Yo espero que viva, pero también que caiga, y rápido. Que no lo derrote un virus, sino lo que aún quede del sistema inmunológico de la democracia brasileña. Que no se demore, porque cada día se cuenta en miles de cadáveres.
El coronavirus tiene Bolsonaro, o al menos eso dice. Bolsonaro, no el coronavirus. Pero el psicópata miente todo el tiempo, sin descanso, sobre absolutamente todo, así que quién sabe. En cualquier país, si el presidente anuncia una noticia tan grave, a nadie se le ocurriría pensar que la inventó pero, tratándose de esa dimensión paralela llamada Brasil, fue lo primero que pensamos todos. En marzo, cuando volvió de un viaje a Estados Unidos y más de veinte personas de su comitiva dieron positivo, el presidente dijo que se había hecho el test y estaba sano, pero se negó a mostrar los resultados. Cuando la justicia lo obligó, entregó unos análisis hechos a nombre de otras personas. Dijo que, por una cuestión de seguridad, no había usado el suyo, y a medio país le quedó la duda.
No era para menos. Mientras podía estar infectado, había participado de actos callejeros a favor de un golpe militar en los que tocó a cientos de personas, como si nada, mientras a su alrededor flameaban banderas de grupos neonazis y carteles pidiendo una nueva dictadura. Por eso, tal vez quisiera ocultar pruebas de una irresponsabilidad que tal vez haya causado uno de los primeros brotes de la pandemia en el país, entonces con menos de cien muertos. Ahora son 70.000, según los poco creíbles datos oficiales.
Mentir, para el presidente brasileño, es como respirar para el resto de nosotros. Sin sus mentiras y las de su examigo Sérgio Moro, no tendría carrera política, ni sería presidente, ni podría desgobernar como lo hace. Todo el sistema de poder que construyó está basado en el engaño, la farsa, la fake news repetida mil veces, la negación de los hechos, de la ciencia, de la historia. Bolsonaro miente, miente, miente, como enseñaba Joseph Goebbels, a quien su exsecretario de Cultura Roberto Alvim le plagió un discurso. Miente como método, como política de Estado, como juego, como forma de vida.
Bolsonaro contó que el sábado ya tenía fiebre, pero no dejó de viajar, de andar por ahí sin máscara y dándole la mano a cientos de personas
Bolsonaro dijo este 7 de julio que el coronavirus estaba infectado de él y se sacó la máscara frente a los periodistas. Antes, había dicho que usarla era “cosa de maricones”. ¿Deberían los colegas que lo entrevistaron temer que el psicópata los haya contagiado? ¿O deberían tomarlo como parte del circo, confiados en que su infección sea más falsa que la honestidad del juez que encarceló a Lula y después fue ministro? El sindicato de periodistas, por las dudas, pidió que no los manden más al Palacio de la Alvorada. Algunos diarios ya habían suspendido su cobertura en el lugar, cansados de las agresiones e insultos que sufrían diariamente sus reporteros.
Bolsonaro contó que el sábado ya tenía fiebre, pero no canceló su agenda, ni dejó de viajar, de andar por ahí sin máscara y dándole la mano a cientos de personas cuando ya sabía, según él mismo, que podía estar infectado. Ese mismo día, supuestamente con fiebre, estuvo en Santa Catarina, reunió a sus fans en la calle, hizo selfies, provocó aglomeraciones, se encontró con la vicegobernadora y violó todas las normas de distanciamiento social que deben cumplir quienes no están infectados. Si creía que podía estarlo, debería haberse aislado de forma preventiva, pero el presidente brasileño es un niño malcriado que hace lo que quiere y después se justifica con insultos y mentiras.
Dijo Bolsonaro que no le preocupaba contagiar a nadie porque está tomando hidroxicloroquina desde los primeros síntomas. Lo dijo como si su píldora mágica evitara que una persona infectada contagie a otras, otra más de sus declaraciones irresponsables, que llevan a muchos brasileños a arriesgar su vida. Dijo, también, que la droga ya había empezado a hacerle efecto y se sentía bien. Un efecto que los estudios científicos han comprobado que no tiene. Es decir, otra mentira. Grabó un video tomando un comprimido blanco con un vaso de agua, en su papel de “garoto-propaganda” del falso remedio. Aunque quién sabe, igual lo que tomó era un antigripal –para la gripecita.
Bolsonaro dice que el coronavirus está enfermo de él y es lógico temer que sea otra de sus mentiras. Que, en unos días, reaparezca milagrosamente curado gracias a la hidroxicloroquina y la protección de Jesucristo, interpretando el papel de “mito” que aman los fanáticos de su secta, mezcla de macho alfa y falso mesías resucitado. Mientras tanto, conseguiría posar un rato de víctima y desviar la atención de la prisión de Fabrício Queiroz –nexo de su familia con las bandas de asesinos de la zona oeste de Río de Janeiro–, la declaración de su hijo Flávio ante la fiscalía por corrupción, la causa judicial de las fake news, la citación de la Policía Federal para que él mismo declare, los encarcelamientos de varios miembros de su banda por diferentes crímenes, el récord de muertes por la pandemia, los escándalos de sus tres ministros de Educación del último mes –el que escapó del país con pasaporte diplomático para no ir preso, el que renunció antes de asumir porque sus títulos universitarios eran falsos y el que terminó vetado por el astrólogo presidencial por no ser lo suficientemente lunático– y su ministerio vacío de Salud, sin ministro hace casi dos meses en plena pandemia. Mejor hablemos de que me contagié pero me curé porque soy un atleta y no hay virus que pueda conmigo. Aunque los videos del atleta Bolsonaro tratando de hacer flexiones sean muy graciosos.
En poco más de un año y medio de desgobierno, Bolsonaro mató más gente que varias dictaduras que duraron décadas
Pero, además de dudar de sus palabras, como pasó a ser lógico en un país gobernado por un mentiroso patológico y sinvergüenza, muchos brasileños se cuestionan si, en caso de que su infección sea real, es correcto desear que Bolsonaro se muera de una vez y deje de hacer tanto daño, de matar a tanta gente. En marzo, escribí para CTXT que este psicópata podría llevar a miles de brasileños a la muerte y había que sacarlo del poder para salvar vidas. Con apenas 77 fallecidos, muchos pueden haber creído que entonces exageraba, pero ahora esa cifra, con tres ceros agregados, se queda corta: los números reales ya deben superar los cien mil muertos. En poco más de un año y medio de desgobierno, Bolsonaro mató más gente que varias dictaduras que duraron décadas.
Desde que aparecieron los primeros casos de covid-19 en Brasil, su presidente ha dedicado todas sus energías, día y noche, a tratar de que mueran más y más personas. Está claro que lo hace a propósito, porque esas muertes forman parte de su programa de gobierno. Boicoteó todas las medidas tomadas por el Congreso, los gobernadores y los alcaldes para combatir la pandemia. Negó en cada declaración pública la gravedad de la situación y usó su aparato de propaganda ilegal para convencer a una parte de los brasileños de que el coronavirus no existe; que es un invento comunista, una conspiración china, de Soros, de Bill Gates, o bien que existe pero no es tan peligroso “como dicen los medios manejados por los comunistas”. Se opuso a la cuarentena y a todas las medidas de distanciamiento social. Dio ‘ejemplo’ saliendo cada día a la calle, saludando y abrazando gente sin máscara, mientras promovía peligrosas manifestaciones callejeras, amagaba con un golpe de Estado, atacaba a los gobernadores, intimidaba a la prensa y, a través de la boca sin control de esfínteres de su exministro de Educación, amenazaba a los jueces del Tribunal Supremo Tribunal con mandarlos a la cárcel. Dijo que quedarse en casa era de cobardes, que usar máscara era de maricones, y defendió la reapertura del comercio, las iglesias y hasta el fútbol con público en los estadios. Tomó medidas irresponsables que la justicia tuvo que revocar. Hizo propaganda de la cloroquina cuando el resto del mundo ya sabía que no sirve para nada, prometiendo una cura milagrosa que no existe. Se burló de los muertos y atacó a todos los que trataron de salvar vidas. Su última medida criminal, días atrás, fue vetar una ley que establecía el uso obligatorio de máscaras en las mismas condiciones adoptadas por la mayoría de los países.
Jair Bolsonaro fue aquel diputado que dijo sobre la expresidenta Dilma Rousseff que ojalá muriera ‘de cáncer o infartada’
Frente a todo eso, ¿es legítimo desear que la muerte saque a este psicópata del poder, ya que las instituciones democráticas han sido incapaces de hacerlo? ¿Es legítimo, en una situación tan inédita, tan aterradora como la que vive este país con 210 millones de habitantes amenazados, decir que las decenas de miles de vidas que podrían salvarse valen más que el dolor de sus allegados si el genocida deja de respirar?
Luego del anuncio presidencial del martes, el diario Folha de São Paulo, uno de los más importantes del país, publicó una respuesta de su columnista Hélio Schwartsman a esas preguntas, que tantos compatriotas se hacen a estas horas: “Jair Bolsonaro está con covid19. Deseo que el cuadro se agrave y muera. Nada personal”. Defendiendo una ética “consecuencialista”, la columna plantea que la muerte de Jair Bolsonaro significaría que Brasil ya no tenga un gobernante que minimiza la pandemia y sabotea las medidas para combatirla, lo que salvaría muchas vidas en el país. Afirma, también, que el fallecimiento por covid-19 del más destacado líder mundial que niega la gravedad de la pandemia sería un cautionary tale de alcance global que haría más difícil que otros gobernantes irresponsables imiten sus discursos y actitudes, salvando vidas en todo el mundo, no sólo en Brasil. “Bolsonaro prestaría, muerto, el servicio que fue incapaz de ofrecer en vida”, concluye Schwartsman.
Hablo a diario con políticos y periodistas brasileños y sé que muchos piensan igual, aunque no se animen a decirlo en público. Tras la publicación de la columna, el ministro de Justicia, André Mendonça, amenazó a Hélio con llevarlo a la cárcel usando la Ley de Seguridad Nacional de la última dictadura militar, como en la Venezuela de la que tanto hablan y a la que tanto se parecen. Pero, más allá de las amenazas del régimen contra la libertad de prensa –semanas atrás, usando la misma ley, amenazaron con encarcelar a un humorista gráfico por un dibujo que molestó al psicópata–, lo cierto es que el columnista de Folha dejó en evidencia la profundidad del pozo de mierda en el que el fascismo ha hundido a este país que alguna vez fue un modelo a seguir para las democracias de la región, cuando Lula le ganaba la guerra al hambre y era admirado en el mundo. La situación es tan desesperante, absurda e insólita que el presidente dice que está enfermo y no solo no le creen, sino que uno de los diarios más tradicionales del país publica una columna en la que, con argumentos serios, le desea la muerte.
Que Bolsonaro dejara de respirar salvaría miles, tal vez decenas de miles de vidas en los próximos meses
Para analizar lo escrito por Schwartsman, limpiemos primero el terreno de indignaciones hipócritas o desmemoriadas. Jair Bolsonaro, antes de llegar al poder, fue aquel diputado que dijo sobre la expresidenta Dilma Rousseff que ojalá muriera “de cáncer o infartada”. Lo del cáncer no era broma: Dilma había tenido uno. En la sesión del Congreso que la destituyó a través de un golpe parlamentario, dedicó su voto “a la memoria del coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, el terror de Dilma Rousseff”, homenajeando a la bestia que la torturó cuando era una adolescente y presa política de la dictadura. Décadas atrás, Bolsonaro dijo que le gustaría ejecutar al también expresidente Fernando Henrique Cardoso y, en la campaña presidencial de 2018, amenazó repetidas veces con “fusilar” a dirigentes y militantes del PT si llegaba al gobierno. En la puerta de su despacho del Congreso, tenía un cartel que decía que los familiares de desaparecidos eran como perros, porque buscan huesos. En televisión, dijo que tener un hijo gay “es por falta de golpes” y que preferiría que su hijo muera en un accidente a enterarse de que es homosexual. Dijo que para salvar a Brasil había que matar a 30.000 personas, haciendo “el trabajo” que la dictadura no hizo. Dijo sobre la muerte del periodista Vladimir Herzog, asesinado por los militares, que “suicidios acontecen”. Y así podría recordar decenas de ejemplos de Bolsonaro deseándole la muerte a sus adversarios, amenazando él mismo con matarlos o riéndose del luto de sus familias. Llegó a burlarse de la muerte del nieto de Lula, de apenas siete años. Ahora, durante la pandemia, fue del “No soy sepulturero” al “¿Y qué?” mientras el país se llenaba de cadáveres.
Ese hombre perverso y desalmado, cuyas ideas y pulsiones son herederas del viejo nazismo de su admirado Adolf Hitler y de las mesas de tortura de las dictaduras latinoamericanas, es hoy presidente del país que se ha transformado en epicentro mundial de la pandemia gracias a sus políticas de muerte. Cada día que Bolsonaro continúa siendo presidente, más de mil seres humanos terminan en un cajón por su culpa. Que Bolsonaro dejara de respirar salvaría miles, tal vez decenas de miles de vidas en los próximos meses y eso me parece lo más importante en este momento. Schwartsman tiene razón en lo que dijo y no me da miedo escribirlo. Si su infección por covid-19 y sus pastillas de hidroxicloroquina no son otra mentira y realmente está enfermo y lo suficientemente loco como para tratarse con un falso remedio, no estaría mal que Bolsonaro se muera. Yo lo celebraría, porque el mundo sería un lugar mejor sin su asquerosa presencia.
Sin embargo, si pudiera elegir, prefiero otro fin para esta pesadilla. Porque la muerte de Bolsonaro también serviría a sus hijos y a la banda de lunáticos y asesinos que los rodean para transformarlo en un mártir y construir una narrativa conspiranoica por la que no me sorprendería que, en algunas semanas, estemos discutiendo si es verdad que al presidente brasileño lo infectó un agente del “comunismo” mandado por Lula y financiado por los chinos con la complicidad del diario O Globo. La locura continuaría.
Por eso, yo espero que viva, pero también que caiga, y que sea rápido. Que no lo derrote un virus, sino lo que aún quede del sistema inmunológico de la democracia brasileña. Que no se demore, porque cada día se cuenta en miles de cadáveres.
Espero que lo saquen del poder con la mayor urgencia, recurriendo a los dispositivos que la constitución prevé para estos casos, y que viva lo suficiente para ser juzgado por el Tribunal Penal Internacional por sus crímenes contra la humanidad. Espero que pase las próximas décadas en la cárcel, así como sus cómplices, y que envejezca viendo cómo todo el daño que hizo en tan poco tiempo sale a la luz para que las próximas generaciones lo recuerden, como al nazismo y al fascismo del siglo XX, para que nunca más permitamos que esto vuelva a suceder.
Bruno Bimbi es periodista, narrador y doctor en Estudios del Lenguaje (PUC-Rio). Vivió durante diez años en Brasil, donde fue corresponsal para la televisión argentina. Ha escrito los libros Matrimonio igualitario y El fin del armario.