Ha sido larga la “cruzada discursiva” que nos impuso en el presente la modalidad oratoria del “predicador”, o la “predicadora”, muy especialmente exitosa en la televisión norteamericana de los años cincuenta, sesenta y setenta. En esa modalidad demagógica se dieron cita tareas múltiples para los fines de cooptación tanto como para los de recaudación.
El “predicador” salva a las almas mientras colecta diezmos en el mismo ejercicio de oratoria funcionalista que, además de los recursos y giros de barricada, mezcla la inspiración mesiánica con alientos corporativos donde se funde la idea núcleo que es acaudillar almas descarriadas, construir poder y anestesiar el sentido revolucionario de la organización comunitaria. Anunciarse como conocedor de fechas, horas y modos de la “salvación” es un milagro y un hallazgo fenomenal para el reformismo. Entre otros.
Muchos han bebido de ese cáliz y se han quedado embriagados por los efectos hipnóticos que produce la transmutación, en público, de un plebeyo en salvador universal por obra y gracia de los beneficios lenguaraces derramados por la sintaxis de la ambigüedad y del decir nada, pero con apariencia de revelación. Algunas multitudes quedan electrizadas según sea la astucia y la audacia del orador que, unas veces dibuja paisajes apocalípticos para exhibir, por contraste y otras veces emite sus fulgores salvíficos para redimir moralmente su misión combatiendo con saliva las corruptelas insaciables de algunos opositores. Comprende un coqueteo con el reino de los milagros y no pocas prestidigitaciones para repartir ayudas que calmen ciertas ansias rebeldes de las masas. Todo un catecismo retórico muy bien ensayado y afianzado por los “genios” mediáticos burgueses.
En el inventario histórico del palabrerío de masas se cuentan episodios delirantes, pero es el ascenso del nazi fascismo proveedor de dos cúspides de la escuela predicadora en los estrados. Queda aquí omitida la descripción por razones obvias. Esos paradigmas del predicador histriónico (Hitler-Mussolini) fundaron con su dialéctica, una era que forjó discípulos apabullantes en los dominios de las iglesias, de la política, de las empresas y de todo lugar donde hiciese falta el brillo del individualismo para eclipsar las fuerzas de las masas. La retórica griega dejó su herencia en particular la de Aristóteles (384-322 a.C.) pero también Cicerón (106-43 a.C.) y Quintiliano (35-95 d.C.) en suma el paquete de dispositivos relacionados con la proclamación pública de interés de clase, disfrazados como interés público y con alocución simplista de verdades moralmente neutras y carga enorme de cometidos tácticos y estratégicos para imponer “sentido”. Disputa por el sentido. La mayoría de predicadores posee oratoria destacada, para exponer ideas y emociones, algunos muy actoralmente en los escenarios iluminados y musicalizados exprofeso.
Rápidamente entendieron la necesidad de asegurar escenarios sociales idóneos y acondicionaron un modelo de democracia burguesa que diera marco perfecto al fulgor de los individuos muñidos del estilo predicador y enriquecidos con discursos esplendorosos conducentes al propio dircursante responsable de agotar, en sí mismo, las expectativas de sus audiencias. Cuánto más grandes, ignorantes, desorientadas y decepcionadas mejor. Un pueblo desmoralizado, que desconfía de sí, es un candidato a víctima del fanatismo fabricado por los predicadores del sistema. Otro opio de los pueblos.
Y llegó la hora del “batacazo” monopólico mediático. Para cuando los predicadores (por ejemplo, de algunas iglesias en el sur de USA) comenzaron a invadir televisoras, ya existían correas de transmisión ideológica capaces de consolidar una lógica del palabrerío que se habla “de tú a tú” con los más estrambóticos poderes del “más allá”. El orador predicando se olvida de los requisitos de coherencia, de realidad y de consenso antes de emitir sus verdades, despertar esperanzas y encaminar a la audiencia hacia los líderes de la decepción mansa porque no se cansan de creer y han encontrado una nueva adicción política consistente en hacer creer que se confía en quienes hacen como que lo salvarán. Y así se va la vida.
Para el estilo predicador se requiere protocolizar cierto grado psicótico disfrazado de convicciones categóricas según la coyuntura y la moda. Son capaces de jurar sobre las escrituras más sagradas la “verdad” que sostendrán, aunque sepan lo repleta que está de mentiras. Pondrán el gesto y el énfasis. Podrán la fe y el dogma. Y es que el estilo predicador posee las cualidades de las exageraciones. Quien se hace adicto a sus efluvios después a nada le encuentra satisfacción. Pero, especialmente, hay que tener hipocresía a raudales porque el estilo predicador es un montaje cuyos personajes son muy difíciles de sostener, por su peso enorme y porque se vuelven jaulas o estereotipos.
Otra cosa, en contraposición, es el discurso del líder que expresa el contenido y el modo del pueblo que lucha y que lo elige para ser vocero de la agenda transformadora organizada. No es lo mismo. Dígase aquí de paso qué tan huérfanos estamos de método y educación para el análisis crítico de todos los discursos. En la estructura lógica de la “arenga”, parida por la lucha organizada desde las bases, hay giros y tonos que sólo pueden ser producidos por la dialéctica histórica de la identidad de clase y por las redes tácticas y estratégicas que se particularizan en la disputa por el sentido. Ahí el discurso no es una fuente de egos en el diccionario de las vanidades… es una herramienta de combate, artillería del pensamiento diría Bolívar. Es un dispositivo de combate en la lucha de clases. Por eso renuncia a las ambigüedades que el “predicador” del sistema prohíja y las combate para derrotarlas, también, en el crisol de la praxis expresada por el programa de transformación.
En esa diferencia abismal de propósitos (y sin reducir el catálogo de los estilos discursivos a una dualidad simplona) hay que resaltar los beneficios cotidianos concretos que acarrea identificar críticamente a quienes con el “discurso” pretenden endiosar anestesias políticas para endiosarse, ellos mismos, con ambigüedades. Por oposición están quienes emprenden la revolución humanista de las conciencias notificando los derroteros y avances del famoso espíritu que recorre el mundo. Y dan su palabra.
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