El Gobierno del PT vive su peor momento con multitudinarias manifestaciones que piden el cese de la presidenta Dilma Rousseff.
En la política en Brasil hay un refrán que sirve para designar a las actitudes de una izquierda que, sea por excesiva ingenuidad idealista, sea por dogmatismo miope, sea por simple testarudez, se vuelve presa fácil de la derecha. Se dice que es la izquierda que a la derecha le gusta. Romper la naturalidad del consenso conservador exige una destreza para la que la sencillez de las ideas no basta. Hace falta mucha más astucia. Los varios siglos de vigencia de un orden social pesadamente segregador, jerarquizante y autoritario en Brasil convirtió al sistema de valores conservador en algo «natural», una «naturalidad» de la que muchas veces ni siquiera la izquierda escapa.
Utilizando un concepto de la lingüística, se puede decir que, en el espectro político brasileño, la derecha ha sido el término «no marcado», el término de la generalidad, mientras que la especificidad, la excepcionalidad, no sólo le ha tocado a la izquierda, sino que también ha sido siempre su estigma y anatema. No se trata sencillamente de lo novedoso de las utopías. Las ideas mismas de justicia social y participación ciudadana, la simple fórmula republicana de que todo el poder emana del pueblo, por la falta de una narrativa de la irrupción popular en el espacio de la gobernanza, ocupan el lugar de lo anómalo en el campo de las experiencias históricas y en el curso del pensamiento social en Brasil.El reciente decenio del Partido de los Trabajadores (PT) en el gobierno federal tampoco atisbó un mínimo sentido para una idea tan exótica como la de poder popular ―o de poder de los de abajo―. La narrativa (o contranarrativa) que se venía gestando desde la segunda mitad de los 80 acerca de la ampliación de la ciudadanía y del robustecimiento institucional del espacio público (no sólo del Estado) ―que animó la primera década y media de existencia del mismo Partido de los Trabajadores― ha sido tronchada en algún momento, domesticada y reducida al gueto de legitimidad corporativista y clientelar de las ONG. Esta narrativa estaba ya definitivamente derrotada, incluso dentro del PT, cuando éste llegó al gobierno federal.
El neodesarrollismo por el que el PT ―o lo que se llamó el «lulismo»― pretendió entonces legitimarse como alternativa amena al orden señorial no tuvo jamás cosa alguna que ver con el andamiaje de los derechos, pero sí con una ideología hedonista dimanada de un cierto proletariado urbano ―de donde surgió Lula da Silva― cebado en los valores del «milagro económico» de la dictadura militar; una ideología lastrada en la masificación del consumo y en el espejismo de la suficiencia de las oportunidades individuales.
Así, este proyecto encontró su cauce en una suerte de política de distribución (y reificación simbólica) de bonos (sea cual sea su forma específica): «bono automóvil» en lugar de una política de transportes; «bono vivienda» en lugar de una política de gestión del espacio urbano; «bono universidad» en lugar de una política de educación ―educación no en el sentido del entrenamiento de la mano de obra, sino de la formación intelectual de las personas― y todo un largo etcétera.
En esta lógica de los bonos, la «política» se vuelve una política por omisión, expresión elemental de un laissez-faire no mucho más que asistencialista. Así que, si por fuerza de alguna crisis económica o cambio de gobierno se acaban los bonos, se acaban también los derechos. La «inclusión» no es mucho más que una farsa espasmódica. Esto no llega, evidentemente, a ser siquiera un proyecto socialdemócrata. Es antes bien un glaceado socialdemócrata, donde, a la diferencia de la socialdemocracia clásica, no entra ni pizca de gravamen sobre el capital (incluido el financiero) o el gran patrimonio.
La crisis política reciente en la que se metió el país ha sido deflagrada por la crisis de gestión económica del agotamiento del proyecto neodesarrollista del PT: simplemente no hay más condiciones, fiscales o financieras, sin que se alcance el capital y las grandes fortunas, para seguir distribuyendo bonos, por el hecho de que tampoco hubo una política productiva más allá de la reprimarización de la economía. El explícito y contundente giro neoliberal, con su mantra de la austeridad fiscal, en la política económica del segundo gobierno de Dilma Rousseff no es más que la testificación definitiva de que, para el PT, el capital (más que todo el financiero) y las grandes fortunas son intocables.
Este compromiso estuvo en el hontanar político del «lulismo» poco antes de que el PT llegara al Gobierno. Fue la seña segura de que el PT alcanzaría al gobierno renunciando al poder. La política conciliadora de Lula da Silva, emanación de un estricto sindicalismo pragmático, es, paradójicamente, una política que huye del poder y que lo elude como problema. Quizá el patológicamente obsesivo elogio a la gestión, encarnado en la figura de Dilma Rousseff, no sea más que una otra cara del mismo fenómeno.
Se puede decir que la astucia de este «progresismo» ha sido la de sortear no sólo (aunque sólo en parte) el «orden natural» de la derecha, sino también la izquierda misma y su lugar marcado (de excepcionalidad insalvable), cosechando con esto inauditas victorias electorales. Su hegemonía ideológica estuvo garantizada mientras se pudo sostener el funcionamiento de la lógica de bonos. Desde las jornadas de manifestaciones masivas de junio del 2013, esta hegemonía comenzó a derrumbarse vertiginosamente y asomó el descontento simultáneo frente a la insuficiencia de los cambios y frente al encierro político en que se convirtió el condominio de la gobernación.
Ahora, en el momento de lo que parece ser el agotamiento definitivo del lulismo, lo que él cosecha es, de una parte, la desilusión (o incluso el sentimiento de traición) por parte de los que aprendieron (falsamente por él mismo) a depositar esperanzas en la transformación social, y de otra, una rabia feroz por parte de la derecha, este característico odio señorial iberoamericano, cercano en sentimiento y actitud política al fascismo, y que ha animado al franquismo, al pinochetismo y a tantas otras gusanadas de la misma catadura.
En el pasado 14 de agosto, el instituto Data Popular dio a conocer un sondeo por el que se deslindan en la población dos bloques expresivos de opinión política. De una parte están los «descontentos», que son los que en las últimas elecciones han votado por Dilma Rousseff, que en general aprueban al expresidente Lula da Silva, que están frustrados con el gobierno y que, aunque en muchos casos son favorables al impeachment a Roussseff, no creen que la derecha represente una mejor alternativa al país. Ellos suponen un 44% de la población. De otra parte están los «opositores», los que no han votado en Dilma Rousseff, que rechazan tajantemente al expresidente Lula da Silva, que desean sin ambages el impeachment de la actual presidente y que, por simple opción ideológica conservadora, están en contra de cualquier programa social. Estos sumarían un 36%.
Todo esto frente a un panorama general que muestra, acorde con otro instituto de estadística, el Datafolha, un 71% de reprobación al actual gobierno (una reprobación que se distribuye casi por igual en todos los estratos de renta: entre 75% para los más ricos y 69% para los más pobres), índice que rebasa el de la reprobación al expresidente Collor de Mello en vísperas de su impeachment en 1992. Por los sondeos de este otro instituto, un 66% de la población estaría favorable al impeachment de la actual presidente.
Confrontando los números, el apoyo explícito a la censura política de Rousseff ―una medida bastante radical que, sin una base jurídica consistente, equivaldría a un «golpe paraguayo» (el que sacó Fernando Lugo de la presidencia) y que significaría el alejamiento del PT del gobierno― abarcaría casi la mitad de los «descontentos». La bronca es grande y el rechazo al PT sólo no es más aplastante porque a la esquina está la sombra de la derecha, que, quizá por primera vez, dejó su cómodo lugar de generalidad silenciosa para volverse muy visible.
En marzo de este año la fracción más decididamente opositora al progresismo lulista llamó a sus primeras manifestaciones en las calles. En aquel entonces, las fronteras entre oposición y descontento estaban más difuminadas. Era el momento propicio para que la oposición conservadora, con sus imprecaciones moralistas y muy selectivas en contra de la corrupción, se recompusiera plenamente en su lugar de universal, de término no marcado. Pero no ha sido esto lo que pasó.
Aunque la lógica de bonos que movió a los gobiernos del PT haya sido comprobadamente insuficiente para cambiar los términos de la regulación social ―y esto lo constataron las jornadas de junio del 2013, pese a que el PT se rehúse a reconocerlo―, su efecto simbólico ha sido importante. De una parte constituye el meollo del artificioso relato de «las conquistas» del lulismo, este castillo de naipes que puede llegar a derrumbarse con la actual política económica, sobre todo si sobreviene otra crisis global. Y de otra parte cogió el corazón simbólico del orden señorial: el fantasma del ascenso de una «nueva clase media», el aumento del costo de mano de obra de ‘mucamos’ y sirvientes en general, además de la progresiva presencia de toda esta ‘chusma’ en los espacios de consumo, asestaron un mazazo en las certezas de aquel viejo orden segregador, jerarquizante y autoritario.
La reacción al desorden simbólico no se hizo esperar, y reverberó en tono de discurso de odio contra el demonio: el PT y su malhadado progresismo. En este contexto, cualquier excusa es buena. La principal de ellas (y la más hipócrita) es la demonización selectiva de la corrupción en una máquina electoral que el PT, al mismo tiempo que se regaló con ella, no se dispuso y no trató de alistar recursos ―de igual modo como lo hizo en todos los demás ámbitos estructurales― para reformarla mientras estuvo en el (entre)dichoso condominio palaciego.
Las manifestaciones callejeras convocadas por la oposición conservadora en el 16 de agosto, cinco meses después de las primeras, sellaron el encarcelamiento de la derecha en el estrecho discurso del odio, además de su inusitada incapacidad de postularse en la condición de universal, de abarcadora y de inclusiva a algo más que no sea el orden estamental. Tres días antes de estas manifestaciones, una escandalosa masacre con aires de acción de grupo paramilitar asesinó al azar a 18 personas inocentes en el periurbano miserable de São Paulo. En el día de la manifestación en esta ciudad, un joven vecino quiso llevar un cartel de protesta en memoria de las víctimas, todos pobres. Fue ‘invitado a retirarse’ por los manifestantes.
Aparte, los explícitos mensajes de odio, que no economizaron insultos, la estrechez y la hipocresía de estas manifestaciones confirman el diagnóstico que ya dos días antes hiciera el instituto Data Popular, por el que un 71% los entrevistados asintió a la proposición de que las fuerzas de oposición al gobierno del PT «actúan en interés propio y no por el bien del país». El particularismo, el perfil bien marcado que está asumiendo la derecha en el espectro político brasileño quizá pueda que responda a toda esta onda multicultural postmoderna de afirmación de identidades, pero resulta ser un fenómeno que, en el caso de la derecha brasileña, sólo encuentra parangón cercano en el casi caricaturesco anticomunismo de los ‘milicos’ de la última dictadura.
El resultado quizá más relevante de las manifestaciones del 16 de agosto ha sido que, inmediatamente tras ellas, las principales fuerzas institucionales de oposición al Gobierno del PT dejaron de hablar de impeachment y adoptaron la consigna de la renuncia de la presidente. Los desdoblamientos políticos, salvo el hecho de que la presidente no tiene la más mínima disposición para renunciar, son todavía impredecibles.
El inmovilismo político de Rousseff y el encierro de su equipo de gobierno es verdaderamente exasperante, incluso para los del PT. Sus pocas iniciativas políticas parecen más bien erráticas. El fatalismo con el que acogieron al giro neoliberal de la política económica y sus efectos devastadores, tal como en el Partido Socialista de François Hollande, no deja mucha esperanza de crédito político para su propia tienda partidaria.
¿Se va a conformar un frente de izquierda al margen y a despecho de la hoy todavía persistente hegemonía del PT en el campo progresista? Asumiendo la estrechez de su particularismo, ¿va a convertirse la oposición finalmente en la derecha que a la izquierda le gusta? ¿O el discurso del odio va a mostrarse tan sólo como un ariete bien urdido para intentar abrir paso a un «pacificador» que querrá restaurar la «normalidad» conservadora? Por el momento sólo queda barruntar las alternativas posibles.
Ricardo Cavalcanti-Schiel, antropólogo, investigador de la Universidad de Campinas (Unicamp), Brasil
Fuente: http://www.diagonalperiodico.net/global/27554-brasil-clivajes-politicos-tiempos-colera.html