En esta disputa con la derecha que atraviesa América Latina los medios de comunicación dominantes quieren establecer la idea de que la destitución de Dilma Roussef fue un proceso legal y no constituyó un golpe de Estado. Sin embargo, la abrumadora mayoría de expertos en cuestiones constitucionales, de los más diversos colores políticos, así como […]
En esta disputa con la derecha que atraviesa América Latina los medios de comunicación dominantes quieren establecer la idea de que la destitución de Dilma Roussef fue un proceso legal y no constituyó un golpe de Estado. Sin embargo, la abrumadora mayoría de expertos en cuestiones constitucionales, de los más diversos colores políticos, así como buena parte de los medios de comunicación internacionales, aceptan que los hechos que se le imputaban a Roussef no constituían delitos ni figuraban como causas de destitución presidencial en la constitución brasileña . Es más, los cuatro presidentes anteriores a ella y el propio Michel Temer, hoy presidente, habrían hecho lo mismo con las cuentas fiscales. Pero no valieron argumentos, había una decisión de la derecha brasileña: sacar al PT y a Dilma del gobierno y la cumplieron a cabalidad.
Lo que ha existido entonces en el Brasil es una disputa de poder. La derecha que fracasó por la vía electoral en cuatro oportunidades (2002,2006, 2010 y 2014) decidió sacar a Dilma y al PT a cualquier costo, inventando una causa y sacándola adelante en base a su eventual mayoría parlamentaria. No les interesa entonces la voluntad popular, los 54 millones de brasileños que eligieron a Dilma el 2014, sino sus intereses, principalmente económicos, que veían mellados por las reformas de 13 años de gobierno del PT. Este proceso ha sido facilitado por la corrupción que infesta la política brasileña -incluido el propio PT de Dilma- aunque no hayan acusaciones directas en este sentido contra la Presidenta y sí, más bien, contra la mayoría de los senadores que votaron su destitución.
Pero, no es la primera vez que estos golpes parlamentarios suceden en América Latina, ya pasó en Honduras contra Nel Zelaya el 2009 y en Paraguay contra Fernando Lugo el 2014. Es la tercera vez que se repite el plato y esto nos llama la atención sobre una ofensiva orquestada contra los gobiernos progresistas en la región, que levantando la bandera de la democracia usa métodos autoritarios para terminar con sus adversarios políticos. Son ejemplares en este sentido el papel de la OEA y su Secretario General Luis Almagro, muy activos con Venezuela pero pasivos frente a Brasil, así como el gobierno de los Estados Unidos espiando a Dilma y conspirando abiertamente contra Maduro.
La cuestión democrática vuelve así a estar en el centro de la escena. Los gobiernos progresistas se propagaron en América Latina -llegaron a 12 en su mejor momento- por la crisis de las llamadas «transiciones a la democracia» de los últimos 25 años del siglo XX. Esas transiciones produjeron regímenes de democracia restringida que devolvieron algunos derechos civiles y políticos pero recortaron o eliminaron derechos sociales. Este grave déficit fue respondido por las masas en la calle -del Caracazo en 1989, al que se vayan todos argentino del 2002, hasta la huida de Sánchez de Losada en Bolivia el 2003- dando lugar a los gobierno populares.
Sin embargo, los afanes de redistribución de los recursos y profundización democrática de los gobiernos progresistas, chocaron tanto con la resistencia abierta de la derecha como con la no superación de problemas ancestrales de estos países. Me refiero al modelo económico primario exportador dominante y a la corrupción endémica que ha caracterizado a los estados latinoamericanos.
Esta situación ha conducido a crisis que con diversas características nacionales están regresando a las derechas al poder. El objetivo como lo vemos donde el retroceso ya se ha producido es marchar a distintas variantes de democracias restringidas que tienen como programa inmediato la vuelta al neoliberalismo y los paquetes de ajuste perpetuo de la economía, para que el excedente, si existe, vuelva de los bolsillos de las mayorías a los de una pequeña minoría privilegiada.
El proceso ciertamente no ha terminado. En el Brasil la canalla que ha sucedido a Dilma la va a tener difícil de aquí al 2018 en que se dan nuevas elecciones. Le toca ahora a América Latina, a los demócratas que entendemos la democracia más allá del acuerdo entre élites a enfrentar esta nueva ofensiva reaccionaria para que no revierta la democratización de la región que se vivió en los últimos 20 años. En este empeño tenemos una ventaja que debemos potenciar: la experiencia, sobre todo en la movilización y organización popular, para que nuestra América vuelva a tomar el camino de la democratización económica y política.