Biografía Günther Anders fue el seudónimo elegido por el joven Günther Stern cuando era el único autor de todos los artículos y recensiones de la revista cultural de la Bolsa berlinesa en los años inmediatamente anteriores al advenimiento del nazismo en Alemania. El editor le aconsejó que firmara, aparte de con su nombre, también como […]
Biografía
Günther Anders fue el seudónimo elegido por el joven Günther Stern cuando era el único autor de todos los artículos y recensiones de la revista cultural de la Bolsa berlinesa en los años inmediatamente anteriores al advenimiento del nazismo en Alemania. El editor le aconsejó que firmara, aparte de con su nombre, también como «otro» y así lo hizo, pues eso significa «Anders», en alemán. Más tarde, adoptó el seudónimo definitivamente.
De origen judío, Günther Stern fue soldado en la Primera Guerra Mundial a los 16 años, se había doctorado en filosofía con Husserl después de haber tenido profesores tan insignes como Heidegger o Cassirer. Compañero de estudios de Hannah Arendt, se casaría con ella en 1929 y en 1936 se divorciaron; en esa época Stern publicó un libro filosófico: Über das haben, una novela en la que aventuraba la descripción de un país imaginario sometido a un Estado totalitario.
Tanto Hannah Arendt como Günther Stern, perseguido por los nazis como colaborador de Bertolt Brecht, tuvieron que abandonar Alemania en 1933. Desavenencias de carácter motivaron finalmente el divorcio de la pareja en 1936; Stern emigraría entonces a Estados Unidos, donde ejercería diversos trabajos, desde docente de estética en Nueva York hasta obrero manual en Los Ángeles. De los años en Norteamérica extrajo las experiencias que constituirían el fermento de su obra maestra: Die Antiquierheit des Menschen (Lo anticuado del ser humano), publicada a su vuelta en Alemania en 1950.
Visita Auschwitz y dirá:
«Si se me pregunta en qué día me avergoncé absolutamente, responderé: en esta tarde de verano cuando en Auschwitz estuve ante los montones de anteojos, de zapatos, de dentaduras postizas, de manojos de cabellos humanos, de maletas sin dueño. Porque allí tendrían que haber estado también mis anteojos, mis dientes, mis zapatos, mi maleta. Y me sentí -ya que no había sido un preso en Auschwitz porque me había salvado por casualidad- sí, me sentí un desertor».
En el idioma alemán hay una palabra común para poder y violencia: Gewalt. Y Günther Anders estudia sin pausa cómo la técnica va ganando cada vez más poder (violencia) sobre el ser humano. Después de Auschwitz, Anders visitará Hiroshima. Para él, después de Auschwitz, el paso esperado de la ecuación poder-violencia. Escribe al piloto del avión encargado de evaluar el objetivo de la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima, Claude Eatherly, internado en un hospital de veteranos, un paria pero también una víctima. La correspondencia entre el filósofo alemán, el pacifista, y el aviador norteamericano fue publicada como Burning Conscience (Más allá de los límites de la conciencia). Un documento del miedo, de la irracionalidad, de la desesperación. A raíz de ese breve tomo, Günther Anders es calificado de «comunista» y «persona non grata» en los Estados Unidos.
Para Anders, las estaciones hacia el fin de la humanidad comenzadas con Auschwitz (la destrucción sistemática y anónima del ser humano), con Hiroshima (cuando el ser humano se apercibió de que sólo bastaba apretar un botón) se completa con Chernobyl (nombre representativo para Harrisburg, y todas las demás catástrofes ecológicas habidas en la última década) donde el hombre pierde el dominio sobre el poder-violencia y se auto-mata en un holocausto de irracionalidad, obstinada estupidez y avaricia.
En los años sesenta y setenta Günther Anders junto con Heinrich Böll, el obispo Scharf, el teólogo Gollwitzer, el filósofo Ernst Bloch y otros encabezaron el gran movimiento pacifista alemán contra el estacionamiento de los cohetes atómicos norteamericanos en territorio germano. Ellos estuvieron también en las grandes acciones pacíficas contra las centrales atómicas. Veinte años de labor no sólo teórica sino acompañando esa teoría con la acción pacífica. En 1983 Günther Anders recibió el premio Theodor Adorno, el más alto galardón de la filosofía alemana.
En 1987 escribió Günther Anders un libro a los 85 años titulado «Gewalt: Ja oder Nein. Eine notwendige Diskussion«. En este texto y en los que fue publicando al hilo de la intensa discusión que levantó, el histórico filósofo pacifista desautoriza completamente los métodos noviolentos de lucha, a los que ahora considera meros «happenings» estériles. Para él, la única elección es entre el «estado de excepción» y la «legítima defensa». Ante una pregunta, Anders solicita ser sólo «un filósofo de la barbarie«. La barbarie del mundo actual: Auschwitz, Hiroshima, Chernobyl. Su frase: Hiroshima está en todos lados», de los años cincuenta se ha convertido en «Chernobyl está en todos lados«. ¿Cómo impedir la muerte del planeta? Para él queda una sola arma: la violencia.
Estado de excepción y defensa legítima (1986)
Entrevista imaginaria a Günther Anders
1. Fin del pacifismo
ENTREV.: Según cierto rumor, usted protesta en contra de que lo llamen «pacifista». Comprenderá que ese rumor nos desconcierte, nos asuste incluso.
G. ANDERS: No hace falta. Lo único que quiero decir, al rechazar esa clasificación, es que quien hoy en día siga llamándose «pacifista» parece suponer acríticamente que los objetivos de la política de poder pueden alcanzarse también con métodos no pacíficos. Pero como ése ya no es el caso, puesto que hoy en día cualquier guerra, o por lo menos cualquier guerra entre potencias mundiales (aunque también los estados pequeños han alcanzado ya la «mayoría de edad nuclear»), desembocaría automáticamente, y probablemente, al cabo de pocos minutos, en una catástrofe total: puesto que -como afirmé hace ya treinta años [1]- no existe ya ningún objetivo bélico que no quedaría destruido por los efectos de los medios bélicos empleados, porque cualquier efecto sería incomparablemente mayor que cualquier objetivo concebible o deseable, por todo ello no hay más alternativa que ser pacifista. La consigna, de todas maneras falsa, de que «el fin justifica los medios», hoy en día deberíamos reemplazarla por la noción verdadera de que «los medios destruyen los fines» [2]. Y porque esto es así, ya no hay más alternativas que ser pacifista. Y por eso no lo soy. Donde ya no hay alternativa, un término especial como el de «pacifista» se vuelve superfluo.
ENTREV.: Le estamos muy agradecidos por esta aclaración. Y tanto más agradecidos en cuanto también se rumorea, curiosamente, todo lo contrario acerca de usted.
G. ANDERS: ¿Qué se rumorea?
ENTREV.: Que usted… Disculpe, pero yo no soy responsable de ese rumor…
G. ANDERS: ¿Qué rumor?
ENTREV.: Que usted se ha pronunciado explícitamente en contra de la exclusividad de la no violencia como principio.
G. ANDERS: ¿Pero por qué habría de ser eso un rumor? ¡Si es la pura verdad!
2. Nuestra negación de la no violencia es la afirmación de nuestro derecho a la legítima defensa bajo el estado de excepción
ENTREV.: ¿La pura verdad?
G. ANDERS: Ese asombro suyo produce la impresión de que usted cree que yo me he adherido alguna vez explícitamente al principio de no violencia. De eso, naturalmente, ni hablar.
ENTREV.: ¿Usted llama «natural» a ese cambio de chaqueta?
G. ANDERS: ¿Qué yo lo «llamo» así? ¿Y qué «cambio de chaqueta»? ¡El derecho a la legítima defensa de personas que están amenazadas de muerte, que pueden ser agredidas en cualquier instante, es, naturalmente, algo natural! Incluso el derecho natural.
ENTREV.: ¿Usted llama «legítima defensa» a la renuncia a la no violencia?
G. ANDERS: ¡Otra vez ese «llamar»! ¡Es legítima defensa! Y puesto que la amenaza es total y la posible destrucción es global, nuestra legítima defensa debe ser total y global. Debe convertirse en la guerra de defensa de todos los amenazados. Y eso quiere decir: de todos los seres humanos de hoy y de mañana.
3. La moral está por encima de la legalidad
ENTREV.: ¿Cómo y por qué ha llegado usted a esa… extraña posición?
G. ANDERS: ¿Extraña? Lo extraño, lo que necesitaría aclaración, sería, por el contrario, que no hubiera llegado a esta posición.
ENTREV.: ¡Y dale con dar la vuelta a mis preguntas!
G. ANDERS: Bueno, bueno. Alguien cuya vida haya transcurrido, como la de mi generación, en la época de las dictaduras y de las guerras de agresión, alguien que haya vivido conscientemente esta época durante más de setenta años…
ENTREV.: ¿Cómo?
G. ANDERS: Sí, desde agosto de 1914. Quien haya vivido conscientemente esta época, y ello significa: quien no haya, en ningún instante de su vida, apartado la mirada, quien no haya podido apartar la mirada de las atrocidades que sucedieron mientras vivía, no importa dónde sucedieran (porque la distancia no disminuye nuestra obligación); y quien incluso en los instantes de alegría no haya apartado la mirada, ni en los tiempos de dicha, porque en lo emocional siempre hay que «tocar a dos manos»…
ENTREV.: (Da señales de completa incomprensión)
G. ANDERS: Tampoco tenía mucho mérito. Ni lo tiene, quizá sea incluso un defecto. Sea como sea, quien haya sido contemporáneo de Verdún y de Auschwitz y de Hiroshima, de Argelia y Vietnam, etc., etc… Si usted pudiera escuchar todo lo que sucede en el mundo, aunque la mayoría de nosotros somos sordos, entonces tendría que taparse enseguida los oídos, porque el estruendo que llega desde todos los lados a la vez no cesa ni un instante…
ENTREV.: (Se tapa los oídos, espantado.)
G. ANDERS: ¡Déjelo usted! Quien haya estado, pues, condenado, y lo siga estando todavía, a vivir esta época, a oír sin cesar su estruendo, día tras días, año tras año…
ENTREV.: ¿Sí?
G. ANDERS: Y ahora viene la consecuencia que usted no esperaba…
ENTREV.: ¿A ver?
G. ANDERS: Ese no puede, no tiene derecho a convertirse en abogado de la no violencia a cualquier precio, ni a serlo ni a seguir siéndolo, porque los agredidos, las víctimas del chantaje -cosa que concede no sólo el derecho internacional sino incluso el derecho eclesiástico-, están legitimados, obligados incluso, a ejercer la defensa legítima ante las amenazas de violencia y, con más razón todavía, ante los actos de violencia. Los adversarios de lo nuclear estamos librando, por tanto, como ya dije, una lucha defensiva contra unos amenazadores tan enormes como nunca antes han existido. Tenemos, por tanto, el derecho a emplear la violencia contra la violencia, aunque no esté respaldada por ningún poder «oficial» ni «legal», es decir por ningún Estado. Pero el estado de excepción legitima la defensa: la moral está por encima de la legalidad. Creo innecesario justificar esta regla doscientos años después de Kant. El que a los kantianos hoy en día se nos califique de «amigos del caos» no nos ha de inmutar, aunque creamos ahogarnos en hedor a cerveza al escuchar esa palabra, porque no es más que una muestra del analfabetismo moral de quienes nos etiquetan así. Puesto que sabemos quién fue el ingenioso acuñador de esa inventiva, el mismo hombre que hace ya años nos llamó «ratas» y «cagarropas», deberíamos aceptar también ese apelativo como un título de honor. Yo por lo menos lo hago.
4. La capacidad de ejercer violencia, llamada «poder», se arroga el monopolio de la legalidad
G. ANDERS: Nos llaman «amigos del caos» porque no reconocemos el monopolio de su poder basado en la violencia, es decir, en la capacidad para amenazar y golpear. Puesto que ellos hacen pasar el poder, su poder, por orden, nosotros somos eo ipso los desordenados, los amigos del caos, a quienes se les reprocha hasta el peinado, el cabello largo que para Durero o Schiller era todavía normal, como una muestra de desaliño, o sea de criminalidad, o sea de bolchevismo. Por lo visto, quien lleva el cabello largo (aunque el número de melenudos entre los enemigos de lo nuclear es bastante reducido) no tiene derecho a defender el derecho de la humanidad a la supervivencia. Por absurdo que sea, los Strauss y los Zimmermann usan como argumento a favor de Wackensdorf y otras instalaciones nucleares la afirmación de que sólo la gente sucia y melenuda se opone a la carrera armamentística nuclear [3].
5. La inversión
G. ANDERS: Al mismo tiempo que nosotros, a los defensores de la paz y los adversarios de la amenaza, se nos tacha de «violentos» cuando no nos limitamos a las protestas puramente verbales, todas las potencias verdaderamente agresivas se consideran a sí mismas defensivas. Detrás de la intoxicación química de Vietnam o del reciente bombardeo de Trípoli no estaba, obviamente, ningún «Department of Aggression» sino un «Department of Defense», aunque evidentemente ni a Vietnam ni a la minúscula Libia se les habría ocurrido ni en sueños querer (ni poder) atacar a Estados Unidos. Cuando los agresores se llaman «defensores» (y, corrompidos por su propia mentira, ni siquiera se asombran de llevar y de reivindicar esa etiqueta mentirosa), entonces tampoco sorprende que, a la inversa, nos traten como a agresores a quienes estamos luchando por la paz empleando contra nosotros armas que son claramente armas de guerra, como sucedió, por ejemplo, en Wackersdorf. Esta actividad contrarrevolucionaria suya nos convierte efectivamente en revolucionarios y provoca una situación que se aproxima verdaderamente a la de una guerra civil no declarada. Y si un ciudadano sufre algún daño, entonces demuestra con ello que él había sido el agresor.
6. Sobre los happenings y la dialéctica de la no violencia.
ENTREV.: El término «legítima defensa» que usted emplea no me deja tranquilo. ¿No sería que usted, al emplear este término, está, digamos, cruzando un Rubicón?
G. ANDERS: ¿Un Rubicón? ¡El Rubicón! [4]
ENTREV.: Eso mismo he querido decir.
G. ANDERS: Pero no soy yo quien lo cruza, pues ha sido cruzado hace mucho por quienes nos amenazan. ¿0 considera usted que los culpables son los que se defienden? ,Usted diría que la defensa nos la estamos inventando?
ENTREV.: No, claro que no.
G. ANDERS: Mire usted. Por lo demás, no hace falta expresar todo esto de manera tan pedante; no es éste el lugar donde presumir de formación humanista, incluso sería señal de cobardía. Cuanto peor sea el tema, con más sobriedad nos hemos de expresar.
ENTREV.: ¿Y cómo expresaría usted todo esto?
G. ANDERS: Ya lo he hecho, pero me temo que usted no lo quiere comprender. Lo que quiero decir es que las meras declaraciones son ineficaces y, por tanto, vergonzosas e inmorales.
ENTREV.: Pero no se puede…
G. ANDERS: Si se puede o se hubiera podido o se hubiera tenido que poder, lo verá y lo admitirá usted mismo enseguida en cuanto dé un salto al anteayer.
ENTREV.: ¿Qué es lo que quiere decir usted?
G. ANDERS: ¿Cuál hubiera sido la manera de combatir a Hitler? ¿Considera usted inmorales los pocos intentos de eliminarlo, que, por desgracia, fracasaron miserablemente? ¿O hubiera sido inmoral no tocarlo (como efectivamente, salvo excepciones, se hizo), aun sabiendo que sacrificaría sin pestañear a millones de seres humanos a sus objetivos demenciales?
ENTREV.: ¡Cómo puede comparar usted lo de hoy con lo de entonces!
G. ANDERS: Pues no anda usted tan equivocado con esa objeción. Porque lo de entonces fue, pese a los sesenta millones de muertos, sólo el ensayo general de lo que nos espera, que es incomparable.
ENTREV.: ¿Por qué el ensayo general?
G. ANDERS: Porque los Hitler de hoy, al disponer de unas armas que ya ni se pueden llamar «armas», son incomparablemente más peligrosos de lo que fue Hitler. Me temo que usted sólo reconoce como peligrosos a los Hitler del pasado, en tanto fueron peligrosos; a los de hoy usted prefiere no reconocerlos.
ENTREV.: (Reflexiona.)
G. ANDERS: Pero volvamos al asunto principal. Sólo con los medios de la no violencia (que probablemente ni son medios, porque siguen siendo no violentos) no se pudo combatir a los Hitler del pasado ni se puede combatir a los de hoy. No es sólo que ellos no teman esas medidas y simplemente se rían de ellas, no, ni siquiera se ríen, porque les parecen demasiado insignificantes incluso para reírse de ellas. Tampoco pueden aceptarse como «métodos de lucha» meras inactividades como, por ejemplo, los ayunos, que no hacen daño a los Hitler ni a los Reagan y a los Strauss, sino solamente hacen daño a quienes pretenden, mediante su renuncia al estilo arcaico de los sacrificios religiosos, someter a chantaje a alguien más poderoso. El ascetismo y el dolor que se causa uno mismo jamás han servido para ejercer un chantaje exitoso sobre ningún dios ni potencia alguna. De la misma falta de seriedad pecan sentimentalismos como, por ejemplo, la entrega de ramilletes de llores a los policías, que, armados de porras, ni siquiera están físicamente en condiciones de recibirlos. Dicho brevemente: los happenings no bastan.
ENTREV : (Desconcertado) ¡Happenings! No le parece que esta comparación va más allá de…
G. ANDERS: No. No va más allá de nada. Ni tampoco es una comparación. Las acciones de resistencia no violenta no sólo se parecen a los happenings: son de hecho happenings.
ENTREV.: ¿Y por que lo son`?
G. ANDERS: Porque los happenings son seudoactividades lúdicas, son «como-sis» que pretenden ser algo más, a saber, acciones de verdad o, cuando menos, bastardos de ser y apariencia, de seriedad y juego [5].
ENTREV.: Sí, pero…
G. ANDERS: No hay «pero» que valga. Sólo «y». Y en tales «como-sis» y seudoactividades que pretenden ser acciones consistieron, por lo menos hasta hace uno meses, las manifestaciones de resistencia. (Parece que desde entonces se ha hecho sentir tímidamente la vergüenza de estar sólo haciendo comedia.) Con lo cual no pretendo afirmar, naturalmente, que no haya diferencia entre los happenings de los años sesenta y los de ahora. Tampoco los actores y el público, o el adversario, son los mismos. Ni el estilo y el papel social de tales empresas. Los happenings de hace veinte años fueron realizados por individuos, con un ropaje pretencioso y a veces ingenioso y surrealista, ante unos congéneres a los que se dirigían como público, mientras que las acciones de resistencia no violenta de nuestros días son actos de masas, a cuyos participantes no se les ocurre la idea de hacer el original e ingenioso; no han oído hablar jamás del surrealismo, sino que se comportan con seriedad pequeñoburguesa, y aun con unción y patetismo. Sin mencionar a los muy numerosos que convierten sus manifestaciones de protesta de la manera más inferior en fiestas populares con salchichas asadas: el banquete funerario anticipado. Y con guitarras: donde triunfa esa gente que zangarrea los tres acordes que sabe, comienza el dominio de la vulgaridad. Es cierto, la diferencia social y de estilo entre los happenings de ayer y los de hoy es innegable. Y, sin embargo, se ha conservado la oscilación entre ser y apariencia, entre seriedad y juego. ¿Acaso cree usted que es coincidencia histórica que esos dos «como-sis», esas dos formas de seudooposición o de seudorevolución, los happenings y la no violencia, hayan surgido en el mismo cuarto de siglo? ¿No son ambos obviamente los pataleos del hombre privado de poder por la superioridad de los aparatos técnicos y, por tanto, obsoleto?
ENTREV.: Nunca he visto tal relación entre ambas cosas.
G. ANDERS: Entonces es hora de que la vea. Las dos son «como-sis» obedientes, terriblemente obedientes.
ENTREV.: ¿Terriblemente obedientes?
G. ANDERS: Exacto. Porque los autores del como-si hasta presumen de su como-si, haciendo pasar pomposamente su inefectividad por «humanidad» o respeto o incluso hasta por «el espíritu del sermón de la montaña». No hay nada más tremendo, por cierto, que cuando la sumisión y el «valor de ser cobardes» osa reivindicar a Jesucristo.
ENTREV.: ¿Valor de ser cobardes? ¿Jesucristo? No sé de qué me está hablando.
G. ANDERS: De todas las seudoactividades. En el mejor de los casos se trata -digo «se trata» porque hablar aquí de agentes sería decir demasiado- de gente que protesta de forma no violenta porque les falta toda posibilidad técnica de ofrecer una resistencia real contra la tremenda superioridad de las máquinas; gente que, sin embargo, no se conforma por principio con el como-si sino por mera necesidad. El tercer volumen de La obsolescencia del ser humano deberá contener, desgraciadamente, un capítulo sobre «La obsolescencia de las revoluciones» causada por la superioridad de fuerzas de los instrumentos y de quienes los dominan. Pero el conocimiento de la obsolescencia no debe impedir la reflexión sobre qué nuevos tipos de revolución hemos de inventar o inaugurar. Porque el hecho de que la lucha se haya vuelto más difícil no quita la necesidad de continuarla.
ENTREV.: ¿Tan sistemáticamente ha montado usted sus tesis filosóficas?
G. ANDERS: Las filosofías no se «montan sistemáticamente». ¿Qué quiere decir usted con ello?
ENTREV.: Me refiero a la tesis, que usted defiende desde hace varias décadas, de la superioridad que han alcanzado sobre nosotros los instrumentos que nosotros mismos hemos producido; y me refiero a su crítica de la no violencia y a su escepticismo respecto a la revolución.
G. ANDERS: Repito: «montado sistemáticamente» es una formulación inadecuada. Y además es hacerme demasiado honor, porque la conexión entre los elementos que usted menciona no es obra mía ni mérito mío. Existe realmente; sólo hace falta detenerse a mirar.
ENTREV.: Pero todos eso no es cierto, esa equivocación de happening y no violencia… ¿Acaso Gandhi se conformaba con happenings?
G. ANDERS: (Tras una pausa de reflexión.) Desde el punto de vista de la historia mundial, me temo que sí. ¿0 consideraría usted que la actividad de Gandhi desnudo tejiendo a mano, que se ha divulgado en millones de fotografías, era algo más que un happening antimaquinista? No pudo parar la industria ni trastocar la miseria de las castas de la India. En serio. Si Gandhi llamaba a la resistencia «no violenta» lo hizo faute du mieux [6]. Probablemente no se sentía orgulloso sino amargado por tener que conformarse con eso. Lo que quiso decir era: «Tal vez podamos resistir de alguna manera, aunque el poder y, por tanto, la violencia necesaria para actuar no estén a nuestro alcance». Lo decisivo para él -y esto es lo importante- no era la violencia como tal (como único método moralmente lícito o como principio o como meta) sino la muy reducida eventualidad de ser capaces tal vez de ofrecer resistencia aun a pesar de la falta de armas. Lo principal no era, pues, la afirmación del «sin» (sin armas) sino la del «a pesar de» (la falta de armas).
ENTREV.: ¿En resumidas cuentas, usted está a favor de la violencia?
G. ANDERS: Estoy a favor de la violencia como defensa legítima.
ENTREV.: ¿Y eso vale definitivamente, de una vez por todas?
G. ANDERS: ¡No, claro que no! Esperó que no. Vale solamente mientras la defensa legítima contra el estado de excepción siga siendo necesaria. Ejercemos la legítima defensa con el fin exclusivo de hacer superflua su necesidad y hacerla desaparecer. Una «dialéctica de la violencia», si quiere llamarlo así.
ENTREV.: ¿Eso es, emplear la violencia afin de superar la violencia?
G. ANDERS: Exacto. Puesto que no conocemos más que un solo objetivo, la conservación de la paz, esperamos que después de la victoria (si es que la alcanzamos, de lo cual hemos de dudar permanentemente) no tengamos ya necesidad de la violencia. Nosotros debemos emplear la violencia sólo como un medió de los desesperados, como contra-violencia, como algo provisional; porque en última instancia no apunta sino al estado de no violencia. Pero mientras los poderes establecidos sigan empleando la violencia contra nosotros, que no tenemos poder alguno, a quienes ellos han privado deliberadamente de todo poder (y, por tanto, contra los nietos que esperamos tener), sea mediante la amenaza de convertir nuestras viviendas en ruinas infestadas de epidemias, sea mediante la construcción de centrales energéticas pretendidamente inofensivas; mientras ellos sigan intentando dominarnos o someternos a chantaje ó humillarnos o aniquilarnos, o mientras tan sólo acepten la posibilidad de nuestra destrucción (¡pero ese «tan sólo» ya es bastante!), el estado de excepción nos seguirá obligando -y lo siento- a renunciar a la renuncia a la violencia propia. En otras palabras: en ningún caso debemos abusar de nuestro amor a la pa ofreciendo a los sin escrúpulos la posibilidad de aniquilarnos a nosotros y a nuestros descendientes. Mirar cara a cara a ese peligro sin inmutarse y cruzarse de brazos al mismo tiempo, como hace el noventa y nueve por ciento de nuestros congéneres, no es una muestra de valor, ni siquiera de intrepidez, sino únicamente de humildad (disculpe esta expresión indecente).
ENTREV.: ¿Qué quiere decir usted?
G. ANDERS: Que frente a los que no tienen escrúpulos no hay nada más indignó que la humildad.
ENTREV.: ¡Veo que está usted realmente a favor de la violencia!
G. ANDERS: Repito: a favor de la contraviolencia cuyo nombre es legítima defensa.
ENTREV.: Este maniobrar entre violencia y no violencia, esa afirmación suya de que «la violencia no es violencia», todo esto suena muy poco convincente… Y casi tan ambiguo como las palabras del ministró Zimmermann.
G. ANDERS: La comparación es, cuando menos, original.
ENTREV.: Él ha borrado, al igual que usted, la distinción entre violencia y no violencia. Según el periódico Die Welt dijo: «También la resistencia no violenta es violencia, porque es resistencia». Bonita ecuación.
G. ANDERS: En resumen: la resistencia en cuanto tal es violencia.
ENTREV.: Sí.
G. ANDERS: ¿Y qué se supone hay de parecido entre mi máxima y esa ecuación, ese dictum que resume los principios de todas las dictaduras? ¡Si dice todo lo contrario de mi máxima! Porque lo que yo afirmó -por más que me pese, usted lo sabe- no es que la no violencia sea violencia sino, a la inversa, clue el empleo de la con Ira violencia que se nos impone es legítimo únicamente porque tiene por meta el estado de no violencia, es decir, asegurar la paz que está amenazada (y no por nosotros). Es un «si y sólo si». ¿Y cree usted seriamente que está máxima es de la misma ambigüedad moral que la ecuación de Zimmermann que condena toda libertad, toda expresión de una opinión independiente, toda discrepancia?
ENTREV.: (Calla.)
G. ANDERS: Por supuesto que en cierto sentido mi máxima significa también algo negativo: que sólo con buenas palabras, con (como se dice tan repulsivamente) «unidades de caricias» o con argumentos razonables, no seremos capaces de hacer entrar en razón a los partidarios de los misiles y de las centrales nucleares.
ENTREV.: ¡Cómo es posible que un racionalista, un ilustrado profesional, hable de esa manera contra la razón y los argumentos!
G. ANDERS: ¡Justamente por ello! Sólo los exaltados sobreestiman el poder de la razón. La primera tarea del racionalismo consiste en no hacerse ilusiones sobre el poder de la razón y su fuerza de convicción. Y esto me lleva una y otra vez a la misma conclusión: contra la violencia, la no violencia no sirve. Aquellos que están preparando o al menos aceptando la aniquilación de millones de seres humanos de hoy y de mañana, nuestra aniquilación definitiva, deben desaparecer, no tienen derecho a seguir existiendo.
ENTREV.: Lo que significa…
G. ANDERS: ¿Quiere que se lo repita otra vez?
ENTREV.: Sí, por favor.
G. ANDERS: ¿No le entra en la cabeza?
ENTREV.: No.
G. ANDERS: Ni a mí. Pero ellos solos no lo van a hacer.
ENTREV.: ¿Y esto significa, pues, que hay que destruirlos?
G. ANDERS: No se haga usted el tonto. Vivir en este mundo no es ninguna ganga. Y el que no tenga el coraje de asumir el convertirse en culpable, sigue siendo inmaduro e…
ENTREV.: ¿Y?
G. ANDERS: …Inmoral.
ENTREV.: (Sacude la cabeza con incredulidad apasionada.)
G. ANDERS: ¡Sea usted razonable, por favor! ¡Qué opina usted que debería haberse hecho con Hitler, Himmler y compañía una vez que no cabía ya ninguna duda -y eso fue incluso antes de la conferencia de Wannsee [7]- de que esos… hombres no tendrían el menor empacho en quemar como combustible (es insoportable que esta expresión se oiga todavía en bocas inofensivas) a millones de sus congéneres? ¿Qué le parece a usted? ¿Debería la gente haberse limitado a manifestaciones pacíficas y educadas en contra de ello? Pero ya lo sabe usted mismo: a gente no se atrevió ni a manifestarse pacíficamente. Ni mucho menos…
ENTREV.: Lo sé. Es que incluso eso era imposible.
G. ANDERS: Exacto: porque la resistencia era considerada eo ipso violenta, al estilo de Zimmermann.
ENTREV.: ¿Así que han quedado absueltos?
G. ANDERS: En absoluto. Aquello fue mucho peor todavía.
ENTREV.: ¿Por qué?
G. ANDERS: Porque ni siquiera se indignaron, no: probablemente ni se dieron cuenta de que ya no podían protestar, de que ya no se les permitía protestar o…
ENTREV.: ¿O qué?
G. ANDERS: O de que ya no deseaban protestar. Al contrario: lo celebraron con júbilo. Celebraron a bombo y platillo, con júbilo y con antorchas, el que no se les permitiera protestar. Disfrutaban con que se les prohibiera protestar, disfrutaban de la servidumbre total como una pertenencia total al colectivo, lo totalmente negativo como algo totalmente positivo. No es culpa de ustedes: lo es de sus padres.
ENTREV.: Tampoco resulta muy consolador.
G. ANDERS: Lo siento. ¿Pero no deberían haber aniquilado ellos a los aniquiladores?
ENTREV.: Es probable que sí. ¿Así que usted compara a los amenazadores de entonces con los de hoy?
G. ANDERS: Exacto. Pero también comparo a los no-resistentes de hoy con los de entonces. La tarea de hoy no es menor de lo que habría sido la de entonces. De lo que habría sido. Y quizá sea aún más grande y más inaplazable que la de entonces, porque está en juego aún más que entonces.
ENTREV.: Lo sé.
G. ANDERS: Lo dudo. Y, para volver otra vez a la frase infame de Zimmermann, a aquella frase injusta, escarnecedora, desalmada, antidemocrática y anticristiana de que «la resistencia no violenta es violencia porque es resistencia»: este «porque» es de verdad el «porque» más infame que jamás he escuchado. Con esta frase Zimmermann no sólo atestigua su mentalidad dictatorial sino que verdaderamente presume de ella. Esta frase podría haber sido un ladrido salido de la boca de Hitler. Es un eco que llega con cincuenta años de retraso.
ENTREV.: ¿Usted cree que hemos llegado a casi tanto?
G. ANDERS: No es cuestión de creencias. Quien proclama, como Zimmermann, que la resistencia no violenta es violencia porque es resistencia, niega todo derecho a la disidencia y con ello convierte en usurpación punible toda libre expresión de opiniones, toda crítica de las medidas del poder dominante. Así, por ejemplo, cualquier advertencia contra los juguetes bélicos, por muy amablemente que se exprese, se expondría a la sospecha de ser un acto violento, camuflado de «cristiano» o «no violento» y dirigido contra los llamados «valores de la libertad». No se puede negar, desde luego, que a veces hay casos en que personas amables que defienden abiertamente cosas no ordenadas oficialmente o incluso oficialmente prohibidas consiguen ciertos éxitos transitorios. Pero a los ojos de los Zimmermann, el éxito es, en el fondo, un privilegio de los detentadores del poder. Y en el fondo (aunque eso, obviamente, no se dice) los éxitos se deben conseguir exclusivamente mediante la amenaza de la violencia (como prueba de poder y, por tanto, de legitimidad). Aquello que la mano del establishment alzada para golpear puede hacer (y, por tanto, tiene supuestamente derecho a hacer y debe hacer) no puede estarle permitido a la mano que acaricia. A los ojos de los Zimmermann, la bondad que trata de intervenir (y que a veces incluso lo consigue) no es más que un truco; la dulzura no es más que violencia camuflada. Para ellos, todo cordero es un lobo con piel de cordero; los corderos auténticos no existen desde el punto de vista de los poderosos, y eso significa obviamente también que, a los ojos de quienes reconocen legitimidad solamente a la violencia y a la violencia basada en el poder, los cristianos auténticos son eo ipso hipócritas. Que los Zimmermann jamás admitan esto forma parte de la naturaleza de los Zimmermann. Y que los lobos con piel de cordero, camuflados de «no violentos», no pueden ser tolerados por los lobos honrados (que por ser los propietarios del poder, poseen también el monopolio legítimo de la violencia), es algo qui se entiende por sí mismo.
ENTREV.: ¿No habrá quizá un fondo de verdad en la desconfianza ante la no violencia? ¿No será que los poderosos, y también las iglesias poderosas también las que encarnan la religión del amor, Ilegaron a contentarse muchas veces con la no violencia sólo porque, si no conseguían imponer sus objetivos «por las buenas» podían recurrir en cualquier momento a la violencia? ¿Y porque sabían que los sin poder lo sabían?
G. ANDERS: Es cierto. Ahora bien, usted habla de la no violencia que los poderosos se pueden permitir utilizar como medio de presión gracias a su poder, a veces durante periodos extensos. Pero no es éste nuestro tema. Porque nosotros veníamos hablando de los que no tienen poder y se encuentran bajo el estado de excepción sin poder permitirse renunciar a la violencia si es que quieren sobrevivir, aquéllos que están obligados, por tanto, a ejercer la legítima defensa o, cuando menos, a intentar con actos violentos salvar a la humanidad.
ENTREV.: Así que ya no se puede contar con usted como pacifista.
G. ANDERS: Sí que se puede. Pero para mí la paz no es un medio sino un fin; y no es un medio porque la paz es el fin. No soporto seguir viendo que nosotros, que estamos amenazados de muerte por los violentos, nosotros y nuestros descendientes, nos crucemos de brazos y no nos atrevamos a emplear la violencia contra la violencia que nos amenaza. Puesto que la afirmación de Hölderlin, que tanto gustan de citar los oradores domingueros [8], de que allí donde amenaza el peligro también está cerca lo que salva [9] simplemente falsa (pues es sabido que en Auschwitz y en Hiroshima no se acercó nada que salvara), nuestra tarea es intervenir para salvar: aniquilar el peligro poniendo en peligro a los aniquiladores.
ENTREV.: ¿Ha acabado?
G. ANDERS: No. Una última frase, para que usted se la lleve como recuerdo: en los cementerios donde yaceremos nosotros nadie llorará; porque los muertos no pueden llorar a los muertos.
NOTAS
[1] Günther Anders. Die Antiquiertheit des Menschen, vol. 1, Múnich, 1956, pág. 261. (N. del A.)
[2] Ibid., p. 251. (N. Del A.)
[3] La invocación a las personas de pelo corto (igual a limpieza) en todos los países resulta más cómica todavía si recordamos (cosa que los incultos señores filisteos, desde luego, ni sospechan) que la moda del pelo corto que ellos elogian fue introducida por los sans-culottes corno protesta contra la aristocracia, que llevaba peluca. Como tantas veces, la ignorancia es fuente de la historia, no sólo de quienes la escriben, sino de quienes la hacen. (N. del A.)
[4] César desafió la ley romana que prohibía atravesar el Rubicón al comienzo de la guerra civil contra Pompeyo y, según la tradición, pronunció entonces la frase: «la suerte está echada». La guerra acababa de entrar en una fase de «no retorno».
[5] Die Antiquiertheit des Menschen, vol. II, Múnich, 1980. pp. 355 y ss. (V del A.)
[6] A falta de algo mejor.
[7] La reunión de la élite dirigente nazi que tuvo lugar el 20 de enero de 1942, en la que se decidió llevar a cabo la «solución final», el exterminio industrial de judíos.
[8] Se refiere a Heidegger y sus epígonos. Cf. pág. 62
[9] Literalmente, Hölderlin dice: «Mas allí donde hay peligro, crece/también lo que salva» (Wo aber Gefahr ist, wächst/das Rettende auch