El déficit fiscal menor a 3 por ciento del producto interno bruto fue por más de 10 años la guía ideológica de las políticas económicas europeas. Pero la ortodoxia fiscal está siendo sustituida por una actitud mucho más pragmática: los gobiernos buscan mayor libertad de acción y aceptan desequilibrios presupuestales arriba del límite sagrado cuando hay condiciones de lento crecimiento. Por cierto, el mayor déficit no ha ocasionado que los mercados financieros europeos entren en crisis y el euro tampoco se ha debilitado. Es una discusión que cobra actualidad en México en momentos que se legisla el paquete económico para 2005.
La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico publicó recientemente su nuevo pronóstico de crecimiento para los 12 países en la eurozona. En 2004 estas economías han de crecer 2 por ciento en promedio, menos de la mitad de Estados Unidos. Algunos de los países de Europa seguirán registrando una expansión menor de uno por ciento.
El fantasma del bajo crecimiento económico seguirá persiguiendo a los gobiernos de la mayor parte de la Unión Europea (UE). Para comprender el dilema basta observar las estadísticas básicas. En Alemania, con nulo aumento del producto interno bruto (PIB) en los dos últimos años, desempleo de 10.5 por ciento, la coalición socialdemócrata va de debacle en debacle en cada elección estatal. Francia creció sólo 0.5 por ciento en 2003 y el desempleo ha subido a casi 10 por ciento. Italia sufre de un desempleo de 9 por ciento y su crecimiento es de menos 0.5 por ciento.
Nada recalca más la frustración y la preocupación europeas, frente al bajo crecimiento y el desempleo, que la facilidad con la cual la ortodoxia fiscal que casi había sido canonizada durante la década de los 90 está siendo sustituida por una actitud mucho más pragmática.
Al final de la pasada década, cuando las exportaciones y la demanda interna se combinaron para producir altas tasas de crecimiento, era fácil jurar lealtad a los bajos déficit y criticar a quienes soñaban con algún posible retorno al keynesianismo. Pero cuando la recesión hace bajar los ingresos derivados de los impuestos, y los cortes presupuestales no son políticamente posibles, una adherencia a la ortodoxia aparece de repente como creer en la alquimia.Reconociendo la imposibilidad de defender causas perdidas, la Comisión de la UE decidió a principios de septiembre reformar los artículos del Pacto de Estabilidad firmado en Maastricht, Holanda, en 1991.
El pacto ha sido la guía ideológica de las políticas económicas europeas, y la base sobre la cual se erigió la unión monetaria y se introdujo el euro. Mínima inflación, reducción en la deuda pública y, sobre todo, límite de 3 por ciento a los déficit presupuestales respecto del PIB. Esas han sido las reglas sagradas. Ahora se propone dar a los gobiernos más libertad de acción y aceptar déficit por arriba del antiguo límite sagrado, cuando hay condiciones de lento o incluso negativo crecimiento productivo.
Sin embargo, no todo mundo está dispuesto a reconocer que la panacea de Maastricht llevó a la política fiscal de Europa a un callejón sin salida. El Banco Central Europeo (BCE), criatura del Pacto de Estabilidad y depositario del dogma monetarista, ha protestado su fe en las verdades monetarias y fiscales reveladas por el pacto. Siendo entidad supranacional, los distintos gobiernos no han tenido problema en rechazar los consejos de los banqueros centrales. Es necesario recalcar que el rechazo de los consejos y llamados del BCE es común a gobiernos de derecha e izquierda. Silvio Berlusconi, Gerhard Schroeder y Jacques Chirac tienen, ideológicamente, poco en común, pero, frente a la ortodoxia representada por el BCE, los tres han preferido imponer su autoridad y restaurar la capacidad de una respuesta flexible a los cambios a la coyuntura económica. El déficit fiscal en los tres países en 2004 será de 3.7 a 4 por ciento del PIB y el cielo no se ha caído, los mercados financieros no han entrado en crisis y el euro no se ha debilitado.
Dadas tales condiciones, la nueva propuesta de la Comisión Europea era ampliamente esperada. En mayo último se reportó en este suplemento sobre la «devaluación» de la ortodoxia fiscal en Europa. Por tanto, la decisión de la UE no hace más que reflejar las realidades políticas y económicas de Europa.
No sólo Francia, Alemania o Italia se han alejado del dogma. Holanda, Grecia y España han sido también incapaces de limitar sus déficit presupuestales a 3 por ciento del PIB.
Hay que considerar que la realidad del bajo crecimiento y el alto desempleo no es compatible con los ideales de solidaridad europea, o con la visión de una Europa libre de barreras políticas o económicas.
La pregunta ahora es hasta dónde estarán los gobiernos dispuestos a incurrir en déficit, y hasta qué punto tomarán en cuenta que un crecimiento rápido de la deuda pública podría desequilibrar los mercados financieros y llevar al BCE a elevar la tasa de interés. Por ahora tanto los políticos como los burócratas de Bruselas juran que los gobiernos europeos usarán con moderación la nueva libertad de incurrir déficit y aumentar el gasto público. Sin embargo, la pregunta seguirá siendo si la nueva libertad de acción será renunciada cuando resurja el crecimiento económico, o si los ministros de Finanzas, presidentes y primeros ministros de la UE no decidirán que el Pacto de Maastricht puede ser una digna muestra de museo, pero no la base de la política económica en la zona.En el contexto más amplio del discurso económico habrá que ver hasta dónde los gobiernos de Francia, Alemania o Italia seguirán adhiriéndose a los principios de los libros de texto. En los días alegres de 2000, cuando la actual realidad de poco crecimiento era sólo una pesadilla, los líderes europeos adoptaron la agenda de Lisboa, que estableció una meta muy concreta: convertir Europa en la economía más competitiva del mundo. Tal agenda implicaba desregulación de los mercados y creciente competencia interna y externa.
Hoy día, tal parece que las actitudes oficiales están muy lejos de algo remotamente parecido a tales pasos. Los dirigentes de Francia y Alemania hablan abiertamente de apoyar a «campeones industriales», y el ministro francés de Finanzas, Nicolas Sarkozy, ha propuesto reducir la ayuda a países de Europa Oriental que han reducido los impuestos sobre ganancias de las compañías. Sarkozy teme que plantas francesas se relocalicen en Europa Oriental, y tal miedo es completamente opuesto al espíritu que anima a la UE y que afirma la libertad de movimiento no sólo de personas, mercancías o servicios, sino también de capitales. Los principios económicos, al parecer, son efectivos sólo cuando no duelen.