El primero de enero de 2002 el euro inició operaciones como unidad de pago en papel moneda en una docena de naciones del viejo continente. En aquel entonces habría sido arduo pronosticar que, 10 años después, la divisa común enfrentaría un escenario tan complejo como el actual. En contraste con el optimismo que manifestaban ciudadanos […]
El elemento de contexto inmediato es el anuncio, realizado ayer, de una reunión entre el mandatario francés, Nicolas Sarkozy, y la canciller alemana, Angela Merkel, en Berlín el 9 de enero próximo, con el propósito de definir los detalles de un acuerdo alcanzado en diciembre para aumentar la integración fiscal en la llamada eurozona.
La perspectiva descrita ha llevado, en meses recientes, a la proliferación de especulaciones en torno a una profunda reforma de la divisa común, en el mejor de los casos, e incluso a su eventual desaparición. Ayer, el Centro de Investigaciones Económicas y de Negocios (CEBR, por sus siglas en inglés), con sede en Gran Bretaña, pronosticó que el euro tiene 99 por ciento de posibilidades de desaparecer en los próximos 10 años, y que incluso desde 2012 verá la salida de al menos uno de sus miembros. Aunque los gobernantes europeos siguen afirmando que no permitirán la debacle de la divisa común, la sola mención de ese escenario es reflejo de la fragilidad y la incertidumbre que enfrenta actualmente el mayor proyecto de integración económica y monetaria de la historia.
En retrospectiva, es inevitable vincular esa fragilidad e incertidumbre con las fallas que arrastra de origen el proceso de integración que se desarrolla en esa región del mundo. Aunque la preocupación inmediata de autoridades regionales, de los gobiernos nacionales, de las compañías y las sociedades pase por la salvación del euro, no puede dejar de mencionarse que el proceso de integración económica en general, y el de la divisa única en particular, se dieron en el viejo continente sin que las autoridades correspondientes prestaran atención a los desequilibrios y asimetrías existentes entre las economías de la zona -en la que convergen potencias mundiales, como Alemania, con economías periféricas y débiles, como Grecia-, y sin que establecieran mecanismos eficaces de transparencia, control fiscal y corrección de las escandalosas desigualdades que privan en esos países, incluso en los más desarrollados. Diez años después, tales descuidos se han saldado con un deterioro del tejido económico -y por tanto el social-, con poblaciones enteras colocadas a merced de los vaivenes del mercado y con un reducido margen de maniobra para la intervención estatal en rescate de los sectores menos favorecidos.
Con todo, la desaparición del euro no sería una buena noticia para nadie: no lo sería, ciertamente, para las economías europeas, que verían severamente afectado su proceso de integración económica y comercial y enfrentarían desde dificultades técnicas por la reintroducción de las divisas anteriores al euro hasta el crecimiento exponencial de los índices de desocupación que afectan a la región; pero no lo sería tampoco para el resto del mundo, toda vez que el desplome de la moneda común europea retroalimentaría el proceso de crisis planetaria, por vía del colapso de instituciones bancarias europeas con amplia presencia en otros sistemas financieros, como el mexicano.
Así pues, la falta de previsión, de regulación y de sensibilidad de las autoridades económicas europeas coloca a ese continente y al mundo en una disyuntiva indeseable: presenciar el sacrificio de mayorías en las naciones europeas en problemas -como demandan los planes de salvamento del euro dados a conocer hasta ahora- o enfrentar un escenario de renovadas turbulencias económicas, cuyas consecuencias pudieran resultar catastróficas.