseño y de casas en primera línea de costa. Si todos los ahorros de la economía fueran a parar a los Rembrandts y a los Picassos, su precio, huelga decirlo, se dispararía; análogamente, colocar 6 mil millones de dólares en el mundo de la filatelia habría disparado el nivel de base de los precios de los sellos.

La afluencia de fondos hacia cualquier categoría de activos empuja al alza los precios de éstos. Esa es una verdad que vale, sobre todo, para la tierra y el suelo, una de las necesidades económicas más universales y, a la par, una de las medidas también más universales del consumo de ostentación. Pero ¿»crea» eso realmente «riqueza»? ¿Reflejan los precios de mercado los valores de uso, los niveles de vida y el progreso de la civilización?

El requisito necesario para esas ganancias de precios es, desde luego, la escasez, pero no una escasez dimanante de que un número de bienes insuficiente dificulte el que un gran volumen de compradores llegue a constituir un mercado. Si la clave es la utilidad psicológica, la «escasez» sólo tiene valor en tanto que acicate de una compra compulsiva: como adicción a la riqueza. Significa tener aquello de lo que otros carecen, con connotaciones de exclusión denegativa. El grueso del dinero en busca de mera escasez no va a parar los trofeos de los nuevos ricos, sino al recurso escaso más abundante, pero también más universal, del mundo: a la tierra. La naturaleza no está fabricando más suelo. Sin embargo, todos y cada uno de nosotros necesitamos suelo para vivir en él, lo que lo convierte en el objeto por excelencia del ahorro personal y empresarial. Incluso en las actuales economías postindustriales, las riquezas de la tierra y de su subsuelo representan el mayor componente de los balances contables de las naciones.

Pero, puesto que la tierra no puede manufacturarse, los ahorros no pueden incrementar el suministro de la misma mediante una inversión activa. Lo que plantea a los economistas un problema traumático. Las estadísticas del ingreso nacional computan todo dinero gastado no consumido como ahorro. Siguiendo a John Maynard Keynes, definen el ahorro como una magnitud igual a la inversión. Eso siembra las semillas de la confusión respecto de la naturaleza y las premisas del crecimiento económico. ¿Podemos hablar realmente de «creación de riqueza» cuando la sociedad procede a derivar sus ahorros meramente hacia la especulación, en vez de hacia la construcción de capacidades productivas o niveles de vida?

Los economistas clásicos vacilaron a la hora de tratar la tierra como un factor productivo o como un derecho legal de propiedad que permite extraer rentas de un emplazamiento dado y cargar un gravamen de acceso parecido a un impuesto de usuario. Un factor de producción contribuye a la producción y al ingreso, cuando se invierte más ingreso en él; una propiedad generadora de renta, en cambio, reduce el flujo de ingresos de la economía. En este último caso, el suelo es parte del sistema institucional de propiedad, no un sector productivo, tecnológicamente fundado, de la economía.

Lo que está fuera de disputa es que los bienes raíces constituyen un asunto de todo punto político a escala local. El desarrollo urbano tiende a quedar conformado por negociaciones internas y gasto en infraestructura -para aumentar los precios de la propiedad local-, y cabildeos destinados a lograr gravámenes fiscales más bajos. Es axiomático que, cuanto más poderosa económicamente se hace una fuente de riqueza, tanto mayor es su poder político para cabildear a favor de ventajas fiscales especiales. A escala nacional, el sector inmobiliario usa parte de sus rentas para sostener a políticos que le ofrezcan un más amplio margen de favoritismo fiscal.

En la esfera financiera, todas las burbujas han sido inducidas por los gobiernos. Las burbujas precisa de la oportuna orquestación por parte de los formadores de opinión, así como del aval de funcionarios públicos que les den una pátina de confianza. La «locura de las muchedumbres» es un eufemismo concebido para desviar culpas, de los gobiernos al común de las gentes. En los EEUU, Alan Greenspan desempeñó un papel de maestro público de burbujas similar al desempañado por Walpole en la Inglaterra de la burbuja de los Mares del Sur, o al desempeñado por John Law en la burbuja francesa del Misisipi hace cerca de tres siglos, en la segunda década del siglo XVIII.

Los actuales libros de balances contables confunden riqueza de burbuja con formación de capital real. Por «inversión» se entiende ahora cualquier cosa que los contables declaren tal. Lo mismo ocurre con los activos y con los valores de deuda, dada la actual tendencia a la ficción financiera. La actual práctica de referir los valores de los activos a mercados de futuro, más que a valores contablemente fijados [la práctica del marking to market; T.] permite a los contables la proyección de hipotéticas ganancias a tasas astronómicas de interés, o proceder con trivialización por la vía del descuento, aplicando funciones puramente matemáticas que han perdido ya de antemano cualquier conexión con tasas realistas de crecimiento. Resultado: el sector financiero ha terminado por desacoplarse de la economía «real».

La tragedia de nuestra época es que el ahorro, hoy, se extravía por caminos completamente ajenos a la formación de capital real, caminos cuya única aportación a la economía son deudas y gastos de propiedad.

Supóngase que Ponzi hubiera llegado a comprar los pedidos postales internacionales y que las empresas filatélicas españolas hubieran invertido realmente 6 mil millones de dólares en sellos y monedas raros, inflando así su precio para crear ganancias de papel para los inversores. ¿A quién los venderían para poder realizar sus ganancias? (Se trata del proverbial problema «de encontrar constantemente a otro todavía más insensato» para colocarle el producto.) O más precisamente aún: ¿qué efectos positivos habría tenido el efecto económico general de tal inflación de precios de los activos?

Las recientes burbujas de los mercados de valores y del mercado inmobiliario se parecen mucho a esquemas piramidales, porque lo que empuja al alza los precios de las acciones y de la propiedad inmobiliaria es el ingreso de enormes flujos de dinero fresco procedente de los planes de pensiones, de los fondos mutuos (para participaciones) y del crédito bancario (para bienes raíces). Los jugadores con capital riesgo «sacan en efectivo», a la par que los grandes ejecutivos de las corporaciones empresariales ejercen sus opciones de acciones.

Supóngase que las empresas dedicadas al empaquetamiento hipotecario fueran honradas en sus estimaciones de las actuales tendencias de precios. Aun así, la burbuja inmobiliaria no dejaría de ser especulativa y postindustrial. Se puede descubrir la analogía cuando los ejecutivos financieros hacen suyas las políticas de los gobiernos que estimulan la inflación de los precios de las acciones y obligaciones, sellos y monedas, Rembrandts y arte moderno, afirmando que eso crea riqueza y, así, por definición, empuja al alza los niveles de vida y eleva igualmente la cultura.

¿En qué anda errada esa opinión? Para principiantes: yerra porque no consigue definir el valor como algo diferente del precio, las ganancias inesperadas y las ganancias de capital como coas distintas del ingreso productivamente ganado. También pasa por alto el hecho de que los precios de mercado suben y bajan, pero las deudas siguen en su sitio. Y cuando las deudas no pueden ser satisfechas, se esfuman los ahorros.

El 9 de mayo de 2006, el precio de las participaciones de la empresa Escala cayó a la mitad, cuando se difundió la noticia de los registros policiales. El viernes, sus acciones habían perdido casi el 90% de su valor. El lunes se dispararon un 50%, de 4,34 dólares pasaron a acercarse el martes a los 9,45 dólares por acción. Los fondos hedge estaban ganando y perdiendo dinero a manos llenas, dejando cortas las ganancias y pérdidas del comercio filatélico. Lo que estaba en marcha era un verdadero mercado del crimen, del castigo y de la impunidad.

¿Qué tiene eso que ver con una genuina formación de capital? Los individuos se hacen ricos al tiempo que la economía se polariza entre acreedores y deudores, poseedores de propiedad y pagadores de rentas. La inversión improductiva se da, cuando cobra la forma de ganancias de «capital» inesperadas, y cuando entraña el endeudamiento para adquirir bienes raíces, acciones, obligaciones u objetos «de colección». El crédito improductivo se da, cuando los bancos comerciales conceden préstamos que sirven meramente para financiar la adquisición de propiedades, empresas o títulos financieros ya existentes.

Hace dos siglos, los seguidores franceses del Conde Henry de Saint Simon esbozaron un sistema industrial que tenía que basarse primordialmente en la financiación de acciones y participaciones, no en la financiación de la deuda (obligaciones y préstamos bancarios). Su idea era hacer de la banca industrial una especie de fondo de mutualidades, de modo que los derechos de cobro (y por consiguiente, el valor de los ahorros) crecieran o disminuyeran reflejando la capacidad de ingreso de la economía. La banca industrial que se desarrolló vigorosamente en Alemania y en la Europa central difería mucho del cortoplacista estilo angloamericano de préstamo hipotecario y comercio crediticio basado en el colateral de la deuda. Pero desde la I Guerra Mundial las prácticas financieras han sido más extractivas que productivas.

Consecuencia de lo cual ha sido que las deudas que gravitan sobre el conjunto de la economía han crecido más rápidamente que la capacidad para satisfacerlas. En vez de reducir esos gastos de deuda labrándose un camino para salir de ésta, las economías lo que han tratado repetidamente es de inflar burbujas que les sacaran de la deuda por elevación. Sin embargo, este modo de inflación no es el consabido incremento de los precios de consumo, y mucho menos el de la inflación salarial. De lo que se trata es más bien de la inflación de precios de los activos, una inflación generada por mucho desde los EEUU. Desde que el patrón oro dio paso al patrón del dólar-papel en 1971, la norteamericana se convirtió en la sola economía capaz de crear crédito -y deuda externa- sin restricciones. Resultado: un crecimiento sin precedentes de la deuda en relación con el ingreso, la producción y los salarios. Una «polución de deuda» que puede perfectamente parangonarse con la polución medioambiental.

Hemos entrado en una era en la que los mercados financieros se parecen asombrosamente a los fondos filatélicos de compra de sellos. Los gobiernos han substituido el crecimiento industrial por una creación puramente financiera de riqueza en forma de burbujas inmobiliarias y bursátiles. Eso ha puesto cabeza abajo al universo económico: es, literalmente, la inversión de lo que los escritores clásicos esperaban como resultado del progreso tecnológico desencadenado por la Revolución Industrial y el paralelo de ésta en las revoluciones agrícola, comercial y financiera. La propiedad y el crédito se han convertido en costes, en vez de ser beneficios; son ahora formas institucionales del gasto en extracción de renta e interés, no insumos auxiliares.

Michael Hudson

Traducción para

www.sinpermiso.info: Ricardo Timón es ex economista de Wall Street especializado en balanza de pagos y bienes inmobiliarios en el Chase Manhattan Bank (ahora JPMorgan Chase & Co.), Arthur Anderson y después en el Hudson Institute. En 1990 colaboró en el establecimiento del primer fondo soberano de deuda del mundo para Scudder Stevens & Clark. El Dr. Hudson fue asesor económico en jefe de Dennis Kucinich en la reciente campaña primaria presidencial demócrata y ha asesorado a los gobiernos de los EEUU, Canadá, México y Letonia, así como al Instituto de Naciones Unidas para la Formación y la Investigación. Distinguido profesor investigador en la Universidad de Missouri de la ciudad de Kansas, es autor de numerosos libros, entre ellos Super Imperialism: The Economic Strategy of American Empire.