En un intento supremo por salvar a un organismo sumamente desgastado por su culpabilidad de imponer políticas económicas en detrimento de las grandes mayorías del mundo, la reciente reunión del G-20 controlada por las naciones más poderosas del mundo encabezada por Estados Unidos, trató de reflotar al Fondo Monetario Internacional (FMI). En momentos en que […]
En un intento supremo por salvar a un organismo sumamente desgastado por su culpabilidad de imponer políticas económicas en detrimento de las grandes mayorías del mundo, la reciente reunión del G-20 controlada por las naciones más poderosas del mundo encabezada por Estados Unidos, trató de reflotar al Fondo Monetario Internacional (FMI).
En momentos en que la crisis económica-financiera del capitalismo atraviesa uno de los capítulos más agudos de su historia, las potencias occidentales, con algunos países denominados emergentes se reunieron en Washington para tratar de salvar el libre comercio, la propiedad privada, la recuperación del dólar como moneda internacional, las políticas neoliberales ya fracasadas y, sobre todo, la forma de control financiero que han ejercido sobre las naciones pobres del orbe a través del FMI y el Banco Mundial desde que estas instituciones fueron fundadas en 1944 en Bretton Woods.
Resulta inconcebible y contradictorio que en la declaración final de la Cumbre del G-20, se llame a reformar desde posiciones capitalistas al FMI para que juegue un papel más efectivo en su accionar y que «saque experiencia de de la actual crisis financiera» que paradójicamente este organismo ayudó a fomentar.
Como era de esperar, el director general del FMI, Dominique Strauss-Kahn, presente en el cónclave, inmediatamente declaró que para favorecer con empréstitos a países que lo están solicitando ante los actuales problemas financieros, el organismo necesita urgentemente de nuevas donaciones monetarias para hacerle frente a las solicitudes.
Gran Bretaña, Estados Unidos y Japón esperaban que varias economías emergentes anunciaran empréstitos a ese organismo que solicitaba 100 000 millones adicionales a una cifra similar que había anunciado Tokio, pero nadie más alzó la voz.
El FMI no jugó ningún rol para contener la crisis de los créditos hipotecarios en Estados Unidos ni tampoco fue capaz de realizar un aviso ante tamaña situación que se avecinaba.
Esa institución desde hace 64 años obliga a que los países en desarrollo apliquen medidas económicas que han beneficiado en todo momento a las capas adineradas de la sociedad y a las grandes compañías. Las naciones que se negaban a cumplir sus directivas eran apartadas o ignoradas en el otorgamiento de créditos mientras apoyaba y aupaba regímenes dictatoriales y corruptos como el de Augusto Pinochet en Chile, Mobutu Sese Seko en el antiguo Zaire, Suharta en Indonesia o Jorge Videla en Argentina, por citar algunos.
En los albores de la década de 1980 cuando estalla la crisis de la deuda externa, el organismo financiero obligó a sus deudores a realizar ajustes profundos en sus programas sociales, abrir las puertas a las transnacionales, impulsar la privatización en detrimento de industrias y servicios públicos, lo que en su conjunto conllevó al saqueo de las riquezas, a la elevación de la pobreza y a una mayor desigualdad social en esas naciones.
Desde la fundación del Banco Mundial (BM) y del Fondo Monetario Internacional, Estados Unidos y Europa mantienen un pacto para controlarlo. De esa forma, el primero impone los directivos en el BM y el segundo en el FMI sin que medie oportunidad de que algún país del Tercer Mundo alcance esos puestos.
Como esos organismos se arrogan el derecho de poseer inmunidad jurídica total, tampoco se les puede realizar reformas sin la aprobación de Washington y otros países ricos que ostentan la enorme mayoría de los votos por ser los máximos acreedores. Pequeños países europeos como Suiza o Bélgica tienen más votos que India, Brasil o México porque el poder se asienta sobre el dinero que cada país aportaba a las instituciones.
Por eso han sonado tan falsos los llamados que en la reunión del G-20 hicieron los poderosos a realizar cambios para un llamado Bretton Woods II.
Muchos países del Sur se han dado cuenta de lo obsoleta y arbitraria política económica y social que llevan a cabo esos entes y se han ido separando de ellas como Brasil, Argentina, Indonesia, Venezuela, Malasia que incluso algunos liquidaron anticipadamente sus deudas salirse de su control.
Esto ha motivado que el FMI no logra en la actualidad cubrir sus gastos de funcionamiento y hasta su propia existencia está amenazada. De ahí la necesidad de un cambio con coloretes, es decir, no para mejoras la situación de hambre y pobreza en el mundo, sino para buscar su sobre vivencia.
A esto se suma la toma de conciencia en gobiernos del Sur que llaman a crear nuevas alianzas económica-financieras regionales e interregionales que laboren a favor de las grandes mayorías y posibiliten el desarrollo de sus poblaciones.
En este contexto, iniciativas como el Alternativa Bolivariana Para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) y el Banco del Sur están llamadas a ampliar su radio de acción y consolidar su perspectiva hacia una mayor integración.
En el mundo surgen economías y países con economías fuertes que también se dan cuenta de lo dañino de las políticas aplicadas durante décadas por el FMI y la necesidad de más que cambiarlas, eliminarlas.
A eso se enfrenta hoy el Fondo Monetario Internacional y por eso las naciones ricas tratan por todos los medios de salvarla para mantener sus prebendas y controles sobre los pobres. Pero como dice el refrán, no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista.