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Estamos empujando a Grecia a un destino catastrófico

Fuentes: Freitag

La Unión Europea navega a la deriva, reaparecen los viejos estereotipos. Alemania debe aminorar la presión  si quiere salvar a la Unión Europea. Desde que comenzara la crisis de Grecia, la Unión Europea ha suspendido su más complicada prueba de resistencia. La prensa amarilla ha resucitado los viejos clichés: aquí, los «vagos de los griegos», allí […]

La Unión Europea navega a la deriva, reaparecen los viejos estereotipos. Alemania debe aminorar la presión  si quiere salvar a la Unión Europea.
 
Desde que comenzara la crisis de Grecia, la Unión Europea ha suspendido su más complicada prueba de resistencia. La prensa amarilla ha resucitado los viejos clichés: aquí, los «vagos de los griegos», allí los «autoritarios de los alemanes». La consecuencia no es otra que dejar atrás tierra quemada en la conciencia europea. Reaparecen todos los prejuicios nacionales que se creían largo tiempo superados: la cruz gamada en el centro de las doce estrellas ondea en una bandera en Atenas como muestra de la crítica hacia el Diktat de Bruselas, del que se hace responsable a la canciller alemana. El teutón amenazador asoma la testa.
 
Para nosotros, en cambio, «el griego en sí» aparece mientras tanto casi como la decadencia quintaesenciada: hete aquí nosotros, los corajudos y esforzados alemanes, contra todos los vagos de los países del sur de Europa. La disipación del griego medio, empero, se resiste a ser el eje del discurso: mientras un alemán percibe, de media, un salario de 11 euros la hora, su sosias griego recibe sólo 6’50 euros.
 
Pero desde hace tiempo para el sentir popular alemán Grecia toda no es sino un pantano de corrupción y derroche. Que el país fuese debilitado  y expuesto al ataque de los especuladores -con el único fin de obtener cuantiosas ganancias especulativas gracias a un euro en declive-, es un hecho deliberadamente silenciado u oscurecido por muchos medios de comunicación: el resentimiento vende mucho mejor que los argumentos.
 
En la práctica, la Unión Europea ha reflejado, en los últimos años y con toda la brutalidad de los hechos, sus propios fallos de construcción de la Constitución de Maastricht en materia económica: la creación de una moneda única para un espacio económico que no es uniforme y menos aún único, y al que se pretende administrar con una única política monetaria a través del Banco Central Europeo, pero sin una política económica común.
 
Gracias a esta política perseguida por Alemania tenemos hoy la fama que tenemos, y «los griegos» tienen que resistir la embestida con ciclópeos programas de austeridad. «Vended vuestras empresas públicas, vended vuestras empresas energéticas, vended vuestras islas», reza la propuesta. La ironía de toda esta historia es que estamos empujando a los griegos en una aventura neoliberal bajo el rótulo de una supuesta «privat public partnership» cuyas consecuencias fatales nosotros mismos luchamos por superar con esfuerzo. La consecuencia inmediata de las imposiciones de Bruselas es obvia: domina la desilusión y la falta de solidaridad en toda Europa.
 
Lo que se necesita hoy es una nueva solidaridad de la población europea. Porque todos padecen por igual lógica dominante que los estados suscribieron hace ya veinte años de competir a la baja en salarios y presupuestos. En esta competición colectiva al revés Alemania es siempre la campeona en detrimento de sus vecinos. Una política económica común significaría también una política salarial común orientada al crecimiento, pero en provecho del trabajo y en detrimento del capital. La respuesta a por qué no ha tenido lugar ha de buscarse en el actual distanciamiento del continente entre sí, que reviste un carácter radical. El Tratado de Lisboa, desde buen comienzo apenas un sustituto de pobre calidad de la fracasada Constitución Europea, no ha satisfecho sus objetivos de reforzar la democratización de la UE, ni siquiera de manera rudimentaria.
 
La UE es hoy percibida como un régimen opaco y cuasi-dictatorial: «todo el mundo tiene que moverse al paso de Bruselas». Y detrás se encuentra, una y otra vez, la poderosa Alemania y su canciller de hierro, Angela Merkel. Se trata de una evolución catastrófica de la Unión Europea, fundada para el mantenimiento de la paz, con el objetivo de que Alemania nunca volviese a acaparar un poder superior al de sus vecinos.
 
Con ello no se sugiere romper a las bravas con el proyecto europeo, sino todo lo contrario. Lo que necesitamos es otra Unión Europea. Para ello tenemos, como Jürgen Habermas ha dicho recientemente en su discurso sobre el papel de Europa, «que someter a discusión pública, tumultuosa y enconada como pueda ser, un proyecto realizado hasta la fecha tras las puertas cerradas de las élites políticas.» Sólo si finalmente conducimos a Europa a un debate necesario -no menos sobre sus metas y objetivos- generaremos el nuevo entusiasmo por Europa que el proyecto requiere tan urgentemente.
 
Incluso si ya no se trata hoy de asuntos de guerra o paz en el seno de Europa, la cultura del odio del siglo pasado no se ha conjurado. Las experiencias de los últimos años así lo han demostrado. La Unión Europea ha alcanzado una encrucijada: integración solidaria frente a renacionalización autoritaria. De no contenerse los viejos y encendidos resentimientos, puede que sea ya demasiado tarde para una nueva Europa, incluso más pacífica y sin fronteras que la anterior.
 
Albrecht von Lucke es abogado y politólogo. Colabora regularmente con la Blätter für deutsche und internationale Politik.
 
Traducción para www.sinpermiso.info: Àngel Ferrero

http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=4253