Este texto forma parte de la intervención en las Jornadas «Otra economía está en marcha», de Economistas sin fronteras, y ha aparecido, en su versión completa como contribución al Dossier 26, Verano 2017 «Repensando nuestro modelo de sociedad y economía»
Las prácticas del cuidado serán cada vez más relevantes, dada la vulnerabilidad potencial generalizada en todos nosotros y los formidables retos que plantean la demografía y la extensión de la desigualdad
La Libertad guiando al pueblo, Eugène Delacroix (1830)
Repensar el modelo de sociedad que responda a los desafíos actuales exige relanzar una idea básica de los movimientos emancipatorios de siglos pasados: la fraternidad. La fraternidad es tal vez la gran olvidada de la Revolución Francesa frente a los otros dos pilares que han concentrado el debate político del siglo XX y del actual: libertad e igualdad. Sin embargo, en un momento histórico como el que atravesamos es también el gran valor por reencontrar.
El retorno de la fraternidad, no obstante, debe venir acompañado por un contenido político específico, para no quedar reducido a un mero ornamento teórico de campañas electorales o un epíteto hermoso con el que despedir los correos electrónicos sindicales. Realidades humanas tales como el cuidado, los afectos, la reciprocidad, la vulnerabilidad, que pueblan la constelación de experiencias que han girado históricamente en torno a la fraternidad, deben ser incluidas de pleno derecho en la reflexión político-económica actual y tener por tanto una plasmación institucional.
En un contexto cada vez más áspero y descarnado como el del capitalismo en su actual fase de destrucción de la vida política, probablemente uno de los desafíos centrales y más urgentes será el de dar a tales experiencias una dimensión pública y reconocimiento político, en otras palabras, una encarnación. ¿Por qué? Porque el despliegue práctico de este ethos fraternal parece el único que puede garantizar la ciudadanía plena o activa en el marco de unas democracias cada vez más deterioradas y no limitarlas, como tan a menudo sucede, a un reconocimiento puramente abstracto y pasivo de derechos que día a día son vulnerados en las relaciones cotidianas económicas y laborales. Una sociedad fraternalistaes una sociedad tejida de relacionalidad y respeto, una sociedad consciente de quiénes se quedan atrás, una sociedad que percibe el daño social y procura los medios efectivos para restañarlo.
En esta línea, en los últimos años, el concepto de «vulnerabilidad» ha adquirido una creciente relevancia en el debate ético y político. En muchos casos, aparece acompañado de un entramado conceptual formado por ideas tales como el cuidado, lo común o la interdependencia. Todas ellos pivotan en torno a la noción de relacionalidad. Es preciso rescatar esta idea de nuestra condición relacional de la órbita de la racionalidad sujeta a interés económico y reubicarla en una perspectiva más amplia. Ello no significa pasar por alto el importante impacto económico que tienen las actividades relacionadas con los cuidados, sino más bien reclamar la injusticia de que un conjunto de prácticas, los cuidados, que tienen un impacto económico muy significativo, sean invisibilizadas y menospreciadas en nombre de una falsa noción de sostenibilidad, como si no constituyeran actividades centrales para el sistema productivo. Estas prácticas de solidaridad fundamentales se consideran «no sostenibles» y por tanto la sociedad en su conjunto se desentiende de ellas. Pero, ¿qué significa «sostener» en realidad? ¿Quién sostiene a quién? Esa es la cuestión que hay que reformular.
EL ENFOQUE ESTÁNDAR DE LOS DERECHOS ECONÓMICOS Y DEL REPARTO DE LA RIQUEZA SOCIAL CONTINÚA CONCIBIÉNDOSE SÓLO DESDE LAS SITUACIONES DE PLENITUD FÍSICA DE SUJETOS EN EDAD PRODUCTIVA
Todos somos «vulnerables» en nuestra dependencia mutua, que se manifiesta tanto intra como intergeneracionalmente. Ningún ser humano se basta a sí mismo. Todos sin excepción, y no sólo los afectados por algún tipo de dolencia incapacitante o infortunio, hemos sido y volveremos a ser dependientes, desde la infancia hasta la vejez. Sin embargo, el enfoque estándar de los derechos económicos y del reparto de la riqueza social continúa concibiéndose sólo desde las situaciones de plenitud física de sujetos en edad productiva. Esta perspectiva simplificadora actúa como un fotograma que congelase la moviola real de la vida humana.
La idea de «vulnerabilidad» no debe servir, sin embargo, como lamento sino como palanca de politización. En esta línea trabaja la reivindicación de las prácticas del cuidado, que surge históricamente como reacción contra el trasfondo neoliberal de los ochenta, con el thatcherismo y el reaganismo como laboratorios políticos, que se caracterizó por el triunfo de la inquietante figura del emprendedor y la absoluta desregulación de la dinámica mercantil. En la práctica esta corriente generó un devastador cambio de paradigma relacional: la glorificación de la ley del más fuerte y del más adaptado. Darwinismo versus fraternidad.
Hoy, a la luz de los efectos dañinos desencadenados por aquellas transformaciones, las reflexiones sobre el cuidado constituyen una potente herramienta para cuestionar aquellos presupuestos neoliberales, que no sólo continúan vigentes sino que de hecho constituyen las líneas rectoras del diseño institucional de la vida pública para las próximas décadas.
Las prácticas del cuidado, pues, serán cada vez más relevantes, dada la vulnerabilidad potencial generalizada en todos nosotros y los formidables retos que plantean la demografía y la extensión de la desigualdad. Sin embargo, la respuesta política más común frente a su papel crucial en las dinámicas profundas de la reproducción social ha sido el menosprecio, la falta de remuneración y la ausencia de organización social de estas actividades. Lo que viene podría ser aún peor: tradicionalmente confinadas al ámbito invisible de lo familiar, de su feminización y de su justificación en términos de afectividad o benevolencia, ahora serán además sometidas a un darwinismo social, al sálvese quien pueda y/o tenga medios para pagar el cuidado que precisan sus seres cercanos o él mismo.
Es preciso, pues, realizar una profunda revisión de diversos presupuestos ontológicos, morales y políticos que rigen nuestra vida en común. Nuestras sociedades todavía no disponen en gran medida de lenguajes y conceptos adecuados a esta forma de percibir nuestra vulnerabilidad, herramientas que nos permitan expresar un nuevo cuadro de inteligibilidad necesario para articular políticas efectivas de respuesta a este desafío, bajo premisas y modalidades de socialización diferentes a las que nos han conducido a la conflictiva e injusta situación actual. Hay que construir estas nociones y las prácticas políticas que las verifiquen.
Estamos forzados tanto a exigir como a proponer una reformulación de la cuestión del vínculo social, que debe abordar hasta sus últimas consecuencias la realidad de los seres humanos como seres relacionales e interdependientes y, de manera muy específica, hacerlo desde la perspectiva de su corporalidad. No es casual que esta dimensión corporal, habitualmente relegada a la invisibilidad, hoy sea precisamente el escenario clave sobre el que se ejercen no sólo la más descarada expropiación de riqueza sino también las formas más extremas y gratuitas de violencia. Sólo a partir de estos replanteamientos radicales se podrá promover la articulación de políticas públicas de protección de personas sobre el horizonte de una igualdad compleja y real, respecto a la cual no sólo se formulen unos derechos en abstracto sino que se diseñen marcos normativos sensibles a las capacidades reales, cotidianas y materiales para ejercerlos.
Repitámoslo una vez más: los rasgos esenciales de nuestra relacionalidad y las obligaciones éticas vinculadas a los mismos no surgen de situaciones estadísticas medias sino que se manifiestan allí donde precisamente no existen parámetros posibles: en aquellas circunstancias donde estas condiciones o potencialidades faltan o fallan.
Tomemos un ejemplo paradigmático: el problema que plantean las grandes dependencias, en la medida en que no responden ni al ideal de autonomía ni al paradigma de la reciprocidad. Frente a esta situación humana en la que la vida de un ser está radicalmente en manos de otros, los supuestos de racionalidad y autonomía que presiden buena parte de nuestra tradición política simplemente muestran su insuficiencia de partida. Por tanto, no sólo el modelo contractualista que intenta dar cuenta de los motivos y modalidades de asociación humana, sino también el paradigma mismo del homo economicus autónomo e independiente quedan severamente puestos en cuestión desde esta perspectiva.
Todo lo anterior indica, en última instancia, la necesidad de una concepción diferente del ser humano. Nuestra complicación abarca no sólo el hecho de ser interdependientes sobre el horizonte de un beneficio cooperativo mutuo: hace estallar las fronteras de la economía clásica basada en el beneficio, para hacer entrar a la economía en un dominio ético, la lógica del don, a la que se asocian una idea de responsabilidad y de deuda incalculables. Su definición es ontológica, es decir, previa y heterogénea respecto a la magnitud, a cualquier posibilidad de cálculo. De ahí que una de las preguntas que debemos hacernos sea tan aparentemente insensata como necesaria en el actual estado de cosas: ¿cuánto vale una vida?
El principal replanteamiento que debemos hacernos hoy día es qué clase de sociedades son aquellas donde hemos llegado a un punto en el que las vidas tienen precio, e incluso, como sostiene Judith Butler, hay vidas que no valen nada. Cuando la vida tiene un precio lo más probable es que termine por no valer nada. Algunas vidas son ya tan vulnerables que ni siquiera su explotación y menos aún su desaparición importan. No sólo son vidas invivibles, también son vidas invisibles. Existen vidas que no son del todo -o nunca llegan a serlo– reconocidas como tales, una situación ante la cual nadie responde, en el marco de una general desresponsabilización social e institucional frente al daño.
LA CONVERSIÓN DEL SER HUMANO EN RECURSO, EN CAPITAL HUMANO, CONSTITUYE EL ÚLTIMO PASO EN LA IMPLANTACIÓN DE UN TERRIBLE TIPO DE POLÍTICA SOBRE LA VIDA: LA BIOPOLÍTICA
Así pues, que el problema del valor de la vida se convierta en horizonte fundamental de una época es chocante y fuerza a preguntar antes que nada qué clase de realidad es aquella donde la vida ahora se encuentra cuestionada de un modo tan brutal. Si el respeto se caracterizaba kantianamente como la atribución al ser humano de una condición absoluta de fin y nunca de instrumento (léase, de «recursos humanos»), la racionalidad económica actual es la inversión más acabada de esta prohibición: organiza la captación de las capacidades de los seres humanos desde su nacimiento.
Todas las formas de relacionalidad humana resultan transformadas en relaciones económicas, abstraídas en la representación económica, absolutizadas como también lo ha sido la idea de individuo. La conversión del ser humano en recurso, en capital humano, constituye el último paso en la implantación de un terrible tipo de política sobre la vida: la biopolítica. En este escenario se ha hecho posible que el siglo XX sea testigo de la exposición creciente a formas de violencia inéditas y extremas.
Semejante grado de violencia sólo es posible en un mundo donde la percepción de nuestra relacionalidad constitutiva va camino de desaparecer fatalmente del horizonte de nuestra época. Horizonte que oscila entre el reino de una objetividad abstracta, que rige mecánicamente sin prestar atención a las vidas que aplasta en su curso, y el exceso de subjetividades que se autoconciben como señores absolutos sobre la vida y la muerte de otros, que ni siquiera son pensados como «otros» sino como objetos, cifras o recursos. Este extremo resulta ejemplificado por el comportamiento de aquel CEO farmacéutico que se jactaba en Instagram de la hazaña de haber incrementado un 5.000% el precio de un medicamento necesario a vida o muerte para un gran número de personas.
La «vida vulnerable» es una categoría que se extiende imparablemente por el mundo contemporáneo no sólo a través de los diversos grados de dependencia sino también por quienes no tienen ni siquiera «derecho a tener derechos» en un régimen de ciudadanía reducido a la juridificación de la condición ciudadana, como los inmigrantes indocumentados o detenidos en frontera sin que se respeten las garantías establecidas por el derecho internacional. La vulnerabilidad crece sin pausa dentro y fuera de las fronteras, interiores y exteriores, de nuestras sociedades.
En la coyuntura histórica actual, en la que se multiplican las situaciones de precariedad e incertidumbre en todos los niveles de la existencia humana, se hace más necesario que nunca replantearse que la participación de estas vidas en unos sistemas políticos donde la expresión de la capacidad política a veces se hace imposible, debido a la existencia de situaciones de dominación y/o exclusión que es urgente visibilizar.
Tal vez hoy día no es posible que los Estados ejerzan la capacidad que tuvieron en el pasado para hacer morir, pero sí les es perfectamente posible dejar morir, convirtiendo en invivibles e inviables ciertas vidas más vulnerables que otras. Como afirmó Hannah Arendt en su ensayo Nosotros, los refugiados: «La sociedad ha descubierto la discriminación como el gran arma social con el que se puede matar personas sin derramar una gota de sangre».
Alicia García Ruiz, profesora de Filosofía de la Universidad Carlos III de Madrid y miembro de Economistas sin Fronteras.
Fuente: http://ctxt.es/es/20170726/Firmas/14239/fraternidad-sociedad-cuidados-capitalismo.htm