Flamin’ Hot: El sabor que cambió la historia, una película que se estrenó el mes pasado y hace poco se exhibió en el jardín sur de la Casa Blanca, es una pieza de propaganda diseñada para hacer que los mexicano-estadounidenses y los latinos, en general, se sientan bien consigo mismos. No hay nada inherentemente malo en crear una película que busque hacer que una persona o grupo se sientan bien (véase: el género de películas feel-good o películas que te hacen sentir bien). Incluso puede ser positivo verte reflejado en varios medios.
Pero Flamin’ Hot no es solo una película muy mala. Es mala propaganda. A sabiendas o no, refuerza la supremacía blanca que pretende combatir. Al describir un mundo en el que los mexicano-estadounidenses (y, de manera implícita, todos los latinos) necesitamos la aprobación de los blancos para sentirnos bien con nosotros mismos, refuerza el mito de la superioridad blanca. Ganar, en el mundo de Flamin’ Hot, significa parecerse a los que te oprimen.
Considerando lo poco representados que estamos los latinos y nuestras historias en las librerías, en la televisión y en el cine, criticar el debut de Eva Longoria en la dirección de largometrajes puede provocar que otros latinos me tachen de antilatino, de traidor a la raza, de pocho, jerga para referirse a un mexicano-estadounidense que ha perdido la conexión con su ascendencia.
Deberías alegrarte de que la película haya sido seleccionada, dirán, y nada menos que por Searchlight Pictures, Disney+ y Hulu.
Pero no me conformo con migajas. Nadie debería hacerlo. Los latinos merecen complejidad y matices, verdad y belleza. Los latinos merecen arte, no agendas insultantemente simplistas y apenas disimuladas que socavan nuestra dignidad inherente e inalienable.
Flamin’ Hot es una película basada en la vida de Richard Montañez, un hombre que afirma haber inventado los Cheetos Flamin’ Hot. Es casi seguro que no sea así, un hecho que sabemos gracias a The Los Angeles Times. Aun así, Montañez, interpretado por Jesse García, es retratado como un conserje convertido en inventor de los Cheetos Flamin’ Hot y genio de la mercadotecnia. A base de trabajo duro e iniciativa, salva su fábrica y los puestos de trabajo de sus compañeros, y de paso se gana un lugar entre los altos ejecutivos.
“Iniciativa” es una palabra importante en Flamin’ Hot. Al comienzo de la película, cuando Montañez batalla para conseguir un trabajo, el que sea, el propietario blanco de una tienda le dice que no “parece ser alguien con un ápice de iniciativa”. El arco argumental de Montañez durante la siguiente hora y media alcanza un clímax temático durante una llamada telefónica con Roger Enrico, entonces director ejecutivo de PepsiCo y, por extensión, de Frito-Lay. “No puedo dejar de pensar en tu iniciativa”, le dice Enrico.
Montañez ha conquistado a un hombre blanco.
“Iniciativa” me hace pensar en otra película que se propone ser edificante, Con ganas de triunfar, el drama de 1988 estelarizado por Edward James Olmos que interpreta a Jaime Escalante, el maestro latino de matemáticas que hace que su grupo de alumnos pasen de reprobar a ser sobresalientes. En esa película, la palabra clave es “ganas”, un término que denota deseo, ambición, iniciativa. “Ya tienen dos puntos en contra: su nombre y su complexión”, dice Olmos en una de las escenas más famosas de la película. “Aquí van a trabajar más duro de lo que nunca han trabajado en ningún otro lugar”, le dice a la clase. “Y lo único que les pido son ganas”. Treinta y cinco años después, la película de Longoria transmite el mismo mensaje: con trabajo duro e iniciativa, se puede acabar con el estereotipo del mexicano tonto y vago.
Los estereotipos son parte de una sociedad racista. Entender que son generalizaciones reductivas, más que verdades duraderas, no ayuda a eliminar los comportamientos racialmente codificados de sus peligros. Por ejemplo, en la universidad, si un profesor o un colega blanco llegan tarde a una clase o reunión, yo asumía que tuvieron un buen motivo. Si yo llegaba tarde a una clase o reunión, no podía dejar de preguntarme si alguien pensaba que estaba en una “pausa PC”, que significa el tiempo que se toma una persona de color, un concepto del que solo me enteré a través de las bromas de Bill de Blasio y Hillary Clinton.
Pero ¿acaso a estas alturas, el año 2023 de Nuestro Señor, no nos hemos dado cuenta de que la responsabilidad recae en quienes mantienen el estereotipo y no en nosotros? Flamin’ Hot nos dice que “no”, que solo mediante el evangelio de las ganas podemos entrar en el reino de los cielos. La película no se da cuenta de que Estados Unidos es un país calvinista: nuestras obras no nos salvarán. A estas alturas, los latinos no convenceremos a nadie, que no lo haya hecho ya, de que nos acepte. Estamos perdiendo el tiempo intentándolo.
Y miren que Flamin’ Hot lo intenta. En una escena, un puñado de niños blancos molestan al joven Montañez por su almuerzo, un burrito. “Parece que lo sacaste del baño”, dice uno. Montañez ensalza en voz alta las virtudes de su almuerzo: “Ay, Dios Mío”, dice con un acento marcado, con los ojos desorbitados. “¡Tan rico! ¡Delicioso! ¿Quieren?”. Uno de los niños reta a otro a que lo pruebe. Después de darle un mordisco, viene una retahíla de elogios. “Oye, ¡está muy bueno!”, dice el niño. “¡Quiero! ¡Dame!”, dice otro. Y así surgió la cadena Chipotle.
Más tarde, cuando intenta convencer a un compañero de trabajo pesimista de que los Cheetos Flamin’ Hot son la clave para salvar la fábrica, Montañez recuerda ese momento: “A veces, solo hace falta demostrarles el valor de un burrito”. Y continúa: “Puede parecer que no vale nada, pero si la gente le diera una mordida, se daría cuenta”. Por si no queda claro —estas frases se pronuncian con la sutileza de un ladrillo lanzado a una ventana—, Montañez no solo se refiere a los burritos. Hay ejemplos más explícitos y atroces de la analogía de nuestra gente con la comida a lo largo de la película. En otra escena, Montañez se refiere a los trabajadores de la fábrica en peligro como “un montón de papas fritas quemadas en una cinta transportadora, esperando a que las tiren”.
Flamin’ Hot es una guía para conquistar al hombre blanco: prueba nuestros burritos, conócenos y comprueba que no somos tan malos. Y la película termina con escenas en las que Montañez se gana un sitio en la mesa literal y metafórica del hombre blanco. La cámara se abre con un plano de cocineros latinos y luego sigue a un camarero latino por un restaurante que, salvo Montañez y su mujer, parece frecuentado exclusivamente por blancos. Al salir del restaurante, Montañez da generosas propinas a los camareros, al ayudante de camarero y al valet, todos latinos.
Flamin’ Hot ni siquiera es propaganda eficaz. Puede haber un latino exitoso, dice la película, pero solo uno; las personas a su servicio también deben ser latinas. Casi todos los blancos de la película aparecen como villanos, pero, al final, resulta desconcertante que valga la pena unirse a ellos en lugar de vencerlos. Puedes ser latino y ocupar el lugar de un blanco, pero una vez allí, tienes que mantener el orden racial vigente.
No suelo ver películas que hablen tan directamente de este aspecto de mi identidad. No es porque no me afecten, sino porque temo que me afecten demasiado. Los sentimientos pueden ser abrumadores, sobre todo los sentimientos sobre la raza. Pero cuando vi que gran parte de las críticas de la película tenían que ver con su falta de veracidad, quise verla con mis propios ojos e interpretarla en sus propios términos.
Una película puede alejarse de la verdad estricta y captar una verdad más amplia y profunda, así que esperaba que Flamin’ Hot me sorprendiera. Verla ha sido una absoluta decepción y solo puedo esperar que la gente que está entusiasmada con la película no tarde en desarrollar una mirada más crítica sobre ella y sobre lo que representa. Cuando nos demos cuenta de que nos pide que nos arrastremos para que los blancos nos acepten, que nos unamos a las filas de los opresores sin mejorar de manera significativa la suerte de todos nosotros, no deberíamos volver a ver esta película.
Espero que Eva Longoria haga más películas. Espero que más historias sobre latinos, hechas por latinos, lleguen a nuestros diversos medios de comunicación. Pero también espero que esas historias incursionen en temas nuevos en la búsqueda de exponer la realidad de ser latino, de ser humano. Flamin’ Hot: El sabor que cambió la historia, más que expandir o incluso describir de manera adecuada esa realidad, la limita.
Adrian J. Rivera es asistente editorial de la sección de Opinión de The New York Times.