A pesar de su importancia la reflexión alrededor de la deuda externa se ha ido difuminando y relativizando en los últimos años. Mientras que en los ochenta la deuda externa fue el centro de los debates, dos décadas después aparece como un tema marginal dentro de la discusión tanto de políticas públicas de financiamiento al desarrollo alternativas al esquema vigente, cuanto del pensamiento crítico.
En la región ni siquiera se discute la pertinencia de las políticas de estabilización. Argentina y Brasil pueden deslindar su deuda con el FMI, pero al mismo tiempo sus gobiernos siguen fieles al recetario de la estabilización. La misma CEPAL, antaño crítica al poder y fuente de inspiración tanto para el pensamiento crítico cuanto de la adopción de políticas públicas de crecimiento endógeno y redistribución del ingreso, ahora se ha convertido en corifeo del pensamiento único.
Empero de ello, el tema de la deuda en las actuales circunstancias quizá sea más estratégico e importante que en la misma década de los ochenta cuando se suscitó la crisis de la deuda y se iniciaron los programas de ajuste y de estabilización.
En efecto, las reflexiones sobre la deuda han venido priorizando los aspectos financieros e incluso macroeconómicos en función del financiamiento al desarrollo, pero no veían a la deuda como el detonante de transformaciones radicales en la estructura del Estado y, ahora, en la concesión y negociación de la soberanía territorial inherente a los tratados de libre comercio. De la misma manera que el manejo de la deuda sirvió como «llave maestra» para desmontar el proyecto de industrialización y de un estado regulador, ahora sirve para dar consistencia y coherencia a los tratados de libre comercio vinculando las reformas estructurales con megaproyectos de explotación intensiva de recursos naturales y de fuerza de trabajo, en los planes estratégicos del IIRSA y del Plan Puebla Panamá.
Ha desaparecido, por ejemplo, la visualización de operadores de reformas neoliberales, en el mismo sentido y con un alcance tan vasto y profundo como en su momento cumplieron el FMI y el Banco Mundial, de la Corporación Andina de Fomento (CAF), del Fonplata y del BID. De hecho, ni la CAF ni el Fonplata aparecen en las reflexiones sobre la deuda como los nuevos operadores políticos de la reforma neoliberal. Un acontecimiento de vital importancia para la región, porque implica de hecho la concesión de la territorialidad y sus recursos a las corporaciones por la presencia de la CAF como financista del IIRSA, como es el caso de las reformas a los estatutos internos de la CAF, incorporando como accionistas tipo «A», a países como EEUU y Brasil, ha pasado desapercibido en el debate teórico. No se han analizado las consecuencias de que ahora la banca privada norteamericana pueda entrar a financiar los más de trescientos megaproyectos del IIRSA.
Tampoco se ha profundizado en una vinculación analítica entre los nuevos procesos de endeudamiento multilateral, con el BID y la CAF, con los tratados de libre comercio que EEUU está imponiendo en la región. Una mirada más atenta a los procesos recientes da cuenta de que hay algo más que coincidencias al hecho de que en las zonas más ricas de biodiversidad existan bases militares norteamericanas, proyectos del IIRSA, o del Plan Puebla Panamá y financiamiento multilateral. En esa perspectiva, habría algo más en los discursos autonómicos en las elites de Zulia, o de Guayaquil, o de Tarija y Santa Cruz, y que estaría relacionado con esta nueva modalidad de negociar la soberanía estatal. Por todo ello, a no dudarlo, existe un panorama más denso y complejo que aquel que visualiza la deuda solamente como un aspecto contable de la financiación del desarrollo y del peso que tiene para cualquier país el pago de la deuda.
Ahora bien, para comprender esas nuevas dinámicas del endeudamiento externo, y considerar a la deuda externa como un «operador de transformaciones políticas» que relaciona a los tratados de libre comercio con las exigencias de las corporaciones, es necesario desprenderse del enfoque financiero y macroeconómico de la deuda, y visualizarlo como un problema básicamente político. La deuda externa es esencialmente un fenómeno político que actúa como dispositivo que permite realizar transformaciones radicales del Estado, y de las sociedades, y que ahora adecua sus formatos y sus marcos institucionales a los requerimientos del capitalismo.
Una vez que la región ha interiorizado el discurso de la estabilización como un discurso propio, y en el que las voces disidentes se han extinguido, al extremo de que toda la política económica se ha convertido en variantes sobre el esquema de estabilización. Una vez que la reforma estructural del Estado se ha consolidado, y las sociedades se han disciplinado gracias a los ejes transversales de la reforma estructural, como la lucha contra la pobreza, la participación local, la lucha en contra de la corrupción, la descentralización, de tal manera que hasta las voces críticas terminan utilizando los mismos esquemas conceptuales del Banco Mundial como, por ejemplo, el concepto del dólar diario para la definición de pobreza; se hace necesario, para el poder, pasar a una fase más profunda, aquella que tiene que ver con el desmantelamiento de la soberanía territorial de los estados, porque la soberanía codifica el uso, la propiedad y la gestión de los recursos naturales.
Es necesario, entonces, desarticular las pretensiones de soberanía que tendrían los estados sobre sus recursos naturales e incluso sobre su población. La desarticulación de la soberanía está relacionada con los tratados de libre comercio bilaterales que EEUU impone a los países de la región. En efecto, los tratados de libre comercio, gracias a su formato único y que impiden casi por definición cualquier estrategia de negociación, desarticulan la soberanía territorial y abren los territorios para la acción de las corporaciones y del capital financiero.
Los tratados de libre comercio son el punto final de las reformas estructurales. Se pretenden también como puntos de no retorno. Como estrategias finales y absolutas. Ahora bien, el mecanismo que permite una convergencia directa entre las corporaciones y el capital financiero, con el control, manejo, gestión y propiedad de la soberanía territorial y de recursos naturales es, precisamente, la deuda externa.
Es desde esta visión que propongo una lectura política del endeudamiento externo en la región, en la que podrían identificarse tres grandes procesos o etapas, complementarios entre sí, pero diferenciados en función de la dinámica que los prioriza:
a) Una etapa financiera en la que se rediseña la arquitectura financiera mundial y se consolida y expande a la finanza corporativa internacional como un actor fundamental de la globalización financiera. Esta etapa financiera se caracteriza por la imposición de los programas de ajuste estructural y de políticas de estabilización macroeconómica. Esta etapa se inicia desde la crisis de la deuda en México en 1982 hasta el presente. La institución fundamental de esta etapa es el Fondo Monetario Internacional, y el esquema teórico legitimador de las transferencias de recursos hacia el centro capitalista, será el monetarismo cuya expresión concreta para garantizar el pago de la deuda y para articular los programas de ajuste, es el enfoque monetario en balanza de pagos. Durante esta etapa, los países deudores se convierten en exportadores netos de capital y se articula la adopción de políticas públicas en función del pago de la deuda. La forma por la cual se imponen esas políticas públicas, en el campo de la economía, son las Cartas de Intención suscritas con el FMI;
b) Una segunda etapa que se inicia a fines de 1985, durante la reunión conjunta del FMI y del Banco Mundial en Corea del Sur, está caracterizada por una serie de créditos del BIRF (Banco Mundial), orientados a proyectos que reforman la estructura jurídica e institucional del Estado. Desde que en 1985 James Baker, entonces secretario del Tesoro americano, define los nuevos roles del Banco Mundial dentro del ajuste económico, hasta la publicación en 1989 del Consenso de Washington, por Williamson, existe un periodo en el cual las condicionalidades del FMI y del Banco Mundial se yuxtaponen creando a veces contradicciones en los tiempos y velocidad del ajuste y de la reforma estructural (condicionalidad cruzada). A inicios de los noventa se clarifican los roles del FMI y del Banco Mundial, concentrando a éste en la reforma estructural del Estado, esto es, en la realización de una serie de proyectos cuyo objetivo fundamental es la transferencia de las atribuciones del estado hacia el sector privado. Esta etapa, por tanto, puede ser definida como de reforma estructural y cambio institucional del Estado. Los ejes fundamentales son los de privatización, apertura de mercados, flexibilización laboral, disminución del gasto público, y cambios estructurales en la conformación del Estado y en la definición de las políticas públicas. El marco teórico que legitima y otorga racionalidad a las estrategias planteadas en esta etapa es el neoinstitucionalismo, en sus variantes económicas y políticas. Durante esta fase, el nuevo endeudamiento es para programas y proyectos de control social y de transformación institucional del Estado. Para otorgar coherencia normativa y analítica a estas transformaciones, el Banco Mundial estructurará el equivalente a las Cartas de Intención del FMI, con las denominadas Estrategias de Asistencia País. El discurso legitimante será el de la lucha en contra de la pobreza, y la constitución de la pobreza como un fenómeno económico, y dependiente del crecimiento económico. El crecimiento, de su parte, se concibe desde el Banco Mundial como una tarea y una responsabilidad exclusiva del sector privado.
c) Una tercera etapa, concomitante a la reforma estructural del Estado, se relaciona con los «planes estratégicos», que definen megaproyectos de explotación intensiva de recursos naturales y de fuerza de trabajo, como son los casos de Caña Brava en Brasil, o Camisea en Perú, o Yacyreta en Argentina y Paraguay, entre otros. Estos megaproyectos se han integrado en dos grandes iniciativas que incorporan a toda América Latina, son el Plan Puebla Panamá, que se inicia en 1991 con los acuerdos de Tuxtla y la Iniciativa de Integración de la Infraestructura Regional en Sur América, IIRSA, creado en la cumbre presidencial de Brasil en el año 2000. Esta etapa comprende la creación de planes estratégicos en los que se integran las políticas de reforma estructural, con las necesidades de extracción de recursos y creación de una base física desde la cual expandir sus actividades por parte de las corporaciones transnacionales y controlar recursos estratégicos como las fuentes de energía, el agua, la biodiversidad, etc. Puede ser caracterizada como estratégica, por la presencia de estos megaproyectos que privatizan los recursos naturales y crean vastas zonas de explotación intensiva. Esta etapa complementa el nuevo endeudamiento con la inversión privada y con la creación de los mercados regionales, avalizados en los tratados de libre comercio entre los diferentes países de la región con los Estados Unidos. Las instituciones claves para esta etapa son el BID, la Corporación Andina de Fomento, CAF, y el Fonplata. No existe un marco teórico comprehensivo de la misma manera que en las etapas anteriores, sino propuestas teóricas puntuales y que desarrollan el marco epistemológico general del liberalismo clásico para las nuevas situaciones. En ese sentido, la creación teórica más importante para esta nueva etapa son los esquemas de pagos por servicios ambientales.
Ahora bien, el ajuste y la reforma estructural del Estado son procesos globales que definen la geopolítica del poder y la preeminencia del capital financiero. Los planes estratégicos, son maniobras regionales realizadas para asegurarse el control, dominio, posesión y usufructo de recursos naturales estratégicos y de una provisión abundante de mano de obra. Tanto el Plan Puebla Panamá, cuanto el IIRSA deben ser vistos en la geoestrategia mundial de lucha por el control de zonas claves. La frontera que define el control de los recursos estratégicos atraviesa puntos de conflicto bélico, por ejemplo la guerra del coltan en el Congo (ex Zaire), o la guerra del petróleo en Irak (ambas guerras aparecen en los medios noticiosos como «guerras civiles»). De ahí que las bases militares norteamericanas en el caso del PPP y del IIRSA estén bordeando las zonas más ricas en recursos, a saber: el Chocó andino, el acuífero guaraní, la cuenca del Amazonas.
Para garantizar el acceso y el control a estas zonas, EEUU ha intentado la conformación de un mercado regional en el que las corporaciones norteamericanas tendrían acceso privilegiado e ilimitado a estos recursos bajo la cobertura de la seguridad jurídica y los derechos de propiedad, con el Área de Libre Comercio de las Américas, ALCA. Luego de su fracaso, EEUU ha llevado adelante una estrategia bilateral de Tratados de Libre Comercio, con los mismos temas del ALCA, con varios países de la región. EEUU ha negociado, y en algunos casos suscrito, Tratados de Libre Comercio con los países de centroamérica (CAFTA), con México y Canadá (NAFTA), con Colombia y Perú, con Chile, y está en proceso de negociación con Uruguay, Paraguay y Ecuador.
América Latina, entonces, y desde la doctrina Monroe del siglo XIX, es el objeto de un control hegemónico de EEUU que ha oscilado desde la intervención abierta y encubierta hasta el antagonismo directo con los regímenes políticos que se separan o intentan hacerlo de ese control hegemónico. La región, por tanto, tiene que ser comprendida en sus fenómenos económicos, políticos, sociales o jurídicos, dentro de esa matriz geopolítica de neocolonialismo, intervencionismo y control norteamericano.
De ahí que la deuda externa tenga que comprenderse como un fenómeno de geopolítica, en el que la adopción de medidas en una región impactan, de hecho, en la metrópoli. Si en la década de los ochenta, cuando se suscitó la crisis de la deuda, los países latinoamericanos con endeudamientos más altos, como México, Brasil y Argentina, hubiesen actuado de manera coordinada y estableciendo prioridades políticas conjuntas de negociación, habrían alterado de manera significativa el orden mundial.
Por ello, una de las preocupaciones de la administración norteamericana fue evitar precisamente una actuación coordinada y convergente de los países latinoamericanos sobre el problema del endeudamiento externo. Los EEUU se impusieron como tarea prioritaria evitar la conformación de un sindicato de deudores, y, como segunda tarea, garantizar y proteger a su sistema financiero interno transfiriendo los costos del exceso de crédito y de la falta de regulación financiera a los países de la región a través de las políticas de ajuste estructural.
Hay una relación entre la crisis de la deuda y la expansión de la economía norteamericana. Quizá el ejemplo más dramático sea la década de los noventa, a la que la Comisión Económica para América Latina, de Naciones Unidas, CEPAL, la denominó como la nueva década perdida, mientras que para los EEUU fue, en cambio, la década de los «felices noventa», para adoptar la expresión de J. Stiglitz, premio Nobel de economía. Los EEUU tuvieron un crecimiento sin precedentes mientras que América Latina, en el mismo periodo de tiempo, tuvo serios problemas para superar la crisis económica causada por la deuda externa y las políticas de ajuste y de reforma estructural.
No solo ello, sino que a medida que los norteamericanos transfirieron los costos de su propia crisis a los países latinoamericanos, convirtieron el problema de la deuda en una oportunidad que les permitió un mayor control geopolítico sobre la zona. Es en virtud de estas circunstancias que se debe considerar a la deuda básicamente como un fenómeno geopolítico. Los detalles financieros de la deuda son, a pesar de su abrumadora importancia para los pueblos del continente, secundarios ante la estrategia neocolonial que en verdad es inherente a la deuda externa.
Apenas se suscita la crisis de la deuda en 1982, EEUU rearticula el entramado financiero mundial y utiliza el FMI en función de sus propios intereses. Mientras el FMI se reveló impotente para proteger al sistema de Bretton Woods en la coyuntura de agosto de 1971, cuando el presidente americano Richard Nixon decretó la inconvertibilidad del oro, en la crisis de la deuda externa ocupó un rol fundamental.
Se debe al FMI el hecho de que las políticas de estabilización macroeconómica hayan sido la llave maestra para desarticular las estrategias de industrialización y del Estado de bienestar en la región. Gracias al FMI la región pasó de una priorización del empleo y el crecimiento, al control de la inflación como meta fundamental de la política económica. Se transitó, de esta manera, de las políticas de industrialización a las políticas de estabilización. De las prioridades de la burguesía industrializante hacia los requerimientos de una burguesía financiera y especuladora. En ya tres décadas de estabilización, ajuste y reforma estructural, en la región se han elevado dramáticamente el número de hogares en condiciones de pobreza y se ha suscitado una inequitativa distribución del ingreso.
Las crisis políticas en la región han sido correlativas al ajuste, y la fragmentación y conflictividad social se alimentan desde las dinámicas del ajuste y la estabilización macroeconómica impuestas por el FMI y el Banco Mundial. Economías estables significa, en realidad, gasto público deficitario para salud, educación y bienestar social, significa empleo precario, desempleo creciente, migración, pobreza, desigualdad. Pero también significan enormes rentabilidades para el capital financiero, enormes transferencias netas de capital.
Las políticas de ajuste del FMI fueron una especie de ataque de artillería y de aviación sobre las posiciones de un Estado que intervenía de manera activa en la regulación social y en la asignación de recursos en función de metas de crecimiento, distribución del ingreso y creación de empleo. Una vez desarmadas esas estrategias estatales por las políticas de ajuste y estabilización, fue el tiempo de la entrada de la infantería del Banco Mundial, quien gracias a sus proyectos de reforma estructural destruyó de manera implacable aquellos marcos institucionales que de una u otra manera aún subsistían y que proponían un Estado responsable por la distribución del ingreso y la creación de empleo a través de políticas públicas. Cuando se vio que la tarea del Banco Mundial de destrucción del Estado de bienestar estuvo en su fase final, se entró a la ocupación del territorio vencido y derrotado a través de los planes estratégicos como el Plan Puebla Panamá y el IIRSA.
La metáfora bélica utilizada tiene algo más de un recurso de retórica cuando se piensa en que quizá el filósofo francés Michel Foucault tenía razón cuando invirtió la fórmula de Clausewitz. Para Foucault la guerra no es la continuación de la política por otros medios sino al revés. La política es la continuación de la guerra porque la guerra y la violencia son la constante, son la norma; todo lo contrario al proyecto iluminista de Kant de la paz perpetua, lo que en realidad existiría sería un estado de guerra permanente.
Las políticas de ajuste y de reforma estructural del FMI, del Banco Mundial y ahora los planes estratégicos del BID y de la CAF son parte de esa guerra perpetua. Una guerra que tiene propósitos de conquista, control territorial, dominación y saqueo, como en toda guerra. Y no se trata de exagerar los términos. Recuérdese que EEUU luego de invadir y conquistar Irak, propuso la condonación de la deuda externa iraquí, y, de hecho, perdonó gran parte de la deuda externa mientras ocupaba militarmente el país y se adueñaba de sus recursos petroleros. La deuda externa iraquí fue utilizada como argumento bélico, de ahí que no sea exagerado pensar en que la geopolítica de la deuda sea también un causus belli, es decir, una estrategia bélica.
Alguna vez, al leer el Informe Lugano de Susan George, había pensado en la posibilidad de la exageración. George exageraba. El mundo que ella proponía, en un ejercicio de heurística muy interesante, me parecía demasiado violento para ser plausible. Pero la realidad siempre derrota a la imaginación. Ahora pienso que George se ha quedado corta. Que aquella violencia, aquel cinismo, aquellas pretensiones de violencia y dominio del Informe Lugano, son más que plausibles, son absolutamente reales. Si el Plan Puebla Panamá y el IIRSA finalmente se ejecutan y se ponen en marcha, los cientos de pueblos indígenas que habitan en las zonas de intervención tienen los días contados. Los campesinos tendrán también sus días contados. El bosque tropical que aún subsiste desaparecerá y en su lugar estarán o el desierto o las plantaciones de monocultivo de productos transgénicos. El acuífero guaraní será agotado en poco tiempo. Del Chocó andino quedarán apenas vestigios luego de la tala maderera. Los corredores multinodales no solo devastarán la naturaleza sino que generarán más precariedad, más pobreza. El IIRSA y el Plan Puebla Panamá, son apenas la punta del velo que cubre el rostro de la Medusa.