Aquellas eran economías de supervivencia que poco tienen que ver con nuestra sociedad modernizada. El objetivo en ésta no es ya vivir o sobrevivir sino vivir bien. Si en una sociedad más o menos primitiva lo básico es la satisfacción de las necesidades más elementales, el santo y sello de una sociedad desarrollada es la producción artificial de necesidades cuya satisfacción debería procurarnos un estadio superior de bienestar. Si el hombre moderno tiene sed no se va a contentar con ir a la fuente, sino que meterá el agua en casa y llenará las estancias de grifos para mejorar su higiene o para regalarse la vida con un yakuzzi.
En una sociedad de consumo el ciudadano tiene que satisfacer, por supuesto, exigencias que se han convertido en una segunda naturaleza (la calefacción, el coche, el móvil); también se ve obligado a atender otras que pueden resultar inútiles, pero sin las que uno en determinados medios no es nadie (la imagen exterior, la marcas, por ejemplo). El resultado es que para cumplir la tarea de vivir bien hay que ganar dinero. Todas las instancias sociales, públicas y privadas, han entendido el mensaje y se han puesto manos a la obra. Para el Estado el ciudadano es, ante todo, productor y consumidor, de ahí que se preocupe de formarle desde pequeño para ser un hombre de provecho el día de mañana. Lo hace en la escuela, en la enseñanza secundaria y en la universidad, proveyéndole de informaciones con las que competir adecuadamente en el futuro mercado laboral. Imaginemos lo que sería un bachillerato orientado a formar al joven y enseñarle a pensar, es decir, orientado a formarle como persona y no como productor. Podría ahorrarse la mitad de las unidades didácticas con que le atiborran para ser ese ‘homo faber’ que todos esperan de él. Pero ni los padres permitirían un desvío así por eso cuelgan de sus espaldas pesados textos con provisiones suficientes para abrirse camino cuando complete su formación. Al tiempo que el sistema educativo se conjura para hacer de él un hombre de provecho, recibe una ayudita de la cultura si por ella entendemos el cultivo de los valores morales. Se le inculcarán los valores de la eficacia, del bien hacer, del aprovechamiento del tiempo, todas ellas notables virtudes si no fuera porque al mismo tiempo se descalifica dedicar tiempo a lo bello, a lo gratuito, a no hacer nada, incluso a lo inútil. El libro de nuestro tiempo es ‘El Fausto de Goethe’ que se abre diciendo: «En el principio era la acción». Es un ademán retador, propio del hombre ilustrado, destinado a sustituir el inicio del evangelio de Juan: «En el principio era el verbo». El cambio no es menor. La acción invita a dominar y transformar el mundo; el verbo, a entenderse con el otro. Nuestro mundo ha optado por la acción, relegando el verbo al submundo de la contemplación.
Toda esta inversión para convertir al ciudadano en productor/consumidor se sostiene si hay trabajo. Si el ciudadano no lo tiene pasa a estar de más de una manera distinta a como la que entendían nuestros abuelos. Ahora además de estar de más, es superfluo. En una sociedad fuertemente administrada no hay esos espacios libres en los que quepa leña para el hogar, o setas que recoger, o pesca y caza con la que alimentarse. Todo está acotado y sin dinero no hay acceso a esos bienes de la naturaleza. El trabajador de ayer pasa a ser, ya sin trabajo, ‘lumpen’, un término que hizo famoso Carlos Marx, que significa trapo. El que está de más es un trapero, un ser marginal que se entretiene con los desechos de la sociedad pero que no produce nada ni es nadie. Si el proletariado le merecía todos los respetos y el ‘lumpen’ ninguno era porque el primero era clave en el sistema productivo y, el segundo, insignificante.
Hemos magnificado tanto la producción que estamos obligados a repartir un bien tan escaso como es el empleo. El trabajo no es sólo un asunto económico, sino antropológico. Hemos creado un tipo de sociedad por donde sólo se circula si hay dinero; y hemos ideado un tipo de hombre que sólo alcanza dignidad y reconocimiento si trabaja. Si eso es así lo que no podemos es urbanizar el mundo y destinar hasta el último rincón del Amazonas a la producción y luego decir que no hay trabajo para todos; no podemos construir un tipo de ser humano que se realiza transformando el mundo gracias al trabajo y luego desentendernos de quien no lo consiga. Hemos llegado a un punto en que la justicia no consiste prioritariamente en distribuir equitativamente el bien común cuanto en repartir el trabajo.
Reconozcamos que no es fácil asumir que trabajaremos menos porque eso va a significar que ganaremos menos y que, por tanto, consumiremos menos. Para reconciliarnos con el futuro que nos espera habría que valorar mejor el gesto gratuito, el no hacer nada productivo, es decir, la contemplación o el verbo.
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