Decía Galdós que la literatura tenía que ser vida, y seguro que Miguel Ángel Ortiz (Ciudad del Cabo, 1981) lo sabe, de lo contrario no hubiera podido contar un universo tan complejo como el de la infancia, mas aun, como el de la infancia en los estertores previos a la adolescencia, de esta manera: le […]
Decía Galdós que la literatura tenía que ser vida, y seguro que Miguel Ángel Ortiz (Ciudad del Cabo, 1981) lo sabe, de lo contrario no hubiera podido contar un universo tan complejo como el de la infancia, mas aun, como el de la infancia en los estertores previos a la adolescencia, de esta manera: le bastan apenas las jornadas del puente del primero de mayo, en un pequeño pueblo burgalés limítrofe con el País Vasco y sin apenas otro escenario que el de un barrio propio de eso que conocemos como «clase trabajadora», allá en los inicios de los años noventa.
El fin de la infancia no es tanto la conciencia de lo que se queda atrás como el avistamiento de en qué consiste la edad adulta, algo parecido al desengaño, al abandono de la épica en lo cotidiano, algo parecido al cinismo o la apatía, algo muy similar a despreciar los pequeños sueños. Abandonar la infancia es hablar por teléfono con una madre a la que, desde que se divorció y formó una nueva familia en otra ciudad, apenas tenemos nada que decir y comenzar a comprender, como le sucede a Koldo, el motor de la pequeña pandilla de Fuera de juego, qué tipo de sentimientos atraviesan a su padre, ese adulto hasta hace poco ininteligible. En otras palabras, el final de la infancia es comenzar a comprender las leyes gravitatorias de otros planetas, hasta entonces demasiado lejanos.
Hay que crear, para contarnos todo eso, una odisea particular en busca de esa Ítaca a la que no se sabe muy bien si de verdad queremos arribar: una odisea con sus retos, sus cantos de sirenas, sus monstruos, sus lealtades, sus abandonos y sus tragedias. El arranque del puente con la promesa de un balón nuevo para jugar en la plaza del barrio, y a partir de ahí desencadenar el big bang que pone fin a algo, inicio a algo.
Miguel Ángel Ortiz, pese a la ambición del empeño, ha rehuido de artificios y grandilocuencias, de golpes de efecto y de tonos exaltados. Lo que ha hecho es poner a hablar a estos chicos y chicas: en otras palabras, ha construido una novela de personajes, donde el diálogo vertebra con pulso sereno, sin un solo descalabro, este partido en el que por momentos sus protagonistas intuyen que están fuera de juego, que están solos frente al portero porque han corrido demasiado o porque el pase les ha llegado a destiempo.
Podemos emparentar Fuera de Juego con Barrio, la película de Fernando León de Aranoa, sobre todo en ese perfecto equilibrio que mantiene por la cuerda floja de la naturalidad, en su apuesta por retratar sin aspavientos un mundo que da para todo -desde la sensiblería hasta el tremendismo- y por cómo consigue que esta historia fluya, nos arrastre, nos haga cómplices sin tomar partido, sin juzgar, sino como público, entendido como aquel que también es parte de lo que presencia. Sorprende, por tanto, que Miguel Ángel Ortiz se muestre tan seguro en una primera novela y que además lo haga al margen de modas, de todas esas obras primerizas embadurnadas hasta el ombligo de un yo empalagoso, de detectives y misterios porque sí, de nostalgias seudo izquierdista y demás tralla destinada a capear la crisis con ventas más o menos dignas. Casi estoy por decir que sorprende que haya encontrado editor. En cualquier caso, no estamos ante una promesa, sino ante una realidad, no ante una primera novela que presagia a un autor sólido, sino ante un escritor dueño ya de un estilo, un modo y un mundo asentados con firmeza.
Miguel Ángel Ortiz ha creado unos personajes inolvidables, ha sabido generar en el lector un sentimiento de identificación con todos ellos, ha construido un mundo acotado en el que se reflejan tantos otros, ha descrito sentimientos llenos de aristas con la llaneza que a veces tiene la propia vida. En definitiva, si la literatura es vida, esta novela es un espléndido gol.
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