Recomiendo:
0

Geo-política del miedo

Fuentes: Rebelión

Mientras Europa se lleva las manos a la cabeza por la brutalidad y el unilateralismo de Rusia en Georgia, en la Francia de Sarkozy se recortan derechos a pasos agigantados. El polémico archivo Edvige no se ha merecido ni un solo segundo en los telediarios Españoles, un archivo que podrá recoger datos sobre aquellas personas […]

Mientras Europa se lleva las manos a la cabeza por la brutalidad y el unilateralismo de Rusia en Georgia, en la Francia de Sarkozy se recortan derechos a pasos agigantados. El polémico archivo Edvige no se ha merecido ni un solo segundo en los telediarios Españoles, un archivo que podrá recoger datos sobre aquellas personas susceptibles de «alterar el orden público». La salud, la orientación sexual, la ideología, la militancia política o el origen étnico podrán ser informatizados por el Estado Francés. Por si no fuese suficiente con el discurso del miedo y el constante bombardeo mediático que muestra sesgada y caóticamente ese puzzle audiovisual global consistente en la mórbida celebración de la tragedia y el regodeo en el dolor ajeno, ahora los ciudadanos franceses podrán agradecer el hecho de poder sentirse potenciales «ciudadanos sospechosos» si no reúnen el perfil sanitario, sexual, ideológico o étnico que las administraciones de la Francia de Sarkozy consideren ejemplar.

En esta modernísima, comprometidísima y cosmopolitísima Europa, en la que Berlusconi puede militarizar la sociedad civil sin que nadie quiera, pueda o deba poner el grito en el cielo. En esta modernísima Europa, en donde Berlusconi saca a la calle al ejército para ir a la caza y captura de inmigrantes indocumentados y produce leyes racistas contra la comunidad gitana con el silencio y la aprobación cómplice, incluso, de algunos ciudadanos -en algunos pueblos llego a aplaudirse la entrada triunfal del ejército-, la hipócrita doble moral sigue siendo una pauta discursiva y práctica que muchos autodenominados «Europeístas» de pro no quieren desenmascarar ni denunciar. Es, como mínimo, lamentable, exigir en casa del vecino lo que no se practica en la propia, pero las fábricas de opinión de este imperio multipolar no sólo hacen serios esfuerzos por intentar convencer a la sociedad civil global de la intrínseca maldad y peligro de los movimientos del siempre provisional «enemigo», sino que además cumplen perfectamente su función de silenciamiento, distorsión y cosificación de las voces que rechazan la tan manida estrategia de representar la viga en el ojo del país ajeno empequeñeciendo, al mismo tiempo, la del propio país, para endurecer el discurso de la «seguridad» a la par que se erosionan progresivamente los más esenciales derechos sociales.

La moralina barata disfrazada de vehemencia cívica y honda preocupación por el cumplimiento de los derechos humanos más allá de los estrechos límites del propio terruño, cumple, no pocas veces, la función de válvula de escape de las energías críticas hacia fuera. ¿Y mientras tanto?. Pues mientras tanto, el sistema interno de control y vigilancia de las posibles disidencias y críticas internas se reproduce y se extiende con una velocidad pasmosa; el correctísimo y muy informado ciudadano Francés o Italiano siempre podrá expresar la justa pero hipócrita indignación de quien considera un mal menor el ser amordazado en su propia casa mientras se le permite, eso sí, clamar al cielo en nombre de la «democracia» y los «derechos humanos» por la masacre del ejército Ruso en Georgia.

En fin, nada nuevo, siempre ha sido más difícil y comprometido exigir libertades en el propio país que hacer justos pero fáciles juicios morales sobre la barbarie cometida a miles de kilómetros de distancia. Quizás ya vaya siendo hora de decir que ambas cosas, la exigencia interna de libertades y la vehemente denuncia externa de la barbarie, no sólo no pueden ir separadas, sino que además deben retroalimentarse, y eso para huir de cierto «cosmopolitismo» que enseña los dientes con mucha facilidad, lanzando dardos morales, cuando es testigo del odio y la brutalidad cotidiana cometida a miles de kilómetros, pero encoge los hombros y agacha la cabeza como las avestruces ante el continuo recorte de derechos y libertades en el propio país que construye y habita.

Por si no fuera poco, en Italia, Ignazio la Russa se permite el lujo de homenajear a los militares fascistas que lucharon entre 1943 y 1945 con Hitler y Mussolini en la llamada República de Saló. El ministro de defensa, sin cortarse un pelo, dijo que tales combatientes se merecen el «respeto» de los que «creían defender a su patria». La vieja táctica de resucitar a héroes es algo que nos debería poner los pelos de punta o, como mínimo, en guardia, frente a lo que Hans Magnus Enzensberger llamaba los productores de odio, y si bajo tales héroes subyace la matanza de civiles y deportaciones en la celebrada República de Saló, no sólo nos debe poner los pelos de punta, sino que además debería de ponernos en guardia y en tensión a toda la izquierda Europea y planetaria que odie el odio y la producción de memoria para fortalecer, dentro y fuera, un asfixiante sistema de control global barnizado discursivamente con la necesidad de promocionar la «seguridad» fortaleciendo o conservando cierto sentido de la identidad local.

El discurso de la seguridad y la identidad siguen siendo tremendamente efectivos, y además, el consumo desaforado y la despolitización del sujeto relajan la exigencia global de paz, derechos civiles, justicia y equidad económica bajo pautas eco-lógicas de producción. Sin estos puntos de partida es notablemente imposible construir nada.

Aún hoy, como siempre, la sacrosanta «modernidad» de los hombres modernos sigue dejándose paralizar por el miedo, pero con discursos y ficciones que funcionan eficazmente como infalible arma de conductismo político para canalizar la confusión y sacar la mejor tajada posible de la ansiedad colectiva, incapaz de atemperarse y organizarse contra aquello o aquellos que realmente sacan tajada de perpetuar la vida de los nadies en estado de necesidad. A las muchas vidas en estado de miseria, desarraigo y necesidad de la civil global society no les vale la reflexión y la equidistancia tantas veces exigida por ciertas sensibilidades liberales, que observan el frágil tejido de la vida cotidiana en las geografías miseria con insoportable indolencia de narrador preclaro y omnisciente… y que son incapaces de reflexionar profundamente sobre la lógica i-racionalidad del ser humano que vive en el más hondo estado de necesidad, aquel en el que pedirle templanza y reflexión resulta soporíferamente pedante e irracionalmente frío.

En ese esquizofrénico columpiarse entre la ansiedad y la lucha por la vida en nuestras pluriculturales megalópolis modernas, producir la «diferencia» para consumirla y alimentar la monocorde y pútrida obsesión provinciana por la «identidad» pura, diáfana y cristalina, es la manera más eficaz de poder tener un surtido más amplio de potenciales chivos expiatorios en el futuro a quienes poder echar la culpa de todos los males del mundo e ignorar la responsabilidad en el injusto reparto de los panes y los peces. Si a esto, además, se le suma la innegable realidad del desarraigo planetario al que el capitalismo ultraliberal aboca a cientos de millones de emigrantes, es lógico pensar que sea difícil resistir a la tentación de tener y proclamar una «identidad» basada en un sentimiento de pertenencia a determinado lugar. La nostalgia y la emigración -lo sé por temprana experiencia- suelen ir unidas, y de esa frágil nostalgia se sigue la burda y oportunista creación político-institucional de «identidad» mediada por el poder, que nunca ve al «otro» como una persona expuesta a las mismas necesidades básicas primordiales y derechos fundamentales esenciales.

Identidad, racismo y miedo suelen ir no pocas veces de la mano. Producen identidad de forma compulsiva quienes quieren conformar con romanticismo nostálgico y quienes temen, en el fondo, el pensamiento sin fronteras, asideros, o lugares comunes. Producen compulsivamente identidad quienes temen que los nadies exijan con justificada cólera sus derechos. Producen compulsivamente identidad quienes tienen sus brazos libres de la lucha cotidiana por la existencia, y a quienes no conviene que al atávico y delicado interrogante del «quien soy?», le siga la respuesta: Yo soy quien quiere Justicia. Yo soy quien quiere pan, derechos y trabajo.

Quizás hagan falta todavía muchos. muchos, muchos años de insistencia pedagógica y de justo reparto de los panes y los peces para que esto ocurra.