Así, como si se tratara de una catástrofe de esas que llaman naturales que arrasan cuando menos te lo esperas, toda esa estructura imperialista que se esconde tras el nombre de Naciones Unidas se muestra ante los medios como repentinamente arrollada por un insospechado tsunami, una crisis alimentaria mundial, a la que, altruistamente y como […]
Así, como si se tratara de una catástrofe de esas que llaman naturales que arrasan cuando menos te lo esperas, toda esa estructura imperialista que se esconde tras el nombre de Naciones Unidas se muestra ante los medios como repentinamente arrollada por un insospechado tsunami, una crisis alimentaria mundial, a la que, altruistamente y como organización civilizada que es, se ve en la necesidad de responder… ¡Los pobres nos tienen ya tan acostumbrados a tenerles que echar una mano con sus imparables desgracias!
El que el precio del trigo se haya doblado en dos años y el del arroz, el alimento de primera necesidad de 3.000 millones de personas, haya aumentado un 70% en estos primeros meses de 2008, es, al parecer, una disfunción coyuntural que se puede semiatajar con ayudas puntuales, como la de Zapatero, «Quijote» donde los haya, que ha tirado de «chequera» («Público» dixit) en la cumbre de la FAO celebrada en Roma, y ha prometido destinar 500 millones de euros hasta 2012 para «combatir el hambre en el mundo». Por hacernos una idea de la generosidad torera del presidente español digamos que harían falta 20.000 millones de euros al año para tal fin y que, de todos modos, ni el dinero urgente (que no vale sino para destruir los últimos bastiones de pequeños productores) ni una FAO a las órdenes del BM, el FMI y la OMC van a arreglar el drama y poner fin a las causas estructurales que están en el origen de la crisis.
Al parecer, la protección y subsidios dados durante los últimos decenios por el FMI, el BM, la OMC, el BID (Banco Interamericano de Desarrollo) y estados varios, incluido el español, a determinadas corporaciones multinacionales y a ciertas políticas agrícolas de «ajuste estructural», de reconversión de tierras en monocultivos, de privatización de las empresas estatales más rentables, de implantación de los agrocarburantes a gran escala y de sustitución de la agricultura autosuficiente por la de exportación, no están en la raíz del hambre, la malnutrición y la muerte por inanición a la que se enfrentan cientos de millones de personas en pleno siglo XXI y en una situación de clara expansión de la producción. O, al menos, eso es lo que parecen querer hacernos creer, vista la decisión de mantener las políticas de dependencia Sur-Norte y de seguir apoyando a los gigantes de la agroalimentación.
Al parecer, la urgencia mostrada por Olivier de Schutter, el nuevo relator para la alimentación de la ONU, para realizar una reunión especial sobre la inseguridad alimentaria mundial sólo tiene que ver con el «humanitarismo» tan propio de la institución, y no tiene relación alguna con la imperiosa necesidad del sistema de torpedear el escenario que ya se está dibujando de multiplicación de los motines de hambre, viva imagen de la crisis estructural de un capitalismo mortífero que sólo se combate con lucha popular y organizada. Son ya millones los que se han rebelado contra la carestía y la inseguridad alimentaria en casi cincuenta países y que han obligado a esos sus gobiernos que tan diligentemente habían aplicado las recetas de las jefaturas multinacionales que controlan la ONU a tomar una serie de medidas contrarias a la sacrosanta «libertad de comercio»: reducir o suspender las exportaciones de trigo, arroz o soja; controlar a los especuladores… Las tensiones sociales aumentan incluso en estados con alto índice de crecimiento como China o India. Hasta en los países imperialistas occidentales, la escalada de los precios, unida al estancamiento salarial y al aumento del coste de las hipotecas y de los desahucios, presiona a los gobiernos a tomar medidas urgentes…
Las explicaciones de las autoridades responsables y sus expertos ante esta gravísima catástrofe son insuficientes, parciales, interesadas o simple y llanamente absurdas. Y es que lo último que van a reconocer es que, como escribe J. Petras en «The Structural Roots of Hunger, Food Crises and Riots», las raíces del problema están incrustadas en las estructuras profundas de la economía capitalista: es la configuración monopólica que opera tanto en el sector de los carburantes como en el de la alimentación la que impulsa su encarecimiento.
Según si la autoridad o el experto que expresa la opinión es conservador o «progresista» culpará más a un factor que a otro para explicar que millones se mueran de hambre mientras los stocks están rebosantes y se especula con el grano de años futuros, como hacían aquellos jauntxos contra los que nos rebelamos en Euskal Herria en matxinadas como la de 1766. Así, los de derechas se meterán más con los chinos (con los indios y los brasileños también, pero menos) porque, al aumentar su nivel de vida, les ha dado por comer carne y, claro, gastan mucho maíz y soja para alimentar a esos pollos, patos y cerditos a los que antes no tenían acceso. Es un asunto de oferta y demanda. Argumento conservador por excelencia son también el del excedente demográfico (demasiadas bocas que alimentar), la desertización o el cambio climático. Los «progresistas», por su parte, apuntan más a culpar del desastre al desvío de parte de la producción alimentaria (maíz, colza, trigo, girasol) para producir agrocarburantes. También achacan el fuerte incremento de precios al hecho de que, tras la caída de los «subprime», los inversores hayan decidido especular abiertamente con el hambre mundial, es decir, practicar el terrorismo especulativo. De hecho, hay bancos y consejeros financieros que recomiendan invertir de modo masivo en artículos de consumo y «aprovecharse del alza imparable en el precio de los alimentos», calificando de «oportunidad inmejorable» la «penuria de agua y de tierras agrícolas explotables». Y es que, como cínicamente afirman, por mucho que se agrave la crisis y que aumenten los precios, la gente va a seguir teniendo que comer.
El asunto no es que esos y otros elementos no intervengan en la carestía e inseguridad alimentarias actuales. El asunto es que todos ellos están directamente causados por las políticas impuestas por el sistema imperialista.
Nos dicen que la libre competencia y la apertura de mercados conducen a la eficacia y al descenso de los precios, cuando en el caso que nos ocupa conducen a la sobreproduccion, la inflación y la crisis. Nos ocultan que la expansión de los agrocombustibles se explica por el apoyo que le brindan las potencias económicas (España incluida) mediante políticas públicas, subvenciones y medidas legislativas. Mientras algunas autoridades como Olivier de Schutter hacen como que hacen algo pidiendo regular o gravar la especulación y los mercados de futuros de «commodities» o materias primas que, calculan, es la causante de un aumento de los precios del 35%, bancos, consejeros e instituciones públicas siguen ofertando dichos artículos básicos de consumo como excelente producto financiero, entre otros para los fondos de pensiones, a las que les han metido ya una burbuja tras otra: la informática, la inmobiliaria, ahora la de «futuros» de productos básicos…
Cuando la recién terminada Cumbre de Alto Nivel sobre Seguridad Alimentaria sigue defendiendo las recetas neoliberales y la apertura de los mercados del Sur como modo de detener la escalada de precios, la realidad demuestra que, en la base de esa carestía y esa escasez, está la monopolización en pocas manos del proceso completo de producción, compra, distribución y venta de los alimentos: desde las grandes compañías de semillas y fertilizantes o los gigantes del agribusiness y los alimentos genéticamente modificados hasta quienes monopolizan la compra, transformación, distribución y venta de esos productos; desde Monsanto y Cargill hasta Nestlé, Wal-Mart, Carrefour o Aldidis (la central de compras europea en la que participa Eroski)… Como muy bien analiza Henri Houben en «Les coûts de la grande distribution» esas multinacionales han visto multiplicar sus beneficios y sus propietarios se sitúan entre los más ricos del planeta gracias precisamente al cada vez mayor desfase entre salarios y precios, entre lo que los trabajadores cobramos por producir y pagamos por sobrevivir, es decir, gracias a la pauperización estructural de la gran mayoría de la población. Por algo nos anuncian que los precios van a seguir subiendo inevitablemente, imparablemente, durante los próximos años… El capitalismo se sigue concentrando y necesita robar aún más, aunque sea a costa de (o gracias a) el genocidio de poblaciones enteras. Los pobres no explotables, cuando son demasiados, sobran… y muchos del primer mundo, también.
En el libro «El Imperio de la vergüenza», ya en 2005, desarrollaba el tema del hambre y el capitalismo depredador el ex relator especial de la ONU Jean Ziegler, a quien, por cierto, tuvimos ocasión de conocer durante aquel solidario, luchador, internacionalista y emocionante «Gernika 1937-1987», organizado por la izquierda abertzale cuando las fuerzas de la reacción no habían conseguido todavía siervos con «ética» suficiente como para apoyar su ilegalización.
Crimen contra la humanidad, terrorismo imperialista… vayamos poniendo nombre, teoría y práctica a la destructiva explotación de unos pocos (vascos incluidos) sobre todos los demás.