Kevin Smith es uno de esos directores que marcó la desorientación de nuestra adolescencia e hizo creer al mundo que detrás de esas turbas de jóvenes que deambulaban sin objetivo por los centros comerciales de los suburbios acomodados de las capitales, había algo, una curiosidad, una chispa, el sexto sentido que han tenido algunas generaciones […]
Kevin Smith es uno de esos directores que marcó la desorientación de nuestra adolescencia e hizo creer al mundo que detrás de esas turbas de jóvenes que deambulaban sin objetivo por los centros comerciales de los suburbios acomodados de las capitales, había algo, una curiosidad, una chispa, el sexto sentido que han tenido algunas generaciones para hacer del mundo un lugar más habitable mientras se divertían.
20 años después de «Clerks» se puede decir que el autismo no era una inteligente estrategia de desorientación al enemigo de la quinta, sino una plaga identitaria que ha necesitado de la quiebra del sistema para extinguirse y, aún así, lo ha hecho parcialmente, pues ya sobrepasada la treintena, nuestra promoción sigue teniendo algo de adolescentes retardados, seguramente algo más que de maquis o de partisanos, por ahora.
«Red State» es la primera película que entrega Kevin Smith lejos de los códigos de la comedia que él contribuyó a actualizar, sin por ello renunciar a un público adolescente, más adolescente incluso que los que han pasado los últimos 20 años coleccionando las últimas ediciones en VHS, DVD y Bluray de «Clerks» y «Clerks 2». Smith vuelve a tratar el tema de la religión, que ya había trabajado desde el humor en «Dogma» (1999) una película de la que renegó en público su propia productora, la conservadora Walt Disney, a la par que trató de inventar en privado una distribuidora fantasma, que no les comprometiera, pero que proporcionara los beneficios económicos que esperaban. No será el caso de «Red State» que a pesar de estar sostenida por actores de renombre como John Goodman y Michael Parks, no logra hacer del todo digerible esa radicalidad amigable que pretende desnudar y ayudar a vestirse a todos los destinatarios de su análisis.
Porque «Red State» es un prometedor argumento que termina prisionero de no desear ser enemigo irreconciliable de nadie. Y para decir algo en este mundo que sea verdad, para lanzar una verdad en la atmósfera terráquea, es inevitable ganarse la enemistad de muchos de los que viven en la mentira y de todos los que viven de ella. «Red State» ataca el fuerte sentimiento religioso que está provocando la asfixia de la sociedad estadounidense y que arrasará la supremacía no sólo económica de ese país, sino también la científica y académica, en menos de una generación. Pero lo hace partiendo de la base de que esa secta religiosa no es un trasunto del «Tea Party» o del Partido Republicano yankee, sino que es un grupo marginado incluso por los nazis, que los encuentran demasiado «extremistas». De tanto querer disfrazar los rasgos del objeto de su crítica se convierte en una exageración, en una caricatura, y lo que no es sino un ataque directo a las supersticiones del sector más retrasado e involutivo de la sociedad, se muda en un muñeco de cera que puede arder sin que al modelo original le afecte en nada. Peor parado saldría el estado, que acaba «manu militari» con esta secta y que son presentados como unos tipos con una cantidad muy limitada de escrúpulos morales, lo cual seguramente es cierto en cualquiera que viva de tener una pistola pegada al brazo, pero, y ahí está el problema, que hacen buenos a los devotos de un grupo religioso que pasa de la retórica a los actos y se lanzan por fin a ser la mano ejecutora de un dios, que como decía Mihail Bakunin, si existiera habría que matarlo, pero no de ese modo.
Pese a todo es un producto interesante para los que tienen primos en la familia que han decidido labrarse un futuro en un país que va camino del tercer mundo y se han afiliado a «Nuevas generaciones». Hay pasajes altamente instructivos sobre las pulsiones sádicas del cristianismo y sobre el grado de tolerancia de los grupos religiosos, que suele tender a cero en cuanto tienen oportunidad de poder actuar sin consecuencia. Sin embargo «Red State» tiene las debilidades de quien pudiera ser convencido por una fantasía si ésta se presentara como una amable víctima, calumniada y perseguida, en vez de como esa amalgama de razones escritas con renglones torcidos, y alucinaciones psicóticas, que son las creencias religiosas. Los personajes transmiten en todo momento que quienes los interpretan viven muy lejos de la ficción de la fe, Michael Parks está exultante de representar ese papel, pero no basta estar arrebatado para comprender a estos individuos, sino que hay que asumir también una parte de despojamiento. Sus acólitos Melissa Leo, Ralph Garman, Kerry Bishé, no contagian esa sensación de burbuja, burbuja por ahora, en la que conviven esos grupos. John Goodman es un perfecto funcionario del estado, quizás con el hándicap de que relacionemos de manera muy afable su aspecto, y, ese sí, nos deja la sensación de que el lunes podría estar eliminado esta secta y el martes a nosotros, impíos, cumpliendo órdenes.
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