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Felipe Trigo, contradicciones de una conciencia crítica en la España de la Restauración

Fuentes: Rebelión

Leopoldo Alas «Clarín», en uno de sus últimos trabajos de crítica literaria, publicado en la revista barcelonesa Pluma y lápiz el 7 de julio de 1901 con posterioridad a su fallecimiento en el mes de junio de ese mismo año, saludaba la aparición de Las ingenuas, primera novela de Felipe Trigo, con una dura invectiva. […]

Leopoldo Alas «Clarín», en uno de sus últimos trabajos de crítica literaria, publicado en la revista barcelonesa Pluma y lápiz el 7 de julio de 1901 con posterioridad a su fallecimiento en el mes de junio de ese mismo año, saludaba la aparición de Las ingenuas, primera novela de Felipe Trigo, con una dura invectiva. Para el autor de La Regenta, el novel escritor era nada menos que un «corruptor de menores y del idioma», y adolecía de una utilización del lenguaje que lo hacia «groseramente tosco, incorrecto y confuso». A partir de ese momento, el sambenito de pornográficas fue una constante en el ataque a las obras de Trigo, un estigma notoriamente injusto, puesto que estos libros no hacen otra cosa que presentar, con base en un sólido trabajo narrativo y una aguda penetración psicológica, un análisis demoledor de la hipócrita moral sexual de la época. Hay que decir, además, que en sus novelas más ambiciosas el erotismo pasa a ser un elemento secundario de un relato que despliega sobre todo una acerba crítica del caciquismo y las degradantes condiciones de vida del campesinado extremeño.

Tras el éxito que tuvo en su tiempo, en el que llegó a ser uno de los autores más leídos, la obra de Felipe Trigo quedó prácticamente olvidada durante el franquismo, hasta la reaparición de sus dos títulos más importantes en la editorial Turner dentro de su colección La novela social española (El médico rural, 1974; Jarrapellejos, 1975). La adaptación cinematográfica de esta última, por Antonio Giménez-Rico en 1987, y reediciones de algunas de sus otras novelas y narraciones cortas, han servido para llamar la atención del público sobre un escritor que ciertamente la merece. Por otra parte, trabajos de investigación recientes, como la tesis doctoral de Martín Muelas Herraiz (Universidad de Alicante, 1986), reivindican el lugar que a nuestro autor le corresponde entre los novelistas españoles del siglo XX.

Felipe Trigo vio la luz en Villanueva de la Serena en 1864. Hijo de un ingeniero que murió siendo él muy joven, sus primeros años están marcados por esta pérdida, que heredarían algunos de sus personajes más destacados, por precoces relaciones sentimentales, y por unos estudios de medicina realizados a trompicones. Es ésta una historia recogida en novelas con rasgos autobiográficos como En la carrera (1909) y El médico rural (1912). Tras un temprano matrimonio con Consuelo, una compañera de clase, la pareja se instala en Trujillanos, un pueblecito cercano a Mérida, donde él consigue una plaza de médico. Es éste el Palomas de El médico rural, que contiene un conmovedor relato de sus comienzos ejerciendo la profesión. Sus primeros fracasos profesionales, «sus primeros muertos», de los que se siente culpable, le sumen en una desesperación que le hace contemplar la idea del suicidio. Sin embargo, éxitos posteriores en difíciles casos de difteria y tétanos le devuelven la confianza en sí mismo y en su ciencia.

Son éstos los años en los que Felipe Trigo escribe artículos marxistas en El socialista y apoya activamente al partido de Pablo Iglesias. Su pensamiento deriva después, sin embargo, hacia un reformismo que le hará acercarse a personajes como Melquíades Álvarez, al que dedicará Jarrapellejos, su obra maestra. Tras aprobar unas oposiciones a Sanidad Militar, es destinado a Sevilla, donde comenzará su carrera literaria con colaboraciones en diversas publicaciones, y luego brevemente a Asturias. En Filipinas es herido de gravedad y regresa a España como un héroe y con el empleo de Teniente Coronel, decidido a consagrarse en cuerpo y alma a la literatura.

Las novelas de Felipe Trigo aparecen con regularidad entre 1901, año de publicación de Las ingenuas, y 1916, cuando pone voluntariamente fin a sus días en Madrid, sin que estén claras a fecha de hoy las razones que le empujaron a tomar esta decisión. En esta época Felipe Trigo es un autor famoso e influyente, por más que la crítica conservadora le tache de pornográfico. La consideración de Emilia Pardo Bazán, Gabriel Miró o Manuel Abril, autor de un libro editado a la muerte de Trigo en el que estudia su obra, fue sin duda un estímulo para él. Además, la literatura le proporcionó una posición económica que entre los escritores españoles de su tiempo sólo Blasco Ibáñez conseguiría superar años después.

Tiene gran interés el retrato que de Felipe Trigo nos dejó Rafael Cansinos Assens en su obra autobiográfica La novela de un literato (Alianza Editorial, 1982, 1995). Al principio de ésta, el joven Cansinos, al que acompañan Francisco Villaespesa y Andrés González Blanco, conoce al novelista en el café Colonial de Madrid. Le describe de esta forma: «Felipe Trigo, el escritor modernísimo, tenía todo el aspecto de un antiguo caballero español: lentes, tirilla, barba en abanico, y una nariz aguileña de prócer. También su trato era de gran señor, amable y lisonjero…» Trigo explica a los jóvenes la forma cómo piensa desarrollar todo un programa de educación erótica en sus próximas novelas, y el grupo bromea contemplando a las mujeres que entran en el café, que Felipe Trigo estudia doblando sus lentes a guisa de monóculo. Años después, Cansinos transcribe un diálogo con Julio Gómez del Moral, apoderado de la Editorial Renacimiento, en el que éste se refiere a Trigo con unas palabras que resultaron proféticas, pues la conversación tenía lugar unos días antes de su muerte: «No sé lo que le pasa… Le ha entrado de pronto delirio de grandezas…, ha montado un picadero en la calle del Pardo…, una garçonniere, como se dice ahora…, quiere comprar un automóvil… y fundar una gran revista, Vida (..) Y naturalmente para todo eso necesita dinero y viene aquí a que yo se lo anticipe. (…) Yo he tenido que negárselo y hablarle con franqueza (…) No sé…, pero como siga así Felipe, le auguro una catástrofe… Va a ser víctima de su misma literatura… (…) Un hombre que podía vivir tan bien… Pero le ha dado por meterse a Tenorio a su edad…, le da por la fruta verde…, ¡y la fruta verde a sus años es indigesta!»

Enterado del suicidio del novelista, Cansinos siente la necesidad de verlo por última vez y acude al cementerio de Canillas, donde han llevado provisionalmente su cuerpo. Permítasenos citar aquí completas sus palabras, impregnadas del mismo espíritu pagano de las obras de Trigo: «El cadáver del escritor reposa sobre un lecho de mampostería, plácido, sereno, casi sonriente, en pijama, como si estuviera durmiendo la siesta en su cuarto… Apenas si en la sien derecha se advierte un goterón de sangre, cual un rubí diminuto… Lo contemplamos en silencio y le rezamos un responso laico. (…) Esperábamos, yo al menos, encontrar un cadáver imponente como los de los demás… Pero este cadáver del suicida, muerto en plenitud de vida y de salud, es, si se me permite la frase, un cadáver alegre, que en vez de negar, afirma la vida, una vida misteriosa, atrayente, más bella que la de los vivos. Y salimos del camposanto no abatidos ni tristes, sino todo lo contrario, animados, vivificados, llenos de un júbilo heroico que nos hace despreciar y desafiar a la muerte… Como paganos, para los que no hubiera más que vida, vida eterna, eternamente renovada, y siempre bella y espléndida y alegre…. Dijérase que venimos de ver el cadáver de Sócrates, o de algún filósofo antiguo, que mañana irán a quemar en el fuego purificador y bello de la pira, vertiendo en ella leche y vino…»

Más allá del erotismo de las obras de Felipe Trigo, que lo hace pionero y primer maestro de la literatura de este género en lengua castellana, ya señalábamos antes que en las dos novelas que la crítica suele destacar como más perfectas entre las suyas, este elemento, aunque presente, tiene un papel secundario y subordinado. El médico rural (1912) nos narra la vida de Esteban, un joven doctor, y Jacinta, su mujer, en un par de localidades del sur de España. La primera de éstas es Palomas, una mísera aldehuela en Badajoz, donde se nos describe en detalle la desventurada existencia de los campesinos extremeños y, con tintes autobiográficos, también las dudas y fracasos de un médico inexperto. En la segunda parte, la historia adquiere un carácter distinto, pues en la más próspera Castellar, en la provincia de Córdoba, la posición de la pareja mejora notablemente. La acción se centra entonces en los éxitos profesionales de Esteban, que con estudio y dedicación llega a convertirse en un reputado médico, en la vida de los personajes más significados de la burguesía local y las intrigas de la política municipal y, ¡cómo no!, en un relato de los sucesivos amores del protagonista. Alternando sabiamente estos ingredientes, la novela resulta extraordinariamente amena, y refleja a cada paso una penetración psicológica que la hace asimismo pedagógica. Se manifiesta aquí el leitmotiv de la obra de Trigo, un intento de mostrar al desnudo la dinámica de las pasiones con un fin eminentemente educativo, a la vez que se critica implacablemente la estrechez de miras que domina la sociedad en estos asuntos. No obstante, como no podía ser de otra forma, Trigo no es capaz de encontrar una solución a la grave pregunta de cómo pueden realizarse y ser felices los seres humanos en circunstancias así. En este sentido, el final de la novela tiene gran interés. Esteban mantiene relaciones con la joven Inés, una muchacha de Castellar, a la que su familia quiere casar con un primo suyo, retrasado e impotente pero cargado de millones. Los amantes apoyan la idea, que facilitará enormemente sus encuentros, y aceptan construirse una felicidad basada en esa mentira. Esteban razona hondamente durante la boda en lo miserable de la situación que se está creando, aunque acude alborozado después a ocupar el lugar que Inés reclama para él en la alcoba nupcial. Son éstos los comportamientos contradictorios que podemos esperar en seres atrapados en una sociedad donde afectos y placeres se subordinan sin remedio a la propiedad y la familia, su sacrosanto instrumento.

Jarrapellejos (1914), con su crónica de la vida provinciana en una ciudad de la España profunda es sin duda una de las novelas fundamentales de la literatura castellana del siglo XX, pero es sobre todo uno de esos pocos libros en los que un cúmulo de elementos, manejados por una inspiración genial, son capaces de trazar sobre el papel lo esencial de un tiempo y una sociedad. Un perfecto ajuste de la prosa y la acción, en un texto donde no sobra una palabra, hace que desde la primera página nos domine la sensación de realidad. Pedro Luis Jarrapellejos, cincuenta y nueve años, cacique de La Joya, acude al campo con Orencia, su amante, que quiere ver la plaga de langostas que se abate sobre la región. Los insectos, que traen el hambre y la desolación a los campesinos, recuerdan a la elegante «el moteado velo que ella solía ponerse en los sombreros». El lenguaje dibuja la devastación de la tierra, que la pareja contempla como un extraño decorado que irrumpe en su mundo. Hombres y animales, enfrentados en esta escena, ponen ante nuestros ojos la tragedia que es la vida como producto de algún motor lejano y odioso.

La sociedad de La Joya está férreamente escindida entre la clase adinerada, propietaria de la tierra, y la muchedumbre de los campesinos pobres. Sobre unos y otros ejerce su autoridad el cacique. Los hombres del primer grupo visten traje, van al Casino y se disputan las mujeres del segundo grupo. Los campesinos trabajan duro y, cuando vienen mal dadas, pasan hambre. Así de simple es la vida en La Joya. En el primer grupo hay una amplia nómina de personajes, desde serios padres de familia hasta los borrachos del Curdin-Club (un hallazgo, el nombre). Ahí encontramos también a Octavio, el señorito inteligente y elegante, algo concienciado, pero deseoso sobre todo de concertar un matrimonio que enderece la fortuna familiar. Esta razón le hace desdeñar a Ernesta, la señorita de ciudad que ha traído a La Joya la perversa costumbre de bañarse, bella y tentadora, pero de caudal algo exiguo. Al final, Ernesta se casa con el otoñal conde de la Cruz, tres veces viudo, y como no podía ser de otra manera acaba siendo amante de Octavio.

El libro presenta un retrato psicológico de esta clase privilegiada, de sus dudas y temores, y de los automatismos que rigen su vida. Y en este sentido está lleno de episodios admirables que llegan a veces al humor más descacharrante, como en el relato de la misteriosa enfermedad de Pura Salvador, la cándida rubita. Al otro lado, la plebe vive su miseria. Juan Cidoncha es el personaje que hace de puente entre ambos mundos. De origen humilde, es profesor en el Instituto y abanderado en La Joya de las ideas socialistas. Es buen amigo de Octavio y novio de Isabel, llamada «La Fornarina», la moza más salada del pueblo que todos los ricachos persiguen, prometiendo olivares y coches de caballos.

Pedro Luis Jarrapellejos domina omnipotente las vidas de unos y otros. Cuando aprecia que Octavio, soporte de Cidoncha en sus luchas sociales, puede ser un peligro, lo desactiva regalándole un acta de diputado y convirtiéndole en un personaje dócil a su servicio. Inflamado como todos por la belleza de Isabel, encarcela con falsos testimonios a su padre para tratar de doblegarla. Hombre astuto busca siempre los métodos más apropiados para que prevalezca su regia voluntad.

La acción desemboca en tragedia cuando tres señoritos del pueblo deciden violentar a Isabel en su casa aprovechando la ausencia del padre. La joven y su madre son asesinadas y Juan Cidoncha, siempre mal visto por los poderosos, es acusado del crimen y torturado para que confiese. Pasan así unos meses angustiosos y cuando su inocencia se hace al fin evidente, al aparecer pruebas que señalan a los culpables, es puesto en libertad, aunque, protegidos por Jarrapellejos, que maneja jueces y magistrados, ninguno de ellos es encausado. Este final nos viene a decir que en una sociedad sometida a la dictadura omnímoda de un cacique, ningún concepto de Justicia es posible.

Juan Cidoncha parte de noche con rumbo incierto y tiene una última mirada para la ciudad dormida, que condensa en unas palabras el espíritu del libro: «Llegó al puente y se sentó. La Joya recortaba su sombría silueta a la luz de las estrellas. No podía quitar del pueblo el espasmo de los ojos. Con su abundancia de torres, cúpulas y cimborrios de tanta iglesia, parecíale una monstruosa vegetación de hongos sobre un enorme estercolero. Sí, sí; pueblo monstruoso, de monstruosa humanidad en putrefacción, en fermentación de todos los instintos naturales con todas las degradaciones de una decrépita sociedad en la agonía. Allí, para llegar a la posesión del pan y de la hembra -esto que consiguen los pájaros con su bella y sencilla libertad- se pasaba a través de la mentira, de los hipócritas engaños, del robo, hasta del crimen. Damas que lograban los más altos prestigios por la prostitución y el adulterio, como Orencia y la condesa; cándidas muchachas rendidas al dinero o al despotismo de hombres como don Pedro Luis y el Garañón; curas con hijos y públicas queridas y curas alcahuetes, como don Roque y el tuerto don Calixto; novias atropelladas por la autoridad, como aquella del barbero; cristianos condes vendedores de reses muertas de carbunco…; alcaldes ladrones de los pósitos; estafadores a lo Zig-Zag; bandidos en toda la extensa gama que iba desde el Gato a Marzo y Saturnino; jueces libertadores de asesinos y encausadores a sabiendas de inocentes…; y encima, flotando con la siniestra sombra de un murciélago brutal, Jarrapellejos, amparador de todos los crímenes y robos y engaños y estafas del inmenso pudridero…»

La imagen se nos queda grabada. La sensación de intensa realidad nos acompaña desde el principio hasta el fin de la novela. Nada es posible añadir o replicar a esta descripción, al retrato que todo el libro construye. Tenemos la impresión de que un mecanismo monstruoso ha quedado al descubierto. Y quedamos abrumados sobre todo porque no es la sociedad de un lejano planeta la que Felipe Trigo está poniendo ante nuestros ojos. Entre nosotros y ella media apenas un siglo. Quitemos piojos y pongamos utilitarios, quitemos hambre y pongamos telebasura. ¿Qué evolución real se ha producido en la mentalidad de las gentes mientras el crecimiento económico modificaba lo externo de sus condiciones de vida? ¿Podrá ayudarnos saber cómo éramos a discernir cómo somos hoy? Ese es el mayor reto que nos propone el libro, comprender cómo y de qué forma, a través de las esperanzas republicanas y la pesadilla franquista, la estructura social que en él se refleja se convierte en la de nuestra publicitada democracia, y analizar los cambios que han ocurrido por el camino.

En 1916, en el ápice de su genio, Felipe Trigo, que de una forma tan certera fue capaz de retratar los entresijos de la España negra, pone fin a sus días. En el momento en que más cabía esperar literariamente de su percepción aguda y desolada de la realidad del país, voluntariamente, el espectador privilegiado hace mutis por el foro. Debemos pensar que es esa misma España negra, que él también llevaba en su interior (¿quién no la lleva?) la que lo mata. Escritor de una profunda penetración psicológica y elevado a una lúcida conciencia de la sociedad que le rodeaba, no supo sin embargo encontrar la vena de desapego que le hubiera permitido navegar sin sobresaltos este piélago oscuro. Y un día, la más cobarde de las voces que habitaban en él logró imponerse en una hora funesta.

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