Traducido para Rebelión y Tlaxcala por Antonia Cilla
Los ejemplos recientes de tortura, al abrigo del ludibrio militar, que la prensa nos ha mostrado intensamente en estos días, son expresiones «blandas» de lo que fue la práctica cotidiana en algunas unidades militares durante la fase más dura del terror de la dictadura. Los recuerdos tenebrosos de los sótanos del 2º Ejército, en San Paulo, son en sí mismo suficientes. Muchos son los que fueron torturados y algunos bárbaramente asesinados.
El hecho de no haber enfrentado – y enjuiciado de forma efectiva – a los grandes torturadores psicópatas, que mancharon completamente la historia reciente brasileña, ha terminado por legitimar a los «pequeños» psicópatas, torturadores de hoy, que se sirven del instrumental abjecto y vil de la tortura para «saludar» el ingreso de los nuevos miembros en las sombrías dependencias de la academia militar. Con choques eléctricos, hierros calientes y ahogamientos.
Si nuestro país, al menos en lo que concierne a las formalidades civiles, se liberalizó (ya que, por lo demás, hablar de democratización real suena exagerado), dicha liberalización ha pasado de largo para muchas instituciones. La barbarie de la tortura, por ejemplo, ha sido «olvidada» por la amnistía recíproca, aceptada por la dictadura militar, que tapó con la fetidez el calabozo subterráneo de la tortura.
Desde que se acabaron los años de plomo, los diferentes gobiernos civiles oscilan entre la tibieza y el servilismo en lo tocante a las atrocidades cometidas en los subterráneos de la dictadura. La llamada «Nueva República», resultado de la fuerte contingencia histórica iniciada con la enfermedad y muerte de Tancredo Neves, que llevó a Sarney al poder, fue, en gran medida, durante toda su vigencia, rehén de los militares respecto a las cuestiones consideradas esenciales. La masacre de Volta Redonda, en 1988, cuando tres obreros fueron brutalmente asesinados durante la huelga de la Compañía Siderúrgica Nacional, manchó justamente su gobierno tutelado.
Collor fue la expresión de un semi-bonapartismo civil y un aventurero respaldado por las oligarquías que, junto a su grupo predador, soñaba con las fortunas privadas que florecían a través del saqueo de la cosa pública. Sería un contra sentido imaginarle exigiendo algo de los militares.
Fernando Enrique Cardoso supo como llegar al poder sin herir los intereses dominantes, es más, se presentó como garantizador y preservador de los intereses de las instituciones autocráticas que controlaban y mandaban en el país. Es importante recordar que prorrogó el derecho de los militares para que no se sometiera a consulta pública parte de las atrocidades cometidas durante la dictadura militar, aún habiendo sido castigado directa e injustamente por ésta. El príncipe, durante su mandato, jamás pensó seriamente en restringir el poder de las armas, algo que los militares consideran sagrado. Y la tortura militar quedó bien guardada.
Lula, también en este sentido, ha sido el ejemplo más completo del embuste. La dictadura militar le castigo por las huelgas del ABC paulista, fue procesado a consecuencia de su pujante actuación como líder de los metalúrgicos, en los años 80. Pero su gobierno, con el carácter manso que le distingue, oscila entre la timidez y el servilismo. Llega a ser cómico verle en las fiestas y conmemoraciones militares.
Pero también es importante recordar que también tuvimos y tenemos nuestras buenas excepciones. Cito aquí, simbólicamente, dos de las más loables: el coraje asombroso de nuestro Don Paulo Evaristo, que con su voz suave decía cosas duras que a los militares no les gustaba oír; era la voz más auténtica, entre todas las que se podían expresar, al hablar, en una triste rima, de los sentimientos de libertad y dignidad humanas contra la barbarie de la tortura practicada por la dictadura.
Otra evocación imprescindible es la de Vladimir Herzog. Periodista digno, que combatía con las «armas» de la información libre y verdadera, rechazando, hasta donde podía, otra forma de barbarie presente: la censura. Fue brutalmente asesinado por las armas (sin comillas) de los calabozos y de los subterráneos donde dominaban la tortura y la delincuencia protofascista. La muerte de Herzog, hace treinta años, fue un referente fundamental de la lucha contra la dictadura y sus mecanismos de tortura, que la historia brasileña todavía tendrá que indagar para que podamos, de hecho, extirpar para siempre todos los tipos de tortura de la vida de nuestro país.
* Ricardo Antunes escribe los jueves, cada 15 días. 24/NOV/2005
Antonia Cilla es miembro de los colectivos de Rebelión y Tlaxcala (www.tlaxcala.es), la red de traductores por la diversidad lingüística. Esta traducción es copyleft.