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Estética, contracultura y antiglobalización

Fuentes: Rebelión

La comprensión del movimiento antiglobalización -plural, pero resumido en síngular para facilitarnos la palabra- se ha convertido en una cuestión básica para entender la relación del mundo actual con la teoría (no sólo política). Esta comprensión marca ahora mismo de hecho un nuevo lugar común ineludible. Aquí se proyecta una referencia axial para poder avanzar […]

La comprensión del movimiento antiglobalización -plural, pero resumido en síngular para facilitarnos la palabra- se ha convertido en una cuestión básica para entender la relación del mundo actual con la teoría (no sólo política). Esta comprensión marca ahora mismo de hecho un nuevo lugar común ineludible. Aquí se proyecta una referencia axial para poder avanzar en la construcción teórica. Pero el interés no es meramente teórico. Se hace necesario indagar en la propuesta ideológica del movimiento antiglobalización para comprender sus posibilidades como proyecto práctico. La comprensión teórica del movimiento es una clave para comprender sus consecuencias más abiertamente políticas.

De entrada toca reconocer que esta comprensión, de señalado interés estratégico, entraña una gran dificultad. Esta dificultad debería ponernos alerta sobre la extraña filiación del fenómeno, así como sobre las herramientas que manejamos para discernirla. Y dado el evidente crecimiento de este movimiento, la dificultad para comprenderlo parece caer más del lado de un déficit epistemológico que de su ausencia de sentido. Sin duda este movimiento tiene su lógica y sus razones. La dificultad para comprender los valores, las ideas y los discursos que maneja, así como la permanente incomodidad que genera su presencia en tanto modo de ser heterogéneo, apunta las propias limitaciones del sistema vigente. Comenzando por un exceso de rigidez cuando menos proyectiva para acoger estas otras realidades. Pero también apuntando de hecho un hondo calado que remite en última instancia al propio juego de intereses y al sistema de categorías que administra un destilado concreto del conocimiento. En cualquier caso, frente a la poderosa dificultad tendecial generada por esta falta de sagacidad (y/o de interés) del sistema para asumir el fenómeno antiglobalización, conviene fijar y reafirmar de entrada, por contra, su carácter real. Tan grave es el caso que precisamos una necesidad tan básica e inmediata. Luego se abundará un poco más en esta circunstancia.

En buena medida la incomodidad que genera el movimiento antiglobalización viene dada porque resitúa en una dimensión social las propias contradicciones del sistema. Las hace visibles de nuevo, y por lo tanto reoperativas. Es verdad que el proyecto de la modernidad cuenta desde el principio con contradicciones inherentes. Pero estas contradicciones, manifestadas acusatoriamente por el Romanticismo, han quedado en buena medida administradas estructuralmente como ausencia de conflicto, o a lo sumo como ilusión conflictiva (en todos los sentidos), por la categoría autónoma abierta a la Estética. La (dificultad para comprender la) condición conflictiva de la Estética expresa anticipadamente (la dificultad para comprender) la naturaleza del movimiento antiglobalización. Se impone en todo momento el carácter legitimador del arte en el sistema cultural vigente como una pantalla opaca, ocupando un lugar axiomático. Así resulta difícil abrir una vía renovada para conocer estos fenómenos. Pero la cosa comienza a aclararse si nos detenemos en la significativa presencia de prefijos como contra-cultura o anti-globalización. Pues la Estética sostiene radicalmente un campo de rechazo y oposición frente al orden de las cosas. Comenzando por la preminencia de la noción de vanguardia, que remite siempre por elevación a la superación del mundo presente, a la abolición de sus paradigmas. El carácter heterogéneo y quizás disolutamente definido del movimiento antiglobalización hunde una de sus patas en este rechazo tan contradictorio como radical propio de la vanguardia. Una genealogía del movimiento mostraría apropiadamente esta ligazón de fondo mediante la indagación de las distintas reformulaciones adquiridas por la ideología vanguardista en el seno de la contracultura. De este rastreo cabe señalar que la fijación actual del modelo de joven occidental es uno de sus resultados históricos fundamentales. Este modelo se puede sintetizar en dos rasgos. En primer lugar sostiene un insoslayable consumismo cultural tan crítico como disipado, y en ese conflicto se forja nada menos que el núcleo de la identidad del ciudadano en ciernes. En segundo lugar, y fruto de esta posición crítica, sostiene un rechazo que queda dispuesto estructuralmente mediante la expresión de una huida que mayoritariamente resulta sólo interior, y que por lo tanto consuma una reclusión aquiescente y una derrota material. Es así que el sistema, al enfrentarse al problema del movimiento antiglobalización, reconoce en el joven su depositario natural. Pero a la vista de estas condiciones internas, lejos de enfrentarse al fenómeno como un problema más complejo, establece la contradicción del joven como una coartada capaz de invalidar al fenómeno inmediata y categóricamente. Así el sistema establece un cierre sobre un viaje especulador que concluye regresando a su punto de partida. El sistema tan sólo se inmuniza en el exclusivo reconocimiento del uso de su propia lógica. Y en las consecuencias que predica: primero mutila al joven, y luego lo utiliza como evidencia invalidatoria, como prueba acusatoria, como elemento inmediatamente derogatorio. El final del proceso concluye con un razonamiento del tipo: «pero si esos que se manifiestan son unos niños de papá que luego vuelven a sus casas a jugar a la Playstation». Es la síntesis de bloqueo inmediato que resulta de una suerte de nudos que se suceden sin remisión creando un escenario lleno de obstáculos.

Globalización y monismo

Para desentrañar en este contexto el problema de la globalización (y el de sus respuestas críticas) se hace necesario detenernos en este punto: la modernidad ofrece a lo largo de su desarrollo histórico un proyecto integral de carácter monista, y la Estética como paralelo crítico ofrece también una suerte de monismo donde queda expresada la limitación del proyecto moderno. Hay una suerte de globalización proyectada en la modernidad, y una alternativa globalizadora también en la respuesta estética a este modelo. ¿Pero de qué tipo, y en qué medida diferentes?

El proyecto moderno, sustentado en la confianza en la razón, establece un sistema empírico constituido por un dualismo profanador. Pero lo mantiene sobre una idea de Estado que se convierte en un fetiche categóricamente poderoso e inabarcable; ya se sabe, razón de Estado manda. Precisamente conviene recordar que es en la relación entre arte y Estado, fijada en el espacio museístico, donde la Estética ve su componente crítica anulada o esencialmente devaluada. Ante todo esto van calando en el individuo las consecuencias de la fractura matricial entre sujeto y objeto, mediante un despliegue que redunda en una fractura, simbólica pero también práctica, entre lo público y lo privado. Y a la vez se mantienen y ahondan las servidumbres del viejo régimen encarnadas en una fe en el Estado, que se atrinchera como un tabú definitivamente inviolable. El desgarramiento está tensado así al extremo.

De todo esto podríamos decir que resulta un monismo positivista. El monismo de la Estética es posibilista. Y en respuesta al proyecto moderno, abiertamente integrador hasta el punto de apostar por un modo de relación dialógica con el objeto que supera el rango de la comunicación, para introducirse abiertamente en el de la comunión. Como expresión romántica la Estética incorpora frente al proyecto estatalista nada menos que la apología (también como lamento) de un mundo (ausente) de magia y trascendencia. No pretende disociar sino reunir lo que ha sido escindido. Así el arte, situado en una esfera autónoma y entregado a la tarea de un re-ligare, irá asumiendo implícitamente, a lo largo de su historia moderna y hasta llegar a nuestros días, todos los vicios de la religión organizada. Pero en el debate sobre la globalización no podemos detenernos a dar cuenta de esta cuestión manida. Se trata de entender cómo va respondiendo históricamente la solución monista de la Estética a la que plantea el proyecto racionalista abierto por la Modernidad mediante su apalancamiento en la noción de Estado. Con todos los resortes tecnológicos y materiales a su favor es fácil comprender que, una vez constituida categóricamente la necesidad democrática del Estado, es decir, la obviedad de su posición matricial en términos de construcción de un mundo igualitario, se inicia una escalada sin freno hacia la proyección de un único Estado que acapara el conjunto global de la humanidad. Hay ya una bibliografía abultada que demuestra la construcción de este proyecto sobre el desequilibrio de un dominio intercultural y material que queda legitimado por el grueso de un discurso donde al final confluyen los cánones de la filosofía, el derecho, la Historia, y el resto de las ciencias. Hoy en día este proyecto globalizador se hace visible más que nunca, y también su desequilibrio interno. Órganos defensores del proyecto en virtud de ideales y valores democráticos como la ONU quedan relegados por el poder de un único Estado que reformula un proyecto imperialista. Mientras, el capital auspicia otro proyecto globalizador consistente en un juego de libre mercado que intensifica las desigualdades, mediante otra serie de órganos como el FMI, el Banco Mundial, la OMC o la OCDE. Que sí cuentan con poder de decisión y margen de actuación en un escenario que construyen diariamente a su favor. Este es el resultado actual del latente proyecto globalizador de la modernidad en virtud de su talante democrático. A este proyecto concreto se opone el movimiento antiglobalización como respuesta y alternativa crítica. Por su parte la Estética marca un punto de partida donde se propone una corrección sensible. La estética promulga una suerte de globalización sensible. No resulta difícil imaginar a la vista de semejante propuesta que, bebiendo de la ideología estética por los vasos capilares de la contracultura, la respuesta del movimiento globalización va a ser cuando menos problemática, cuando no ambigua, aparentemente indefinida o abiertamente caótica y paradójica. Pues en la medida en que el proyecto de globalización estatal gana terreno en los dominios de lo real, el arte se ve históricamente abocado a una disidencia cada vez más pírrica. La respuesta posibilista del monismo estético, con una progresiva falta de espacio pero ya encerrado de entrada en una esfera autónoma, con una vocación clara y radical de trascendencia, apunta siempre la dificulta de lo utópico. Y lo apura hasta sublimar este escaso margen de movimientos literalizando su salida de este mundo. Ante este callejón sin salida, y con la cuestión de la capacidad de esta crítica para permear formulaciones positivas en los actuales movimientos antiglobalización, cabe confiar lógicamente en una visión económica de los actos individuales y los acontecimientos diarios donde al final ningún sacrificio resulta en vano.

El trasvase contracultural, el recipiente juvenil

Comienza a existir una cartografía detallada de los pasadizos que conectan a lo largo de la modernidad distintos fenómenos artísticos y culturales aparentemente heterogéneos. Estos pasadizos establecen vínculos y puntos de cruce donde se constituye una tradición. Paradójica precisamente por su voluntad de ruptura, pero tradición al fin y al cabo, ésta nos permite dibujar un escenario lo suficientemente estable y definido para marcar constantes que a lo largo del desarrollo histórico moderno modelan pautas de comportamiento y visiones del mundo capaces de generar estilos de vida característicos. Ahora bien, estos estilos de vida son el resultado de una relación de mayor o menor equilibrio entre las pretensiones de la crítica que alberga este discurso y el margen material del movimiento para formularla prácticamente. El resultado de este equilibrio pasa además por el tamiz de claves ideológicas que, en la Estética, apuntan aporías y contradicciones de raíz. De aquí se pueden suponer dos consecuencias. En primer lugar la existencia de estilos de vida aparentemente diferentes, pero que responden según los condicionamientos a patrones homologables ideológicamente. Y ello abre la necesidad de una capacidad investigadora suficiente para superar la preponderancia de las categorías vigentes y el vuelo raso de la sensibilidad más epifenoménica. En segundo lugar, y a resultas de esto, habría que andar con cuidado a la hora de valorar el sentido ideológico del discurso estético como opción crítica. No sólo en función de la pertinencia de sus ideas o de la posición ética que el individuo asume frente al mundo. Sino en función de los efectos prácticos que resultan del conjunto del desarrollo histórico de esta tradición. Y esto prestando especial atención a sus manifestaciones más presentes. Teniendo en cuenta que no apuntan un resultado definitivo en el desarrollo de este proceso cultural. Pero atendiendo a esta poderosa presencia en presente como la evidencia inevitable de una tendencia, cuya superación en todo caso exige un esfuerzo concentración y análisis extremado hasta el lujo de lo imaginativo. Cuando escribo esto estoy pensando en el desequilibrio existente entre la capacidad de la ideología estética para arraigar en movimientos contraculturales de carácter popular y permear en la cultura de masas, y las dificultades que se intuyen en el hecho de que el depositario presente de este caudal crítico sea un joven educado bajo patrones que tienen como denominador común una actitud de consumo. Y que depende materialmente al completo de estructuras sociales como la familia, la escuela, etc. No está de más insistir en que uno de los puntos conflictivos fundamentales de la perpectiva de este texto consiste en la frágil posición del joven como depositario de esta tradición. De su difícil capacidad para articular respuestas de alternativa crítica mediante su adhesión al movimiento antiglobalización.

La huida rimbaudiana sigue siendo hoy el paradigma donde se proyecta la crisis de ser joven y moderno. Y su solución potencial tiende a la tragedia de una autodestrucción. En Mito e industria cultural intenté esbozar una demostración de que esta huida de lo real es de hecho una expulsión dispuesta por un sistema educativo y familiar, donde se excuye implícitamente al joven de un juego de responsabilidades cívicas. Sea porque el joven rechaza directamente el marco de intereses del ámbito público de la sociedad, o sea porque el propio sistema dispone una pedagogía donde se nos desactiva políticamente, el caso es que el joven se ve abocado normativamente a situarse en la posición exclusiva (excluida y excluyente) del esteta. Aunque acaso, a la vista de los jóvenes que abren presuntos paraísos en los fines de semana desaforados para terminar muertos en un mal giro de volante por las rutas discotequeras, perdamos desde la aventura rimbaudiana hasta su erosivo soplo de libertad y poesía. Pero la base es la misma. Podemos reconocerlo en nuestros hijos, en nuestros sobrinos, inmersos en una completa estructura que abarca todo su mundo, de la educación al ocio, para insistir en la sola posibilidad del rechazo del joven frente al mundo real, de la disidencia potencialmente autodestructiva.

Pero si esta ligazón de fondo permanece oculta bajo la aparente normalidad del mundo diario, la contracultura de mediados del siglo pasado es el fenómeno cultural que dispone formalmente un punto de conexión entre las prerrogativas más radicales y virulentas del arte de vanguardia de principios del siglo XX y las generaciones actuales. La contracultura es de hecho la bisagra que introduce estos elementos en la cultura de masas. Este cambio de posición altera también el sentido de estos elementos. Que dejan de responder a discursos dispuestos por la crítica propia de la alta cultura, y abandonan el ámbito exclusivo de la privacidad individual. Ahora estos elementos son reconocidos en un ámbito donde no se presume el valor cultural mediante un apriorismo categórico. Y quedan acogidos por estructuras colectivas que, en un momento dado, articularán algunas de sus propuestas de manera abiertamente política. Así el movimiento beatnik redundará fundacionalmente sobre la huida rimbaudiana con El camino. El gusto por el jazz conectará las pautas vanguardistas con el sustrato de una música popular. Y el hippismo en su más amplio sentido robustecerá el discurso de la música rock hasta situarla en una envenenada situación de hegemonía cultural.

Es en esta situación de paradójico éxito cuando, a comienzos de los setenta, parece desfallecer el potencial político de la contracultura. El fracaso se rubrica desde dentro mediante el anatema del punk. Lo que queda cuando esta mordiente parece disuelta es una pura estructura de consumo. Allí se perfila ya sin objeto un modelo concreto de joven según unas constantes típicamente románticas, pero desnudadas de todo afán de trascendencia. Hasta convertir dicho modelo en un efectivo mecanismo nihilista. Las siguientes constantes vendrían a definirlo. Una identificación del mundo como paradigma a superar por un juego sistémicamente establecido de crisis intergeneracional. La intuición de un proyecto organizativo del sistema donde el trabajo bajo el peso de la tecnología impone al estilo de vida diario un ritmo inhumano. Una modificación del sistema legal que progresivamente disloca en el ámbito laboral su relación con la dimensión ética, mediante un juego de ocultación eufemística que presenta la verbalización como mistificación dominadora del poder, y no como herramienta de construcción colectiva. Crisis por lo tanto del sistema de ideas y valores que organizan, comprenden y legitiman este mundo. Impresión de un déficit de trascendencia en el juego de valores que este sistema administra. Incapacidad del sistema para pulsar en última instancia una verdad de la existencia, hasta el punto de plantear una divergencia frente a la autenticidad de la vida, que adquiere dimensiones apocalípticas ante un problema ecológico global, real e inminente. Y frente al peso de toda esta crítica un tipo de respuesta individual(ista). Que por lo tanto se abre ya como un déficit difícil de cubrir. Que tiende de hecho a aumentar y a quedar asumido vivencialmente de manera dolorosa, si no abiertamente trágica. Y no en pocas ocasiones mediante un sentimiento de culpabilidad.

Así que esta tradición, con su enorme intensidad y dimensiones, parece una carga difícilmente soportable si cae bajo los hombros de un solo individuo, de cada joven. Cabe recordar el final de la emblemática Easy Rider. La búsqueda anárquica del propio paraíso liberador concluye en un sacrificio inesperado y absurdo, que de alguna manera simboliza a estas alturas el aparente final de la propia contracultura. Al final de esta historia todo parece abocado a una respuesta alienante en lo personal y deficitaria en lo político, hasta apuntar una (auto)inmolación de un individuo que carga un peso insoportable. En el joven ciudadano en ciernes el bagaje contracultural se remansa presionando contra su recipiente y contra sí mismo, si no termina quebrando y desbordando esta presa.

La crítica artista como fracaso histórico

La ideología estética no sólo ha permeado en estilos de vida cotidianos, sino que ha impregnado progresivamente la filosofía hasta dominar posiciones fundamentales dentro de alguna de las corrientes más características de la actualidad. Resulta lógico pensar que, conforme la razón y la transformación material del mundo caen del lado de la ciencia y la tecnología, la filosofía asume como propio un campo especulativo donde se postulan modos de experiencia que contemplan razones excedidas y transformaciones estrictamente individuales e interiores. Si la Estética moderna resulta interesante a día de hoy no es sólo por ofrecernos una determinada teoría del arte, sino porque ofrece un marco básico de cuestiones que operan dominantemente en el seno del pensamiento post. Desde la síntesis estética alguno de sus rasgos se identifican sin dificultad: Un anuncio casi obsesivo de la necesidad de repensar y reformular el hecho religioso (vgr. de Bataille a Vattimo). La defensa del significado paradójico de lo lujoso (Barthes como síntesis e influencia). El carácter radicalmente impugnatorio de la operación descontextualizadora de la vanguardia (la deconstrucción). Una exaltación de las posibilidades de la comunicación dialógica frente al cierre racional de la síntesis hegeliana -que legitima la necesidad histórica del Estado (el eje Heidegger-Gadamer). Un dominio en fin nietzscheano. Instalado en la importancia y la suerte necesaria de la duda antes que en la oferta de respuestas. Donde se marca en última instancia la constitución de un marco de operaciones estrictamente individual. Donde el nihilismo bascula trágicamente desde un liberado optimismo hacia una trágica falta de sentido. Donde cada referencia revoca los intentos anteriores como fracaso de un alegato antimetafísico (pues la metafísica impone en su proyección unívoca -globalizadora- del pensamiento un principio violento). Donde se especula con la propia falta de sentido de la tarea filosófica.

Dominando tanto campos del pensamiento actual como lugares de gestación cotidiana de proyectos de vida, la Estética parece sujeta irremisiblemente a la necesidad de revisión histórico-crítica. De las tentativas actuales, una muy visible y radical al respecto viene de la mano de Boltanski y Chiapello con su formulación de la crítica artista, y la influencia que ésta ha jugado a lo largo de las tres últimas décadas hasta conformar un nuevo espíritu del capitalismo. Partiendo del conjunto de ideas que circulan en la emblemática fecha de Mayo del 68, los autores aciertan a reconocer y recapitular bajo la etiqueta de crítica artista tanto una tradición que sintetiza los aspectos ideológicos fundamentales de la Estética, como el papel de trasvase que juega la contracultura para provocar su permeación sociopolítica. Pero a lo largo del texto se desarrolla una tesis que intenta demostrar su papel como falsa opción liberadora al menos bajo dos condiciones. En primer lugar señalando su progresiva implantación e imposición en visiones genéricas del mundo, postergando, suplantando y sustituyendo un modo de crítica social. Y en segundo lugar intentado demostrar provocadoramente pero con solidez la asunción de este discurso por parte del capitalismo actual. Y por lo tanto una idoneidad ideológica que no sólo cabe en el contexto del sistema vigente, sino que de hecho lo conforma en términos de hegemonía. Respecto al primer punto Boltanski y Chiapello se esfuerzan en aclarar que este auge de la crítica artista no responde a un proceso natural de la sociedad, sino que viene auspiciado por una serie de medidas tomadas por el poder en función de intereses determinados. Que redundan en una socavación de los dispositivos tradicionales constituidos por la tradición histórica de una lucha de clases de izquierdas. Pongamos por caso la desarticulación de la fuerza sindical en Francia, pero que aquí conocemos tan-bien. Incluida la dispersión de sentimiento de clase que implica si viene acompañada de duras reformas laborales, tal y como dejó de manifiesto en su momento el informe Petras. En el segundo caso, el análisis de la asimilación de estas ideas por parte de textos de dirección empresarial expone a la luz la paradoja de un discurso que venía a exaltar la libertad en términos individuales. Al demostrar que sus postulados en el seno del capitalismo actual vienen a imponer una relación directamente proporcional entre satisfacción de la libertad individual y constricción del margen de actuación pública, colectiva y abiertamente política. La satisfacción de libertad personal se produce en un escenario en red donde la liberación de lo ético no es ya una opción sino una necesidad estructural. Pues la figura del oprimido injustamente desaparece porque simplemente queda desconectado. Y al desaparecer en ello la propia noción de injusticia, se impone una política de manos libres por parte de quien maneja los mecanismos del trabajo. Un juego de carta blanca para quien entonces tiene ya todas las cartas en un escenario sin reglas definidas.

El resultado del análisis del nuevo espíritu del capitalismo no puede ser más alarmante. El proyecto liberador y crítico del pensamiento estético y las abigarradas formas de la contracultura terminan produciendo un borrado de la memoria colectiva, de esa tradición obrera de lucha histórica de clases sobre cuya pujanza se han ganado derechos colectivos. Que por lo tanto se encuentran en peligro de retroceso sobre un proceso ya iniciado. Y por consiguiente se manifiesta como núcleo y expresión característica de una hegemonía de corte neoliberal. Definitivamente el discurso de la Estética y la contracultura aparecen como un mecanismo de dominio. Precisamente por lo despolitizador. Como un arma envenenada. Como un rotundo fracaso histórico. En este punto difícilmente puede pensarse que el movimiento antiglobalización pueda hacer nada con este legado en sus manos.

Agencias inapropiadas e impertinentes representaciones de la guerra

Cuando parecen desvanecerse las posibilidades de acción alternativa, se hace crítica la necesidad de reflexionar sobre la relación entre lo visible y lo real. Antonio Méndez Rubio lo ha dejado bien patente en su reciente y valioso La apuesta invisible. Mientras a simple vista parece existir una estricta concordancia entre la condición de lo visible y lo real, la compleja construcción del escenario contemporáneo apunta por el contrario el estallido de su relación en los términos tradicionales, hasta ofrecerse en ocasiones antagónicamente (en consonancia con una ruptura entre lo legal y lo moral). Buena parte de lo visible encierra una condición de ilusión simuladora que nos habla de su irrealidad. Y la mayor parte de lo que ocurre no aparece a los ojos de una sociedad que cabalga la fascinación deslumbrante, cegadora, de un rayo mediático. Lo inmediatamente visible se construye en la síntesis simplificadora, la repetición y la redundancia de un exhibicionismo construido por un aparato que alberga pretensiones globalizadoras, con la CNN por bandera desde hace más de una década. Podría decirse que lo que queda al margen de este filtro contiene aspectos que, de alguna manera, pertenecen por definición al juego de un conjunto de fenómenos que mantiene un pulso antiglobalizador. Merece la pena insistir de todas formas en algo aparentemente obvio, pero permanentemente devaluado hasta el vacío: el ingente conjunto de manifestaciones excluidas por el aparato de representación global, que constituye un marco donde se registra lo visible, es tan real como lo que aparece en la pantalla. Ante la dificultad para reconocer esta circunstancia se impone el esfuerzo de agudizar la penetración analítica. Ante toda la fuerza de una evidencia que, como se viene diciendo, puede no ser más que aparente. Es aquí donde la Estética depurada de todos los vicios adquiridos históricamente vuelve a ofrecer una pertinencia renovada. Pues si dejamos al margen los intereses del mercado del arte, los discursos viciados por el fetichismo impuesto en el uso homológico del argot estético, un viciado estancamiento de sus posibilidades especuladoras mediante la estratificación impermeable de los niveles culturales que operan socialmente, o la violenta posición axiomática de las obras maestras en el museo (tanto más contradictorias cuanto radicalmente vanguardistas), la Estética es precisamente el campo de conocimiento moderno más específicamente cultivado para exaltar las posibilidades de la sensibilidad mediante una especulación inevitablemente comprometida. Y para vigilar una autenticidad de la experiencia cuya intensidad nace de la complejidad del fenómeno frente al que el sujeto queda expuesto (ya no de manera enfrentada). Este compromiso sensible característico de la Estética contiene un alcance epistemológico radical que aquí no podemos acometer. Mas que para certificar su posición clave a la hora de continuar indagando alternativas frente al orden globalizador donde se dispone la actualidad hegemónica.

Así que de la misma manera que, con carácter general, podíamos señalar una falta de concordancia entre lo visible y lo real que da pie a rastreos de alternativas aparentemente invisibles, también podemos retomar ese punto de desfallecimiento donde el análisis de las posibilidades de alternativa crítica y política dispuestas sobre el eje Estética-contracultura-antiglobalización parecía abocado a un fracaso definitivo. Podemos comenzar por darle la vuelta a la perspectiva de Chiapello y Boltanski. Es verdad que algún aspecto básico perteneciente al núcleo de la ideología estética puede haber quedado asimilado por los planteamientos del capitalismo neoliberal actual. Pero también es verdad que ciertas formulaciones procedentes de esta ideología están sosteniendo y articulando las tentativas críticas del movimiento antiglobalización. La red puede ofrecer una estructura idónea para proponer un modo de organización donde se desarticula una perspectiva solidaria de la fuerza trabajadora. Pero sobre su asunción teórica tambien se dispone una estructura material como internet, y un despliegue empírico de relaciones capaz de construir una constelación de diferentes fuerzas sociales donde se compone la realidad del movimiento antiglobalización. Y como ya ha quedado dicho, ambos fenómenos disfrutan del mismo rango real. Pero para poder reconocer esta circunstancia quizás se haga necesario indagar más en las condiciones de visibilidad de los efectos que este movimiento produce.

En este sentido, recuperando alguna de las reformulaciones de las ideas vanguardistas por parte de actuales propuestas teóricas que se nutren de la tradición estética y contracultural, convendría detenerse a revisar el intento de los estudios culturales por reconocer aspectos críticos de uso y consumo mediante la posición axial de la teoría de agencia. Esta teoría viene a revocar una interpretación despótica de la cultura dominante. Según la cual, el marco de producción masiva impondría un principio de necesidad en el modo prefigurado de consumo de un producto destinado a un consumidor sin iniciativa (de por sí) crítica. La revisión de una oculta tradición popular capaz de romper con esta circunstancia se apoya precisamente en las tentativas arbitrarias de las vanguardias más radicales para otorgar, no ya al capricho sino al azar, razones capaces de proponer movimientos trasgresoramente desviados de enfrentarse descontextualizadoramente a los medios tradicionales, y al conjunto canónico de normas técnicas y valores artísticos. Los estudios culturales han ido haciendo un progresivo acopio de pruebas en este sentido a lo largo de las últimas décadas. Pero se pueden señalar al menos dos obstáculos a la hora de ofrecer una demostración lo suficientemente robusta de esta capacidad crítica. El primer problema lo encontramos en el hecho de que la opción de acción crítica se propone desde una opción de consumo. Tras la caída del muro, la política conoce tal desfallecimiento social dentro del mundo occidental que difícilmente puede interpretarse una componente crítica en cualquier modo de consumo más que como un gesto pírrico, e inevitablemente asimilable casi de inmediato por el sistema productivo. En segundo lugar es necesario abordar la cuestión de la intencionalidad crítica y política. Si encontramos una intencionalidad crítica y abiertamente política, por definición suele tratarse de un ejemplo singular cuya capacidad de extrapolación masiva es cuestionable. Si no encontramos esta intencionalidad, la componente crítica y política del uso desviado tiende a difuminarse en el difícil equilibrio de marcos contemporáneos cuya posición hegemónica viene dispuesta precisamente por la flexibilidad que otorgan sistemas de relación social donde impera una microfísica del poder.

La segunda mitad de los noventa ha supuesto un esforzado intento de especulación en torno a las posibilidades abiertas por internet y el nuevo escenario de comunicación multimedia, que ahora se encuentra lo suficientemente desarrollado para poder comenzar a calibrar. Pero no está de más recordar previamente de dónde venimos y en qué momento estamos. Cuando todavía no había móviles ni internet a nivel masivo, la década de los noventa se inauguró con una guerra cuyo tratamiento mediático nos situó en el colmo de los escepticismos en torno a la naturaleza del poder, la relación entre lo visible y lo real y la fuerza crítica de la sociedad, disponiendo la apoteosis atenazante de un marco disuasorio dominado por el fin de la Historia. En la nueva guerra de Irak hay suficientes elementos para caer en la tentación de sugerir un eterno retorno, pero la Historia parece haber echado a andar de nuevo. Comenzando por desenmascarar unas prácticas del poder que aparecen de manera nítida y renovada bajo el peso directo de la coacción más dura, de Guantánamo a la constitución explícita de órganos de censura que vigilan la entrega de los Oscars o ponen trabas a la distribución del cine de Michael Moore. El enfrentamiento entre el poder enquistado y la sociedad civil comienza a ser visible de nuevo. Y podemos suponer que este nuevo escenario de confrontación política queda directamente apoyado en las posibilidades de comunicación y asociación abiertas por los nuevos medios. Estamos en definitiva ante un escenario renovado para retomar el análisis de la naturaleza política contemporánea. Que entre otras posibilidades, se constituye en la persistencia de una voluntad por no desfallecer una dificultosa vigilancia en torno a alternativas dispuestas sobre una tradición complicada de manejar.

Chomsky se ha cansado de repetir hasta la saciedad que nunca llegó a producirse el agotamiento y el fracaso de la contracultura. Sino que estamos ante su inexorable arraigo, su profundización y su progresiva solidez. Incluso ante la ruptura de lo real y lo visible, con lo visible en manos de aparatos de poder abiertamente censores, esto comienza a ser evidente. Por eso conviene retomar de nuevo la reflexión sobre la naturaleza de esta tradición, y rehabilitar los mecanismos que le son propios. La propia teoría de agencia parece revigorizarse ante los acontecimientos actuales. La crudeza que la anterior guerra de Irak omitió se hace visible en ésta, mediante una distribución de datos y evidencias que parte de una iniciativa individual y un uso aparentemente anecdótico de internet y la red global de telefonía multimedia. Este uso privado ha terminado conteniendo un efecto político, fuera o no intencionado, al máximo nivel. Las compañías telefónicas promueven el consumo de sus productos alimentando la fascinación de un estilo propio construido en torno a principios identitarios ciegos y categóricos (vgr. la marca Eresmás). Pero estas compañías que participan de los intereses del capital global difícilmente podrían suponer que el uso de estas terminales y el correo electrónico por parte de soldados estadounidenses, que obsequiaban a sus amistades con souvenirs donde se bromeaba con algo tan doloroso como la tortura, pudiese terminar impulsando una nueva visibilización. Que marca una crisis donde se impone todo un cambio de paradigma político. Este ejemplo rehabilita la pertinencia de esas sensibilidades y actitudes de vigilancia que dan pie a una perspectiva constituyente de la teoría de agencia. En el uso del correo electrónico o el móvil multimedia para enviar evidencias de tortura por parte del ejército estadounidense puede darse una estricta concordancia con el modo de uso dispuesto por el fabricante. Incluso cuando este uso puede quedar circunscrito estrictamente en el entorno privado e incluso anecdótico del individuo, sin la más mínima intencionalidad política, este individuo colocado por su gobierno en el ojo del huracán maneja sencillamente datos imprevistos provocando una desviación de uso. De manera que finalmente el uso de la nueva red de comunicaciones provoca efectos radicales e inesperados donde se repolitiza el conflicto. Y con él, la sociedad.

Recordando que esta reflexión partía en gran medida de la dificultad de una tradición para hacerse visible, retomamos la cuestión desde la perspectiva de un conflicto entre lo visible y lo real. Tenemos por un lado una primera guerra de Irak que se ofrece como paradigma de un conflicto invisibilizado. Constituyendo en esta cualidad la apariencia insoslayable de un sistema apoteósicamente disuasorio. Pues tenemos la imposición de una pantalla donde se ofrece lo visible como real, y a la vez una invisibilización del conflicto que nos entrega una suerte de puro protagonismo de la pantalla ocluyendo cualquier otra cosa como principio o participio de lo real. Tenemos por otro lado una suerte de permanente guerra de guerrillas por parte de bolsas críticas de consumidores que elaboran una desviación de consumo opaca a los ojos del sistema. Tenemos una segunda guerra de Irak que pretende imponer su necesidad, no ya según las formas de una ilusoria elusión mediática no obstante protagonista de lo real, sino incluso discurriendo bajo una percepción mítica de la audiencia según la vaga impresión de un eterno retorno (nuevamente Bush, nuevamente Sadam…). Lo que la excluye de una realidad histórica a la que, no obstante como mito, conforma. Y gestiona en todo esto una inoperancia crítica y una ausencia de conflicto social. Pero de repente aparece lo aparentemente inapropiado mediante una apropiación no prevista o calculada. La molestia estética que viene a calificar este adjetivo presenta la reticencia del sistema a reconocer su momento crítico desde la profunda asunción del lenguaje cotidiano. Y así tambien por lo tanto su inconveniencia política: su falta de sometimiento a un convenio dispuesto vertical y unilateralmente. Lo que supone una apropiación desviada da un vuelco a la naturaleza de esta nueva guerra mediante la constitución de un nuevo escenario donde lo real y lo visible establecen un nuevo convenio. Esta nueva visibilidad de la guerra arrastra también la visibilidad de otros conflictos anteriormente ocultos. Y la teoría de agencia y el discurso de los estudios culturales vuelven a hacerse pertinentes según una propia impertinencia dislocadora y horadatoria.

Provocación de las categorías en una España actual. Del 11M a la boda Real.

A la vista de este nuevo escenario merece la pena detenernos a comprender los últimos acontecimientos que han convulsionado España. En cuestión de escasos meses el país ha pasado de formar parte de la foto de las Azores a significarse contra la ocupación estadounidense en Irak. De un gobierno de derechas dominado por un presidencialismo recalcitrante a un gobierno de izquierdas con vocación dialogante. Y entre medio aparecen dos convulsiones mediáticas y sociales de enorme singularidad histórica, de la mano del 11M y la boda del príncipe heredero. Que ofrecen básica y respectivamente aspectos de ruptura y continuidad. En este momento tan extraño sería interesante detenernos en el significado histórico de la traumática apertura y el cierre presuntamente balsámico de estos acontecimientos.

Es un hecho casi manido que la identidad española contemporánea viene arrastrando secularmente el problema de su expulsión histórica como un factor determinantemente deficitario de su desarrollo. Se trata de un peso que ha penetrado en la experiencia de muchas generaciones hasta convertirse en algo casi obvio; un lastre casi visible. Así que antes de afrontar esta cuestión a la luz de los últimos acontecimientos convendría señalar a qué tipo de expulsión nos referimos concretamente. Tradicionalmente se comprende su expulsión de un juego histórico donde España pierde protagonismo como potencia mundial, en una tradición forjada por un contexto imperialista que ella misma inaugura.

Después de que el franquismo ahondara en esta expulsión como una suerte de quiste revenido hacia dentro, como un imperio que sólo se reconoce y ejerce su violencia dominadora sobre sí mismo, con todas las consecuencias de semejante operación, acentuando su carácter vergonzante, los distintos gobiernos democráticos han intentado afrontar una solución del problema. Que alberga un sentido profundo. Pues al hablar de la reinserción histórica de un país nos encontramos ante la recuperación del vínculo de una legitimación fundante, ante el restañamiento de un primer principio, ante el encarrilamiento de un sentido apropiado de los acontecimientos. Hasta la llegada del Partido Popular se dieron pasos para reintroducir al país en un contexto europeo, quizás resuelto prácticamente en términos de mercado, pero legitimado ideológicamente mediante un discurso sostenido sobre ideas de solidaridad, libre adhesión y respeto de las diferencias. Lo que hay que resaltar es que cuando a España se le ofrece una posición privilegiada de apoyo al militarismo exterior estadounidense, Aznar entiende que en algún sentido se le presenta una oportunidad histórica. Nada menos que la oportunidad histórica de reintroducir a su país en la Historia. Y que ello sucede precisamente bajo los parámetros propios de una sensibilidad forjada según una interpretación ortodoxa de la Historia, y también de la Historia de España. De manera que no se trata sólo de reintroducir a España en la Historia, sino de hacerlo otorgándole un papel protagonista de primer orden en virtud de un proyecto de carácter imperialista. Lo que viene a replantear fáctica y ejemplarmente el carácter dominante y unívoco de una manera determinada de entender el proyecto globalizador.

Pero una de las consecuencias fundamentales al reventar la ruptura entre lo visible y lo real consiste en la reoperativización de un marco constituido por un juego de causas y efectos. Si el panorama disuasorio se establecía para que todo fuera posible sin que nada ocurriera realmente, se reactiva (también la percepción de) un juego de plenas consecuencias. Que el poder, instalado todavía en la lógica de su abstracción autónoma, descubre como una sorpresa constante. La inclusión protagonista de España en la guerra de Irak se salda con el mayor atentado terrorista de la historia del país. La inclusión histórica en un proyecto imperialista se efectúa a costa de un sacrificio que se manifiesta en pleno centro del aparato de construcción hegemónica de lo visible. Y las proporciones de esta contrapartida (a)parecen desmesuradas sólo en la medida en que se ha escamoteado el trauma y la tragedia padecidas por el pueblo iraquí, y la violencia de sometimiento que ejerce el sistema cultural vigente en Occidente sobre la cultura islámica en su conjunto. Esto es así de crudo. Tan crudo como la carne de los injustamente asesinados. Tan crudo que resulta insoportable reconocerlo. Y el poder ejerce una permanente huida hacia delante para evitar afrontar sus responsabilidades. No ya ante un hecho que redunda explícitamente sobre el 11S, y que por lo tanto sienta un elemento sintomático de estudio sobre un cambio de paradigma que nos habla de la naturaleza de un nuevo escenario sociopolítico. Sino ante el hilo de consecuencias permanentemente abierto que genera el 11M. Y reacciona como viene acostumbrando, jugando a impugnar lo real mediante su invisibilización. Se niega una autoría del atentado que lo relacione con la guerra de Irak, y por lo tanto se intenta la exculpación de su responsabilidad política. Y se niega la reacción social que esta responsabilidad provoca hasta que se hace inevitable constatarla mediante el refrendo de las urnas. Y aún después de esta evidencia incontestable continua el aparato mediático del Partido Popular intentado deslegitimar moralmente este resultado. Saturando una interpretación donde las dudas imponen un borrado del acontecimiento real que reescribe una Historia marcada por una construcción sintética de lo meramente visible. Precisamente señalando que, de no darse dicho atentado, el resultado electoral hubiese sido otro. Pero precisamente parece ridículo tener que recordar y señalar que el entorno de Al Qaeda se atribuye el atentado. Y que lo ejecuta como represalia a la decisión despótica, concreta y unipersonal de Aznar de protagonizar una guerra invadida por el tono de un castigo ejemplarizante. Que se extiende desde la caída de las Torres Gemelas, para sostener la posición de dominio económico e imponer la posición de dominio cultural de la hegemonía occidental sobre sometidas culturas discordantes.

Desde nuestro punto de vista, una de las cuestiones más interesantes del caso, a la vista del efecto popular y político que provoca, tiene que ver con el sentido político que muestra al cabo esta reinserción histórica de España. Por lo que tiene de paradójico. El gobierno del PP la plantea en términos de posición de fuerza imperialista, de una globalización rampante que campa a sus anchas. Pero los efectos que provoca reactivan una opinión pública que se (hace) manifiesta hasta suspender políticamente a sus promotores. Así que, de repente, la España que se ofrece a los ojos del mundo y de la Historia es la España que ya sirvió de estímulo histórico como ejemplo de iniciativa popular en defensa su libertad y capacidad de autogobierno, y en virtud de ello de posibilidad utópica, a Orwell, a Cappa y a muchos otros personajes incluidos en esta tradición que viene esforzando una lectura alternativa de la Historia para plantear el mundo de otra manera. De repente, la reacción social española interesa precisamente a quienes piensan otras globalizaciones posibles, o derogan la globalización imperante. España se convierte en ejemplo presente de la Historia, pero de esa otra Historia donde el movimiento antiglobalización se articula.

Esta evidencia funciona como elemento de referencia en el contexto de la reflexión que hemos emprendido para repensar la posibilidad de superar los elementos de bloqueo producidos por aspectos ideológicos de la Estética. Al superar la condición categórica de autonomía que recibe institucionalmente del Estado. Resocializando las posibilidades de su discurso sobre un eje que discurre por la contracultura del siglo pasado, y que llega hasta el actual movimiento antiglobalización. Pero hay otro punto de reflexión importante que se sigue a la luz del apalancamiento del aparato de poder saliente sobre la negativa a reconocer la evidencia de los hechos. Y esto que voy a decir a continuación puede resultar a primera vista insoportablemente provocador. Porque esta negativa para asumir la responsabilidad política de los hechos, mediante la propia negación de los hechos, sólo es posible en virtud de la invalidación moral de un juego lógico de causas y efectos. Quiere decirse que la imposición de una valoración moral determinada constituye un muro. Donde se refuerza la incapacidad de pensar más allá de unas categorías dominantes, que así pueden mostrarse impermeables frente a análisis alternativos. Y el bloqueo se produce al más alto nivel al caer sobre el tabú más poderoso de esta sociedad: el sentido de la muerte en una cultura profana donde la muerte carece de sentido. Y por lo tanto cada sentido parece interesado al más alto nivel; a un nivel ideológico. Así que vale como razón cuando la derecha esgrime como refutación del resultado electoral que si el atentado hubiese sido provocado por ETA, el resultado electoral hubiese sido otro. Pues lo que se administra con ese argumento no es tanto una alternativa criminal, sino una voluntariosa eliminación de la muerte que nos alivia y nos exculpa a todos. De manera que en última instancia surge la tentación de aceptar este argumento torticero incluso agradecidamente. Pues esta aceptación negocia un chantaje tentador que le permite a uno provocar la ilusión de eximirse por un momento, no ya del peso de la propia responsabilidad, sino de la propia muerte.

Con respecto a todo esto, y reflexionando sobre las posibilidades actuales de la Estética y sus discursos como denuedo intelectual específico donde se especula la posibilidad de lógicas y mundos diferentes, cabría señalar dos cosas.

En primer lugar recordar que la Estética es precisamente el discurso que se enfrenta al optimismo ilustrado afrontando una condición trágica de la existencia que rubrica tanto un triunfo de lo inmanente como una expresión de contingencia. Que es de hecho el arte moderno quien ha jugado provocando (con) el sentido de la muerte, a falta de explicación racionalista más plausible. Que en definitiva se puede arriesgar una interpretación de la misma para romper con los tabúes desde la honradez intelectual. Y que el peso de los muertos del 11M resulta insoportable para el poder. No tanto por la carga relativa de tener que responder a su evidencia como efecto de una decisión concreta, por mucha carga que ésta sea. Sino a la luz de su necesidad de otorgar un imposible principio de seguridad donde (la impresión de) la muerte se elimina. Con lo que se refuerza su condición de tabú y se establece como mecanismo fundamental de una cultura que se constituye sobre principios de miedo.

En segundo lugar convendría recuperar, a la luz de desbloquear este nudo, la exposición de esas sensibilidades alternativas propias de la Estética, la vanguardia, la contracultura, los estudios culturales o el movimiento antiglobalización entre otros fenómenos. Para señalar un sentido proyectivo capaz de superar la solidez de las categorías impuestas para la reflexión. Para hacerlas más permeables. Para establecer cauces de comunicación o para derribarlas si hiciera falta. Se puede recuperar la teoría de agencia por ejemplo, planteando como proyecto de su capacidad indagatoria una provocación de las categorías vigentes capaz de provocar nuevas categorías. Para poder administrar nuevos fenómenos y nuevos valores en un lento trasvase, contagio y disolución de lo público y lo privado, de las ideas y los sentimientos, de lo profesional y lo ocioso, de lo institucional y lo popular, etc. Hasta intentar una repolitización del espectro social donde uno disfruta de nuevo de responsabilidad. Estetiza una ética mediante el esfuerzo de una tarea colectiva. Que no obstante reaparece a los ojos miopes del poder convencional con la fuerza insólita de una realidad de nuevo visible. Al igual que los efectos sociales de las espontáneas manifestaciones críticas, contra las medidas adoptadas en el desastre ecológico del Prestige, contra la guerra, como el 11M como manifestación intempestiva, contra el 11M, contra el papel del gobierno en el 11M, como por arte de magia. Lo ilustrativo del ejemplo actual, en este sentido, consiste en que esta tarea de crítica categoríal se construye contra el peligro de incomprensión que genera el enfrentamiento directo a una pantalla moral dominante que constituye como cierre un chantaje difícil de salvar, incluso en el terreno exclusivo de una opinión supuestamente salvaguardada de manera inalienable por el derecho a la libertad de expresión, sin ser tomado por delincuente o por loco.

Al terminar este repaso somero de la actualidad española hay que detenerse brevemente en pulsar qué sentido tiene la boda Real en este contexto convulso. Se trata de un evento histórico porque supone la certificación de una línea de continuidad del proyecto vigente del país. Y en este caso las formas y detalles con los que se concreta la ceremonia resultan significativos.

En el contexto del análisis de posibilidades dadas en torno a un problema constitutivo de lo real, el punto de partida sigue situado en la respuesta característica proporcionada por la solución monárquica o Real, que podríamos resumir en varios puntos. De entrada la Realeza mantiene desde su propia apelación nominal una pretensión fundante de lo real. Lo real o la realidad se genera en lo Real o en la Realeza. En segundo lugar, el fundamento donde arraiga este proyecto pertenece a una tradición que conserva una profunda relación con el mito. La pretensión fundante de lo Real sobre lo real no es tanto redundante y representativa, o certificadora de un consenso democrático, como anticipatoriamente gestadora según el profundo sentido de lo cosmogónico. Y así cuando llega el momento de manifestarse con todo protagonismo dispone un escenario donde exhibe abiertamente un juego de formas que todavía relaciona su sentido estatal con los viejos poderes del ejército y la iglesia, a pesar de que el Estado al que representa es la expresión constituyente, laica y democrática de una sociedad civil. En tercer lugar, en términos de desarrollo histórico, la Realeza se establece como signo visible donde se certifica la realidad de una época mediante una operación que, como no puede ser de otra manera, implica una violencia sintética. Por último, la defensa de la opción Real se produce contra la opción de la República, según una coyuntura que se sostiene en el tiempo hasta adquirir un carácter estructural. Recapitulando, lo Real compone lo real mediante el mito, una ejecución histórica apoyada radicalmente en una violencia sintética, y por oposición a la Re(s)-Pública.

No es difícil reconocer en estas características elementos propios de esa globalización que aquí se critica. Por eso resulta interesante observar la solución que en este momento se toma en virtud de su continuidad. Porque precisamente, en el territorio de lo Real, las circunstancias aparentemente personales adquieren valor de síntoma profundo. De manera que a lo mejor el príncipe ha elegido consorte por cuestión de amor, pero en el contexto de una crisis de poder provocada por una relación entre lo real y lo visible, y con lo Real intentando mantener su pretensión fundante de lo real, la elevación a futura reina de España de la presentadora del telediario de la televisión pública del país no puede ser más sintomática. Pues suma a su tradicional pretensión de fundación real el papel ejecutor que exhibe el busto parlante de las noticias televisivas como núcleo de la constitución de una realidad exclusivamente visible por parte del aparato mediático contemporáneo. Es tan lógico que, si se piensa, pareciera que no cabía otra posibilidad. Y lo que cabe resaltar ante este movimiento de fusión es que se acentúa un proyecto de constitución de la realidad propuesto desde un control vertical y excluyente de lo visible que toma por protagonista al propio medio. Desde la propia elevación al trono de una presentadora de noticias. Desde la propia asimilación del núcleo formal de gestación mediática de la realidad.

La propia certificación formal de este contrato se auspicia mediante la constitución de una ceremonia apoyada por un bombardeo mediático sin precedentes en la democracia española, para provocar la aceptación popular de la decisión monárquica. Y como no podía ser menos, esta operación ha generado un movimiento de masas que conviene calcular teniendo en cuenta la cercanía de la reacción política provocada por el 11M. Porque en esta operación vuelve a producirse una reactivación de la masa, según su reactualización. Se trata de una re-actua-lización donde España se hace actual, operativa, presente por sus hechos. Y por eso mismo interesa entender de qué manera se pide que actúe el colectivo social.

Según el planteamiento formal de la ceremonia de casamiento Real, el protagonismo pertenece a una monarquía que actúa según se constituye un escenario formado por sus elementos formales más tradicionales, para plantear un ejercicio de representación. En sus dos vertienes: la actuación de la monarquía representa su papel y representa al colectivo que observa la ceremonia. Se trata de un tipo de acto ejecutado por el protagonista que incide en la lógica de lo visible y en la práctica de la redundancia formal sobre lo ya dado. Se propone un tipo de acto cuyas consecuencias se agotan en posibilidades dadas de antemano, pues hablamos de una re-presentación. Y en la aquiescencia colectiva del evento provocada por el bombardeo mediático se produce ya una profunda asunción del alcance político de un tipo de acción que, dado el profundo significado de lo que rodea al aparato de la Realeza, se sitúa como paradigma de lo posible. En este contexto ejemplar, lo posible pasa por la asignación de un papel protagonista que efectúa un tipo de actuación meramente representativa, pero el papel asignado al colectivo social queda representado de manera aún más problemática. Pues las masas populares se mueven según una dinámica que gira en torno al foco de atracción provocado por el destello mediático de los protagonistas. E incluso se podría decir que la masa se para celebratoriamente para ver cómo actúan quienes se han erigido en sus representantes, nada menos que según un principio mítico de legitimación. Estamos en definitiva ante un puro karaoke de la Cenicienta, donde se mantiene al colectivo paralizado y absorto en la expectativa de un cuento. Si tenemos en cuenta que se trata de una ceremonia colectiva de un calado histórico fundamental, largamente proyectada y calculada al detalle por la más alta instancia del poder, y si recordamos también los acontecimientos más recientes del país, esta ceremonia de casamiento parece venir a provocar como resultado un efecto de cierre sobre la soprendente reactivación sociopolítica generada por unos traumas a los que responde como un bálsamo. Como un balsámico placebo diríamos, que anula de hecho el sistema de (auto)defensa colectiva. Nos encontramos en definitiva en un momento preñado de sorpresas donde distintas opciones han jugado bazas de enorme peso con acontecimientos sonados. Porque prosigue el combate de una historia que la Historia ignora alevosamente. Mientras los medios constituyentes de lo visible juegan a erradicar cualquier perspectiva que no se agote en la falta de margen de actuación de quien está instalado en el puro presente, ya incluso en la propia ausencia de Historia. Una tarea fundamental del movimiento antiglobalización consiste en tensar esta crítica hasta hacerla cada vez más (por decirlo no sin razón jugando con la nueva jerga de internet) e-vidente. Pues en el contexto hegemónico de la visibilidad meramente mediática, el desagrado estético que pueda provocar esta evidencia es, no sólo un síntoma, sino una herramienta básica que comienza a aclarar la senda de una relación perdida entre cultura y compromiso.