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Gabo y sus amores con el cine en La Habana

Fuentes: La Ventana

El escritor colombiano Gabriel García Márquez es una presencia familiar en los festivales de cine de La Habana, una especie de ángel tutelar que acude año tras año a rendir tributo a una vocación entrañable y frustrada. Nada más natural, entonces, que esté aquí, para festejar los 30 años de la muestra-certamen cuyo sendero ha […]

El escritor colombiano Gabriel García Márquez es una presencia familiar en los festivales de cine de La Habana, una especie de ángel tutelar que acude año tras año a rendir tributo a una vocación entrañable y frustrada. Nada más natural, entonces, que esté aquí, para festejar los 30 años de la muestra-certamen cuyo sendero ha seguido paso a paso. Como cada diciembre viene a impartir un taller de guiones a estudiantes de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños.

Es un ritual que le place tanto a él como a los cubanos y al que muchos quisiéramos asistir de incógnito por el puro disfrute de escucharlo hablar de cine mientras desovilla los hilos de Cómo contar un cuento para reivindicar un oficio que exige de quienes lo cultivan una humildad absoluta porque su destino «está en la gloria secreta de la penumbra».

A esa Escuela de la que es fundador, entre otros, junto al argentino Fernando Birri y el brasileño Nelson Pereira dos Santos, lo ligan lazos de hermandad, de sangre diríase.

Son los mismos que lo atan a la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, presidida por él desde que nació el 4 de diciembre de 1985. Doce meses después fue el bautizo en la Quinta Santa Bárbara, antigua residencia de Flor Loynaz, miembro de una prestigiosa familia de intelectuales cubanos.

Ella la había recibido, en 1939, como regalo de bodas de su novio, el arquitecto Felipe Gardyn. García Márquez la encontró al azar, cuando ya había sido nombrado presidente de la Fundación, que empezó a funcionar desde el primer momento, aun sin sede.

El gobierno de la isla la adquirió comprándola a la que entonces era su heredera, la poeta Dulce María Loynaz. El Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos asumió la restauración.

Fue allí donde Tomás Gutiérrez Alea filmó Los sobrevivientes, «una película (…) que no es una verdad más en la historia de la imaginación ni una mentira menos de la historia de Cuba, sino parte de esta tercera realidad entre la vida real y la invención pura, que es la realidad del cine», dijo García Márquez en sus palabras de apertura.

«De modo que pocas casas como ésta podrían ser tan propicias para emprender desde ella nuestro objetivo final, que es nada menos que el de lograr la integración del cine latinoamericano. Así de simple, y así de desmesurado.

«Y nadie podría condenarnos por la simpleza sino más bien por la desmesura de nuestros pasos iniciales en este primer año de vida que, por casualidad, se cumple hoy, día de Santa Bárbara, que también por artes de santidad o de santería es el nombre original de esta casa», añadió.

Aunque su aspiración de ser cineasta no germinó -para convertirse, a cambio, en uno de los narradores más universales en lengua hispana-, Gabo no cesó de persistir en su apego al cine, desde los tiempos remotos en que el coronel Nicolás Márquez lo llevó a ver, por primera vez, las películas de vaqueros, en su natal Aracataca.

Como él mismo recuerda, lo deslumbraron los personajes que vivía su vida frente a él, cuyo soplo de humanidad lo rozaba con un aliento cálido. Movido por la curiosidad, quiso saber si de verdad eran de carne y hueso tras el velo de la pantalla y su confusión fue muy grande cuando sólo vio las mismas imágenes al revés.

Al descubrir al fin cómo funcionaba el milagro, quedó atrapado en sus redes de encantamiento y misterio. Fue un flechazo de esa pasión abrasadora que crece sin cesar, para la cual no hay cura ni remedio.

Ya como periodista del diario bogotano El espectador, comenzó a escribir durante un año, una columna para comentar las películas exhibidas, y cuando el periódico lo envió a Europa como enviado especial, viajó desde Ginebra a Roma con la ilusión de conocer a Cesare Zavattini, uno de los artífices mayores del neorrealismo italiano.

Como muchos otros, apenas alcanzó a verlo de lejos, pero no importaba. Entre 1952 y 1955 estudió en el Centro Experimental de Cinematografía de Roma. «Entonces no quería más en esta vida que ser el director de cine que nunca fui».

A México llegó el 2 de julio de 1961 con el propósito definido de materializar ese anhelo candente y, al principio, trabajó para una productora mexicana y compuso con Carlos Fuentes el guión de El gallo de oro, la versión fílmica del cuento de igual nombre de Juan Rulfo.

Fue un tránsito breve por los sets de rodaje hasta que decidió volcarse de lleno en la literatura, un derrotero emprendido desde mucho antes, con la pasión de sus años juveniles, y en el cual navega hasta hoy con la misma impaciencia del corazón y ese susto equivalente al del amor con que se entrega en brazos de la página o la pantalla en blanco cada día.

Durante todo este tiempo el séptimo arte lo siguió acompañando como un fantasma tenaz, no siempre placentero. El mismo lo resumió con una elocuencia certera: A diferencia de la música, mis relaciones con el cine son las de un matrimonio mal avenido, no puedo vivir sin él ni con él tampoco «y a juzgar por la cantidad de ofertas que recibo de los productores, también al cine le ocurre lo mismo conmigo».

Sus libros y argumentos, menos Cien años de soledad -esa novela magistral que es como síntesis de casi todas las novelas imaginadas-, han sido trasladados a la pantalla con desigual fortuna por realizadores como el italiano Francesco Rossi (Crónica de una muerte anunciada) y los colombianos Jorge Alí Triana (Tiempo de morir) y Lisandro Duque (Milagro en Roma).

A ellos se suman el fallecido director cubano Tomás Gutiérrez Alea (Cartas del parque) y el mexicano Jaime Humberto Hermosillo (María de mi corazón), sin contar las historias o argumentos trasvasados a la televisión como El verano de la señora Forbes, con la alemana Hanna Schygula en el papel protagónico.

El más reciente intento fallido fue la versión de El amor en los tiempos del cólera, del británico Mike Newell, quien no pudo atrapar el pulso vibrante de una historia de amor que, desde la página escrita, convierte al lector en cómplice fervoroso, en aliado de esos amores que sólo podrán saciarse en el otoño de la vida.

De nada le valió a Newell un actor de la estirpe del español Javier Bardem, en el rol de Florentino Ariza, ni tampoco el rodaje en las calles de Cartagena de Indias, con su atmósfera a medias celestial a medias terrena. El celuloide solo entrega una historia mustia, con el decoro de una factura digna.

De ese muestrario del celuloide emergen las cintas filmadas por el mozambicano radicado en Brasil, Ruy Guerra, quien se atrevió a poner en la piel de la abuela desalmada de Eréndira a la actriz griega Irene Papas, físicamente en las antípodas del personaje, pero con un fuego de huracán desmandado capaz de suplir los límites casi siempre esquemáticos de lo aparente.

Otra alianza feliz es la enlazada con Jaime Humberto Hermosillo en María de mi corazón, en cuyo guión García Márquez trabajó a pie de página con Hermosillo, hasta darle su redondez definitiva. Fue una aventura con un presupuesto mínimo de 80 mil dólares y todo el equipo asumiendo el proyecto como propio.

Es excelente y brutal a la vez, dijo Gabo cuando vio respirando en imágenes la historia que le habían contado años atrás en Barcelona. «Al salir de la sala me sentí estremecido por una ráfaga de nostalgia», dijo. Tal vez porque el rodaje se realizó en la colonia Portales, de la capital mexicana, donde él trabajó, en una imprenta en los años 60 del siglo pasado.

Su obra sigue tentando a los cineastas con idéntica fuerza y, en especial, a los jóvenes como el mexicano Pedro Pablo Ibarra, empeñado en debutar en el séptimo arte con Noticia de un secuestro, a bordo de una coproducción en la que participarán Colombia y Argentina. Tiene a su favor a una guionista certera, Aida Bornik.

Gabo está una vez más en La Habana, fiel a su segunda vocación, ese violín de Ingres cuyas cuerdas pulsa a menudo con terquedad y cariño, en esa dependencia sin tregua típica de los matrimonios mal avenidos.

Aquí en Cuba está cimentado su sueño, multiplicado en la Fundación y, sobre todo, en esa Escuela abierta al mundo en San Antonio de los Baños, en la que germinan en una florescencia continua nuevas generaciones de cineastas.