En la tarde de ayer llegó la noticia que anunciaba el fallecimiento de la escritora y editora Eva Forest. Eva tenía 79 años y vivía en Hondarribia junto a su marido, el escritor Alfonso Sastre. Se habían conocido en 1955, y desde entonces vivieron juntos un largo idilio, que sólo la muerte ha dado por […]
En la tarde de ayer llegó la noticia que anunciaba el fallecimiento de la escritora y editora Eva Forest.
Eva tenía 79 años y vivía en Hondarribia junto a su marido, el escritor Alfonso Sastre. Se habían conocido en 1955, y desde entonces vivieron juntos un largo idilio, que sólo la muerte ha dado por finalizado pese a los intentos de sus émulos franquistas sin conseguirlo.
Fue encarcelada, torturada y nunca juzgada, por quienes más tarde inspirarían a los GAL y la razón de Estado. Pero su incansable labor, como activista y como escritora-cronista, la llevó a superar los momentos más duros de su vida y a dejar un legado de dignidad que puso en entredicho todos y cada uno de los resortes de un poder que fue incapaz de silenciarla ni doblegarla.
La dignidad está hoy de luto, pero para quienes conocimos, escuchamos y leímos a Eva Forest, el hecho de su muerte nos reafirma para continuar su tarea de denunciar la injusticia en pos de una libertad y unos derechos más humanos, o como ella misma decía en seguirle el rastro al imperialismo, disecarlo, analizarlo, descomponerlo, ver su estructura violenta, su capacidad de destrucción para la naturaleza y para la vida humana.
Su labor fue inseparable de la realizada por su compañero Alfonso, y viceversa. Por eso resulta imposible imaginar, mientras se lee una obra o un artículo de cualquiera de ellos dos, que lo que uno escribió no estuviera también pensado por el otro, que las ideas expresadas no lo fueran de ambos, que los comentarios y los razonamientos no fueran un diálogo de la pareja.
Creo que debió ser así, y que si tomamos por ejemplo el texto de Sastre «Los intelectuales y la práctica» no podemos por menos que pensar en el compromiso vital de su compañera, aunque a tenor del irónico tono que adoptó para su redacción, finalmente Eva no llegara a ser una buena intelectual de acuerdo a los siete postulados que allí se recogían.
Porque, efectivamente, para ello debería haber sido políticamente correcta y haber dejado de lado su ideario revolucionario, marxista y emancipador. Y a esos compañeros de viaje (cubanos, vascos, utópicos o trogloditas) que tan mala fama dan y peor influencia ejercen. No condenó la violencia, venga de donde venga. Por el contrario, rechazó la violencia de los opresores frente a la de los oprimidos y trabajó para que esas expresiones fueran subsanadas con justicia desde su raíz, rechazando los golpes de furia ciega, policíaca o militar, sobre los síntomas. Tampoco fue una intelectual tolerante. Porque pensó y razonó sobre este mundo, exhibió un pensamiento fuerte, preciso en sus formulaciones, frente a la blandura del discurso neoliberal en intelectuales acartonados (por cuanto son fácilmente plegables por sus dueños). Fue intransigente con el capitalismo, insumisa a sus dirigentes y reacia a sus postulados. Aunque catalana de origen mantuvo una estrecha relación con Euskal Herria, donde residía desde hacía 30 años, y ello la llevó a no mostrarse como una ciudadana del mundo, algo a lo que todo intelectual bienpensante debe aspirar. Para Eva ser de ninguna parte en concreto, o de todas en un sentido abstracto, tenía tan poco valor que prefirió ser de cuantos pueblos luchaban por su libertad y sus derechos. Iraquí en Bagdad, cubana en La Habana, venezolana en Caracas o vasca en Hondarribia. Por no ser ni siquiera fue pacifista, sino profundamente beligerante contra la tortura y sus verdugos, las misiones pacificadoras de las potencias imperialistas y la «normalidad» impuesta por un sistema económico que sojuzga a los pueblos. Además no fue demócrata, pues ni quiso comprometerse con la democracia representativa, bajo cuyo manto se han cubierto todo tipo de injusticias y de atentados a la libertad, ni aceptó que se usara esa palabra para denominar a la forma en que el capitalismo extiende las desigualdades mientras se muestra indiferente a las tragedias sociales en las que vive la mayor parte de la humanidad. Por último prefirió la justicia al orden, aunque para ello se hiciera necesario subvertir los buenos valores burgueses.
Pero aunque estos puedan llegar a ser los argumentos de los que ahora pretendan descalificar a Eva Forest, quienes compartimos su perspectiva sabemos que más importante que la bondad en un intelectual, son su honestidad y la fortaleza para no claudicar. Y en eso Eva fue un ejemplo.