Incapaces para detectar el crash financiero que guardaban en el cajón del escritorio, los servicios de estudios de las entidades bancarias se atrevían, sin embargo, a predecir el derrumbe de los sistemas públicos de pensiones ¡nada menos que a treinta años vista! «El futuro resulta un tanto descorazonador: en 2040, el 16% del PIB español se dedicará a las pensiones de vejez», decían en tono apocalíptico. La propuesta de equilibrar la distribución de la riqueza a través de una Renta Básica Universal, se rechazó olímpicamente con el argumento de que supondría un 12% del PIB. Sorprende que nadie se rasgue hoy las vestiduras ni arroje ceniza sobre sus cabezas cuando, aquí y ahora, en 2008, los planes del Gobierno de España para inyectar liquidez y subsidiar con avales al sistema bancario supone 150.000 millones de euros, un 15% del PIB.
A la hora de emprender una larga travesía marítima, no es probable que una persona en su sano juicio aceptara embarcarse en un barco cualquiera. Y menos en uno tripulado por una marinería integrada por tipos proclives a cagarse por las patas abajo cuando se desencadena una galerna. Cuando lo que esá en juego es nuestra vida, la razón y el instinto de supervivencia aconsejan dejarse de tonterías y elegir compañeros de viaje fiables.
De idéntica manera, tampoco nadie en su sano juicio debería escuchar esos cantos de sirena que invitan a trasladar las pensiones de jubilación desde la nave del Estado a la oscura bodega de los bergantines que trafican con fondos bursátiles. Pues la catadura y pericia de su tripulación inspira poca confianza, como se acaba de demostrar a raíz de la tormenta iniciada por las hipotecas subprime. Esos gestores financieros que en tiempos de bonanza se pavonean arrogantes por las cubiertas del barco, se desmoronan al primer nublado, y si la tormenta arrecia son los primeros en huir en los botes de salvamento, dejando a los pasajeros abandonados a su suerte.
Durante el otoño de 2008, las aguas se han vuelto turbulentas en el océano económico. Flamantes transatlánticos de las finanzas se fueron a pique mientras los telegrafistas de los medios informativos no cesaban de transmitir pavorosas noticias: «Jornada negra; el crack financiero a la vuelta de la esquina; las Bolsas se desploman; pánico en los mercados», eran titulares recurrentes. Según Jaime Caruana, director del Departamento de Asuntos Monetarios del Fondo Monetario Internacional «en estos momentos hay cierto grado de miedo irracional en esta fase de la crisis financiera».
Así que esas orgullosas instituciones, que se presentaban ante nosotros con tanto empaque como presunción de eficacia indiscutible, son las que ahora están afectadas por el desplome, o sea, pérdida de aplomo; el pánico, es decir, miedo extremado o terror producido por la amenaza de un peligro inminente, y que con frecuencia es colectivo y contagioso; y, para colmo, irracionalidad. ¡Vaya panorama! Y es en tales buques, con tan inestables tripulaciones, donde las sirenas liberales pretenden que arriesguemos nuestro futuro de pensionistas.
No todos los países cuentan con un sistema público de pensiones de cobertura universal, como (aproximadamente) es el modelo vigente en España. Defender la continuidad del sistema público, allí donde el esfuerzo político y social ha logrado implantarlo, no es un capricho ideológico, sino un reflejo del más genuino instinto de conservación. Desde hace alrededor de un siglo, la experiencia y la cruda realidad han aconsejado que la prestación de servicios considerados básicos para la población, como la sanidad y la enseñanza, esté a cargo del Estado. Única forma de garantizar la continuidad y universalidad de las prestaciones.
El dogma liberal que sostiene que el mercado asigna los recursos mejor que un sistema público democrático, tiene un rigor parecido al de la Inmaculada Concepción. Dicho sea esto con respeto hacia las concepciones y conceptos de cualquier índole, incluidas las ideológicas. Sólo que aquí hablamos de una materia tan delicada como nuestra supervivencia el día de mañana, cuando el natural declive biológico nos impida ganar el sustento por propia mano. Un asunto que no admite bromas. Y mucho menos las de esos charlatanes a sueldo de los think tank neoconservadores, que pontifican sobre las virtudes del mercado con una mezcla de arrogancia, frivolidad y falta de rigor. Sobran debates metafísicos sobre la gravidez de la Mano Invisible, pues lo que urge remediar es la extrema gravedad de la situación a la que nos ha conducido la invisibilidad y opacidad de las finanzas. Con sus operaciones off shore y resto de agujeros negros por donde se esfuma la riqueza.
Lo que de verdad le importa al ciudadano es que su pensión de jubilación, es decir, la seguridad de contar con un ingreso en la edad provecta, no se encuentre amenazada. Y esa amenaza surge de la funesta combinación de frivolidad académica liberal y codicia de los gestores financieros que se traduce en ineficacia de comportamiento de los mercados libres de control. Según se desprende del enunciado de Clausius para sistemas termodinámicos, abandonado a sí mismo, un sistema cerrado tiende a alcanzar su máximo estado de desorden. De manera similar, fuera de control, el sistema financiero ha alcanzado niveles de máximo desorden.
Una vívida imagen de ese desorden la ofreció el famoso reloj que registra la deuda de los Estados Unidos en la Bolsa de Nueva York, que se colapsó el pasado 10 de octubre al quedarsde sin dígitos para mostrar el pasivo de la mayor economía mundial: más de 10,2 billones de dólares (un trillón de dólares, en terminología anglosajona), alrededor de 7,4 billones de euros. Tres días antes, la prensa estadounidense ofrecía desoladoras noticias sobre los fondos de pensiones. El Houston Cronicle alertaba sobre el hecho de que los planes privados de pensiones habían perdido dos billones de dólares en los últimos 15 meses, según estimaciones del director de la Oficina Presupuestaria del Congreso, Peter Orszag.
Al contrario que los ejecutivos de Wall Street, las familias estadounidenses no disponen de un paracaídas dorado al cual recurrir. La crisis de la vivienda, la contracción del crédito y otros problemas financieros han golpeado las pensiones y otros fondos de retiro, las formas más comunes de ahorro en Estados Unidos. Más de la mitad de las personas sondeadas por encargo de The Associated Press-GfK entre el 27 y el 30 de septiembre temen que tendrán que trabajar más años para poder jubilarse al haber descendido el valor de sus ahorros. Orszag indicó que ese temor tiene fundamento. Al estar invertidos en acciones bursátiles, los fondos de pensiones públicos y privados y las cuentas privadas de retiro de los trabajadores han perdido el 20% de su valor general desde mediados del 2007.
Con las turbulencias bursátiles, también las rentabilidades de los fondos de pensiones de millones de chilenos cayeron a niveles históricos. El valor de los activos de los fondos de pensiones disminuyó 16.184 millones de dólares frente al mismo período mes del 2007. En Chile, el sistema de pensiones fue privatizado en la época del sangriento dictador Augusto Pinochet, siguiendo las instrucciones de los Chicago boys, los economistas educados en una de las más furibundas escuelas neoliberales. Hasta que hace unos meses la presidenta Bachelet introdujo una pensión mínima, millones de chilenos de las clases más humildes no contaban con ningún ingreso al llegar a la vejez.
¿Acaso debería el capitalismo ocuparse de las pensiones de vejez de los no inversionistas? Eso es un asunto que pertenece al campo de la solidaridad y no del egoísmo, principo rector del sistema capitalista en sus distintas variantes de avaricia, codicia e interés. Como explicó en el XVIII su profeta Adam Smith, en La riqueza de las naciones, el capitalismo no pretende ejercer la filantropía. Será el interés y el beneficio propios del «carnicero, el panadero o el cervecero» los que procuran nuestra cena y no «su benevolencia» o «sus sentimientos humanitarios». «A ellos no les hablamos de nuestras necesidades, sino de su interés».
Abandonados a sí mismos, esto es, a la lógica estructural de la codicia, el resultado del comportamiento de los mercados no regulados era fácilmente previsible por una elemental aplicación de la teoría matemática de juegos. Pese a ello, la desregulación -otro estandarte de guerra neoliberal- ha regido la economía durante las últimas décadas. Un período durante el cual la literatura económica dominante y los grupos de presión se han dedicado a difundir los sagrados mandamientos del llamado Consenso de Washington. Mientras que los enfervorecidos talibanes ultraliberales hacían profesión de fe en el dogma del no intervencionismo profiriendo el grito sagrado: «Que el Estado saque sus sucias zarpas de mis asuntos».
Pero cuando este tinglado mercantil y financiero se ha venido abajo, todos sus protagonistas han pedido, algunos de rodillas, que venga el Estado a poner bajo control esta situación desbordada. Enfrentados a una crisis, lo único que saben hacer los gestores financieros, los capitanes de industria o los empresarios del ladrillo, es gimotear como niños a los que el juego se les ha ido de las manos. «Hagamos un paréntesis en el mercado», dice el presidente de la patronal española, hasta ayer gran libremercadista. «Que el Gobierno subsidie con 1.000 euros la compra de un vehículo», sugieren con descaro los vendedores de automóviles (en lugar de aplicar ellos, en buena regla mercantil de oferta, un descuento de ese tipo). No, ahora vienen todos a suplicar de manera vergonzante que Papá Estado se encargue de reponer los cristales rotos.
A la primera de cambio, estos mercachifles de tres al cuarto pasan de la arrogancia a un desmayo propio de ñoñas damiselas victorianas. Mientras que el Estado, por definición, está obligado a ser fuerte: Non est potestas super terram quae comparetur ei. «Nada hay en la tierra que pueda compararse con él. Está hecho para no tener miedo. A toda cosa altiva la ve bajo él; y es el rey de todos los hijos del orgullo», escribía Thomas Hobbes en el prólogo de Leviatán, el libro en el que propuso un modelo de poder basado en un Estado autoritario cuya grandeza fuera semejante a la ese Leviatán bíblico al que «los montes le ofrecen tributo así como todas las bestias salvajes que allí retozan» (Job, 40, 20).
Y para salvar al mundo de la peor crisis económica ocurrida desde 1929, los diferentes Gobiernos del mundo, comenzando por el estadounidense -gran referente de neoliberales-, han tenido que intervenir en «los mercados» inyectando millonarias cantidades monetarias y nacionalizando, de forma más o menos explícita, buena parte de las principales entidades de banca privada. Con dinero, claro está, procedente de los impuestos que gravan los ingresos de las capas asalariadas de la población. Porque ya se sabe que los ricos no pagan impuestos al depositar su capital en invisibles paraísos fiscales. Y en lo tocante a las empresas, se nos ha dicho hasta la saciedad, hay que aliviarlas del peso fiscal.
A todo esto ¿qué hacemos con las pensiones de jubilación? ¿prestamos oídos a los que nos aconsejan ponerlas en manos privadas o seguimos confiando en que las garras de Leviatán las defiendan de la codicia financiera? Incapaces para detectar el crash financiero que guardaban en el cajón del escritorio, los servicios de estudios de las entidades bancarias se atrevían, sin embargo, a predecir el derrumbe de los sistemas públicos de pensiones ¡nada menos que a treinta años vista! «El futuro resulta un tanto descorazonador: en 2040, el 16% del PIB español se dedicará a las pensiones de vejez», decían en tono apocalíptico. La propuesta de equilibrar la distribución de la riqueza a través de una Renta Básica Universal, se rechazó olímpicamente con el argumento de que supondría un 12% del PIB. Sorprende que nadie se rasgue hoy las vestiduras ni arroje ceniza sobre sus cabezas cuando, aquí y ahora, en 2008, los planes del Gobierno de España para inyectar liquidez y subsidiar con avales al sistema bancario supone 150.000 millones de euros, un 15% del PIB.
El inolvidable humorista Miguel Gila anunciaba una bebida entablando un diálogo telefónico con los zumos de naranja derivados de zumo concentrado, afeándoles lo absurdo que parecía todo ese proceso de concentración-desconcentración pudiendo envasar directamente el zumo exprimido de las naranjas. Un absurdo similar al que se produciría si dejamos las pensiones en manos de los especuladores. Pues, una vez que éstos hicieran naufragar el barco, cosa que han demostrado que es lo mejor que saben hacer, tendría que ser el remolcador del Estado el que acudiera al rescate de los damnificados. Comprenderán que, para ese viaje, es mejor dejar las cosas como están. Resulta más seguro y más barato, esto es, más económico.
Basta ya de esos experimentos tan frívolos intelectualmente como delincuentes en la acción. A la vista de los últimos desastres, estaríamos absolutamente faltos de conocimiento si abandonáramos nuestro futuro en la manos – invisibles por supuesto- de los mercados financieros. Así que, señoras y señores neoliberales, dejad de aburrirnos con vuestras monsergas sobre la privatización de los servicios y pensiones públicas. Con las cosas de comer no se juega, de manera que no nos toquéis más las naranjas: haced el puñetero favor de sacar vuestras especuladoras zarpas de nuestros asuntos vitales.
* José Antonio Pérez es miembro del Observatorio de la Renta Básica de Ciudadanía de Attac Madrid