La economía de la Unión Europea (UE) presenta un panorama desalentador. Su política monetaria común y su divisa, el euro, atraviesan la crisis más importante desde que fueran puestos en vigencia a principios de 2002. Todos los signos que anunciaban una turbulencia singular se fueron confirmando. Uno tras otro. También los ataques de los especuladores. […]
La economía de la Unión Europea (UE) presenta un panorama desalentador. Su política monetaria común y su divisa, el euro, atraviesan la crisis más importante desde que fueran puestos en vigencia a principios de 2002. Todos los signos que anunciaban una turbulencia singular se fueron confirmando. Uno tras otro. También los ataques de los especuladores. A la lenta recuperación que manifiestan Alemania y Francia, aún no repuestas de la implosión financiera de 2008, se le ha sumado la crítica situación de Grecia, España, y Portugal. «Europa está en una encrucijada. Su futuro depende del éxito del plan de ayuda que instrumentemos«, afirmó con expresión de fatiga Angela Merkel, la canciller alemana, hace unos días.
Los primeros antecedentes de la UE remiten a los años cincuenta del siglo pasado. Seis países (Alemania, Francia, Italia, Holanda, Bélgica y Luxemburgo), con la necesidad de reparar las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial y el auspicio norteamericano, en su afán de contener la expansión soviética, acordaron en 1951 el Tratado del Carbón y del Acero para impulsar la producción siderúrgica. Más tarde, en 1957, estos mismos países firmaron el Tratado de Roma que estableció las bases de una unión aduanera (mediante la eliminación progresiva de barreras arancelarias), de una política agraria común (para proteger y subsidiar a los agricultores propios), y dispuso, además, las primeras instituciones de la Comunidad Económica Europea (CEE), denominación que perduró hasta 1993, cuando fue reemplazada por la actual UE.
En las décadas siguientes la UE produjo otros acuerdos de importancia, junto a una ampliación paulatina de sus miembros. Se facilitó la libre circulación de capitales y servicios, y se propiciaron políticas comunes en materia de investigación y desarrollo tecnológico, medioambiente y derechos humanos. Asimismo, los Estados fueron delegando poderes y soberanía en nuevos y complejos ámbitos de debate y decisión tales como el Consejo, la Comisión y el Parlamento Europeo, y los tribunales de Justicia y de Cuentas. En particular, sobresalen los tratados de Maastricht (Holanda), de 1992, y de Lisboa, suscripto en diciembre de 2009.
En Maastricht, la UE decidió aprobar la ciudadanía europea, que permite moverse, residir y votar libremente en todos los países de la comunidad, así como también consolidar un proceso de convergencia económica y monetaria. En este sentido, sancionó cuatro iniciativas relevantes para la crisis actual: la creación de un Banco Central (BCE) y de una moneda única, la fijación de pautas estrictas de déficit fiscal, inflación y endeudamiento, y, también, la posibilidad de que la UE intervenga en la medida en que los Estados miembros no pueden alcanzar estos objetivos de forma plena. En Lisboa, por su parte, se introdujeron modificaciones de fuste a las instituciones vigentes hasta entonces, que atenuaron el fracaso de promover una Constitución comunitaria, y se crearon las figuras de presidente del Consejo Europeo y de alto representante de la UE para Asuntos Exteriores y Políticas de Seguridad, con facultades de firmar acuerdos internacionales.
Sin embargo, conviene recordar que no todos los integrantes de la UE consintieron en adoptar el euro como moneda única. De hecho, la eurozona, formalizada a fines del siglo pasado, está integrada por sólo diecisiete de los veintisiete Estados que componen la UE. Su funcionamiento prevé la fijación de la política monetaria y de las tasas de interés por parte del BCE, pero la política fiscal, presupuestaria y de gasto público -si bien pautadas por el Tratado de Maastricht- quedaron en manos de los gobiernos de cada país.
EL COLAPSO
Esta dualidad, problemática desde un principio, no ocasionó grandes sobresaltos hasta el colapso financiero mundial de 2008. Es cierto que el desfase productivo y estructural de las naciones que conforman la eurozona permitía suponer un espinoso proceso de convergencia monetaria. El desafío y las ventajas eran muy diferentes para unos y otros. Pero no es menos cierto que las dificultades -junto con las críticas y las alarmas- recién se hicieron sentir cuando las conexiones entre los bancos europeos y los mercados de la vivienda, de hipotecas y de instrumentos financieros norteamericanos desataron una ola de insolvencia tras el derrumbe de estos últimos, apenas dos años atrás.
El temblor, por entonces, sacudió a toda la UE. Incluso, traspasó las costas de la remota y solitaria Islandia. España, al igual que otros países de la eurozona, trató de apuntalar su sistema financiero con un auxilio multimillonario. Pero no pudo impedir que se desinflara la burbuja del mercado de viviendas, originando un desempleo masivo con la consiguiente recesión económica. Hoy, junto a Grecia y Portugal, constituye una terna que mantiene en vilo a las autoridades europeas. Grecia y Portugal presentan problemas diferentes a los de España. Los interrogantes residen en si podrán o no afrontar los pagos de sus respectivas deudas externas, contraídas en su mayor parte, cabe remarcar, con bancos de otros países de la UE: alemanes, ingleses y franceses. Las dudas sobre Grecia se redoblan, además, por el tamaño de sus acreencias y la inveterada costumbre de falsear las estadísticas. Su default castigaría de lleno al sistema europeo.
La UE, junto con el Fondo Monetario Internacional (FMI), aprobaron semanas atrás un enorme plan de auxilio y rescate para la eurozona. Un billón de dólares destinado a fortalecer las finanzas griegas, comprar bonos gubernamentales y facilitar garantías crediticias para los otros Estados en crisis. El debate fue arduo, hubo resistencias en el interior de los países, en Alemania por ejemplo, aunque finalmente primó la posición expresada sin medias tintas por el comisario de Asuntos Económicos y Monetarios de la UE, Olli Rehn: «Para salvaguardar la recuperación económica, que sigue siendo frágil, es absolutamente esencial contener el fuego en Grecia para que no se vuelva un incendio forestal y una amenaza para la estabilidad de toda Europa».
El plan, hasta ahora, no logró despejar la incertidumbre de los mercados financieros. Pero los compromisos que, a cambio de ayuda, contrajeron Grecia, España y Portugal de recortar el gasto público para pagar sus deudas afectarán a la mayoría de sus ciudadanos y al conjunto de los trabajadores. Un gasto público que, vale señalar, creció para evitar el colapso de los grandes bancos privados. La idea es reducir los déficits fiscales al tres por ciento del PIB a finales de 2013. Estos tres países, sin posibilidades de ejercer una política monetaria autónoma para mejorar los recursos fiscales, aceptaron instrumentar una serie de medidas que bien conocemos y padecimos los argentinos: subir impuestos al consumo, recortar subsidios, maximizar la flexibilidad laboral, reducir la inversión pública, bajar salarios y prestaciones sociales, congelar las pensiones y prolongar la edad para jubilarse. Tres gobiernos socialdemócratas, vaya paradoja, que prefirieron cortar el hilo por lo más delgado, afectando a su propia base política y social.
Algunos dirigentes europeos suponen que la solución a estos problemas consiste en centralizar la política monetaria y fiscal de la eurozona, analizando los presupuestos de los diferentes países antes de que lo aprueben los respectivos parlamentos, modificar los parámetros para evaluar las cuentas públicas, y reestructurar la deuda pública de los países más débiles. En otras palabras, reformular el Pacto de Estabilidad y Crecimiento adoptado en 1997. Sin embargo, no pocos economistas sostienen, con razón, que las medidas que se pusieron en práctica en estos días, lejos de restablecer la competitividad, agudizarán la recesión económica y, por ende, los problemas fiscales. Cuando mucho, auguran para la UE un desempeño tan mediocre como lo tuvo Japón en las últimas dos décadas. Otros economistas, con mayor dosis de escepticismo, extienden un manto de dudas sobre el futuro de la eurozona y, a mediano plazo, sobre la propia existencia del euro. Estos debates, con seguridad, fluctuarán al ritmo de los mercados bursátiles.
La UE, además de representar uno de los proyectos políticos más ambiciosos en la historia de la humanidad, es el área económica más importante del planeta. La Argentina tiene que seguir muy de cerca su evolución. La UE es nuestro principal socio comercial fuera del Mercosur y el mayor inversor extranjero. Buena parte de las exportaciones agroindustriales fluyen hacia sus puertos. Cualquier tormenta que se desate en sus tierras se hará sentir, tarde o temprano, en las nuestras.