Introducción La globalización y el neoliberalismo parecen ser lo mismo. Sin embargo, un análisis más cuidadoso permite reconocerlos como fenómenos esencialmente distintos: en su caso, la globalización resulta ser un fenómeno histórico consustancial al capitalismo[2]; mientras que, el neoliberal, es un proyecto político impulsado por agentes sociales, ideólogos, intelectuales y dirigentes políticos con identidad precisa, […]
Introducción
La globalización y el neoliberalismo parecen ser lo mismo. Sin embargo, un análisis más cuidadoso permite reconocerlos como fenómenos esencialmente distintos: en su caso, la globalización resulta ser un fenómeno histórico consustancial al capitalismo[2]; mientras que, el neoliberal, es un proyecto político impulsado por agentes sociales, ideólogos, intelectuales y dirigentes políticos con identidad precisa, pertenecientes, o al servicio, de las clases sociales propietarias del capital en sus diversas formas. La convergencia de ambos procesos, forma la modalidad bajo la que se desarrolla el capitalismo en la época actual.[3]
A partir de esta propuesta teórica, las siguientes líneas tienen varios objetivos: uno que no el primero, es ofrecer algunas reflexiones sobre los aspectos que permiten diferenciar a la globalización del neoliberalismo; otro, es realizar el análisis de los rasgos que caracterizan la convergencia de ambos procesos, que actualmente forman una modalidad histórica concreta del capitalismo; y, finalmente, se pone de manifiesto la desigualdad mediante la que transcurre el proceso de imposición del neoliberalismo a la globalización.
Globalización y neoliberalismo
La globalización,[4] concepto que hace referencia aun proceso económico, social, político y cultural, como concepto abstracto expresa la nueva modalidad de la expansión del capitalismo a partir del último cuarto del siglo XX.
De acuerdo con Elmar Alvater (2000: 1):
La globalización es el concepto que define las transformaciones económicas, políticas y sociales ocurridas en todo el mundo a partir el éxito de la desregulación a mitad de los años setenta, que posteriormente se intensificaron después del colapso del socialismo real a finales de los años ochenta.
Por supuesto, la globalización es un proceso histórico incompleto, permanente y totalizador, aunque geográfica, económica y socialmente desigual como lo es el propio desarrollo del capitalismo, de otra manera dicha, la globalización no opera de la misma manera en todos los ámbitos de la sociedad ni en todos los países del mundo.
La globalización, sin duda, es resultado de un proceso determinado por la concurrencia de diversos factores vinculados entre sí por una relación múltiple, compleja y contradictoria, donde alguno, o algunos de ellos, en distintos y determinados momentos pueden tener un mayor significado que los demás pero sin llegar a ser ninguno el determinante de las características del proceso, en tanto el todo no puede ser definido por las partes, ni éstas por aquel.
Entre otros, los factores que caracterizan a la globalización, son: la expansión del sistema económico capitalista; la nueva forma de organización territorial y política del sistema mundial como proceso permanente (donde el Estado-nación es desplazado de las tareas que, tradicionalmente, venía desempeñando); el proceso de expansión de las empresas multinacionales y su peso específico en la producción mundial; el desarrollo de las comunicaciones y la rapidez con que transcurre la innovación tecnológica.
Ahora bien, tal como advierte Eric Hobsbawm: «
Si bien el proceso de globalización es irreversible y, en algunos aspectos, independiente de lo que hagan los gobiernos, otra cosa es la ideología basada en la globalización, la ideología del free market, el neoliberalismo, eso que se ha llamado también ‘fundamentalismo del libre mercado.’
El carácter neoliberal de la globalización, es decir, el sometimiento del proceso de producción, distribución circulación y consumo al «fundamentalismo del libre mercado», así como de la vida social a los valores del individualismo, se impone mediante un proceso político dirigido por la clase dominante, o su fracción hegemónica.[5]
Desigualdad y polarización
Una de los aspectos que los abogados de la globalización utilizan con mayor frecuencia, de manera apologética y sin ofrecer confirmación alguna de sus dichos, es que la globalización en su modalidad neoliberal trae consigo una serie de oportunidades igualitarias.
Los hechos, sin embargo, indican todo lo contrario pues, hasta el momento, el proceso globalizador neoliberal en ninguna parte ha acarreado beneficios compartidos, en todo caso ha mantenido y reforzado los aspectos esenciales del capitalismo -la relación de producción, por ejemplo, basada en la explotación del trabajo por el capital -, cuyo desarrollo desigual significa mantener y profundizar las diferencias sociales y regionales que él mismo crea.
En este sentido, el economista egipcio Samir Amin (1999: 30), advierte que: «La expansión capitalista no implica ningún resultado que pueda identificarse en términos de desarrollo. Por ejemplo, en modo alguno implica pleno empleo, o un grado predeterminado de igualdad en la distribución de la renta.»
El propio Amin, encuentra la razón de la desigualdad en el hecho de que la expansión del capitalismo se guía por la búsqueda de la máxima ganancia para las empresas, esto es, sin mayor preocupación por las cuestiones relacionadas con la distribución de la riqueza, o la de ofrecer empleo en mayor cantidad y calidad.
Por su parte, el sociólogo francés Alain Touraine (1994: 10), apelando a la historia del desarrollo capitalista es, aún, más contundente cuando escribe:
La afirmación de que el progreso es la marcha hacia la abundancia, la libertad y la felicidad, y de que estos tres objetivos están fuertemente ligados entre sí no es más que una ideología constantemente desmentida por la historia […] Más aún, lo que se llama el reinado de la razón, ¿no es acaso la creciente dominación del sistema sobre los actores, no son la normalización y la estandarización las que, después de haber destruido al economía de los trabajadores, se extiende al mundo del consumo y la comunicación […] Y no es acaso en nombre de la razón y de su universalismo como se extendió la dominación del hombre occidental, varón, adulto y educado sobre el mundo entero.
De esta manera, se puede afirmar que la expansión capitalista en su etapa de globalización neoliberal puede ser cualquier cosa menos un proceso capaz de permitir mejores niveles de bienestar para la mayor parte de la población.
Los siguientes datos permiten aproximarse a las condiciones de desigualdad en el ingreso y la pobreza existentes en el mundo capitalista:
[Al finalizar el siglo XX] De acuerdo con el Banco Mundial, una sexta parte de la población mundial (16.6 por ciento) percibe cerca del 80 por ciento del ingreso mundial, lo que implica un promedio de 70 dólares diarios. Al mismo tiempo, el 57 por ciento de los 6 mil millones de habitantes del planeta que viven en los 63 países más pobres recibe sólo 6 por ciento del ingreso mundial, es decir, sobrevive con menos de dos dólares por día. En América Latina, el número de pobres se mantuvo arriba de los 200 millones de personas. […] En México, los ingresos anuales de los trabajadores cayeron durante 1999 a casi la mitad del nivel alcanzado en la primera mitad de los años ochenta. Entre 1995 y 1999, el ingreso mínimo obtenido por un trabajador mexicano fue de 768 dólares anuales, cantidad inferior en 42 por ciento a los 1,343 dólares anuales registrados entre 1980 y 1984. (Saldivar, 2000: 42)
Actualmente, reconoce el Banco Mundial (BM), existen mil millones de personas en el mundo que luchan por sobrevivir con menos de un dólar diario (La Jornada, 27 de mayo de 2004: 25). A su vez, en la Tercera Reunión Cumbre entre los jefes de Estado de América Latina y el Caribe con los de la Unión Europea, celebrada en mayo de 2004 en la ciudad de Guadalajara, Enrique Iglesias, presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), advirtió que en 1981, después de la crisis de la deuda y al inicio de las reformas estructurales de orientación al mercado, en América Latina existían 35.8 millones de personas en extrema pobreza, cifra que aumento a 50 millones en 2001. (La Jornada, 28 de mayo de 2004: 11)
Esta situación de empobrecimiento de millones de personas y de regiones en todo el mundo, agudizadas por las políticas de ajuste estructural diseñadas e impuestas por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM) a los países dependientes, con el apoyo entusiasta de beuna parte de sus gobiernos, ha logrado, sin embargo, despertar una creciente inquietud entre cada vez más amplios sectores sociales que empiezan a considerar que su condición puede cambiar a condición de establecer los mecanismos necesarios para regular socialmente el proceso de expansión capitalista con el propósito de contrarrestar sus perversos efectos sobre la mayor parte de la población. Lo cual implica, y exige, un proyecto político alternativo.
Es posible otra modalidad de la globalización
Sí bien la globalización se considera como un proceso histórico concreto del capitalismo, crece la duda entre intelectuales, académicos y diversos grupos sociales, respecto de que ese proceso pueda transcurrir por una vía única -la del libre mercado- y empiezan a demandar a los gobiernos nacionales medidas para su control y dirección para revertir sus resultados, entre otros: la falta de crecimiento, el desempleo, el aumento social y regional de la pobreza, la exclusión, la intolerancia y el aniquilamiento de las diferencias culturales.
Expresando esa preocupación, José Fernández (1999: 13), escribe: «Es evidente que dejada a sus anchas la globalización no produce equilibrios y justicia sino exactamente lo opuesto. Por eso hay necesidad de ponerse al frente de ella para conducirla adecuadamente.»
Este tipo de propuestas que abiertamente plantea la posibilidad de conducir el proceso de globalización hacia objetivos socialmente predeterminados, por supuesto, abre la necesidad de los análisis críticos para encontrar posibles vías alternas para afrontarla, construyendo un Estado capaz de asumir sus responsabilidades como garante del interés colectivo y de satisfacer los derechos sociales, muchos de ellos anulados hoy por la política neoliberal.[6]
Desplazamiento del Estado
Cuando el Estado perdió eficacia para cumplir con los fines de acumulación del capital, el libre mercado se convirtió en la propuesta política del capital financiero transnacional con miras a sostener y, sobre todo, apresurar el proceso de globalización y mejorar las condiciones de la reproducción del capital.
En otras palabras, la globalización es un fenómeno histórico, marcado por la desaparición del llamado socialismo real, vinculado a un proyecto político diseñado e impulsado por una clase social hegemónica propietaria del capital y que, entre otras cosas, implica el desplazamiento del Estado de la actividad económica. En consecuencia, se impone una modalidad capitalista sustentada en el libre mercado, lo que, simultáneamente, implica cambios culturales y políticos que responden a la imposición y desarrollo del proyecto en su conjunto.
Ese proyecto político, sin embargo, pasa por alto la historia del capitalismo cuya constante ha sido el intervensionismo estatal, en ocasiones para asegurar el funcionamiento del mercado, otras veces con el fin de «impedirle (al capitalismo) frustrar de manera demasiado severa necesidades humanas esenciales de estabilidad y seguridad» y, en otros momentos, para cumplir ambos objetivos. (Gray, 1999: 37)
El desplazamiento del Estado y la imposición del mercado en la actividad económica, tal y como previeron correctamente distintos sectores sociales opuestos a la privatización de las empresas públicas y de los recursos naturales, trajo consigo formas crecientes de exclusión social, elevó los niveles de desempleo y pobreza, además de agudizar la polarización en sociedades ya de por sí proclives a la polarización.
Al mismo tiempo, los servicios públicos como la salud, la educación, la vivienda, la energía eléctrica, el agua potable y, en general, todos los referidos a la seguridad social, al dejar de ser bienes y servicios proporcionados por el Estado han empezado a perderse como parte de los componentes inalienables de los derechos ciudadanos y se han convertido en meras mercancías intercambiadas entre proveedores privados y clientes que actúan en el mercado al margen de cualquier consideración social y, mucho menos, de la responsabilidad gubernamental de atender las necesidades de la población, con el fin expreso de disminuir las desigualdades sociales y regionales.
De como se impuso el neoliberalismo
El neoliberalismo comenzó a imponerse en el mundo a partir de una avasalladora crítica a la intervención del Estado en la economía, que en los hechos pasaba por anular y mercantilizar los derechos conquistados por las clases trabajadoras a lo largo de muchos años de lucha.
El brutal ataque contra el Estado de Bienestar, emprendido por los ideólogos neoliberales en las décadas de los setenta y ochenta, tuvo que ver con la conversión de los derechos sociales en servicios mercantiles que sólo pueden ser adquiridos en el mercado a los precios fijados por la oferta y la demanda. Al afecto, se fortaleció la idea de que el Estado resulta ineficiente para producir bienes y servicios; por tanto, se defendió la idea de que únicamente los dueños del capital son capaces de reconocer correctamente las señales que envía el mercado y responder a ellas de manera eficiente, lo que garantiza no sólo el uso más productivo de los factores de la producción, sino también producir los bienes y servicios socialmente necesarios en la cantidad y calidad con que los consumidores los demandan.
De esta manera, se concluía: si el mercado todo lo resuelve y, además, lo hace de manera eficiente, el Estado nada tiene que hacer en la actividad económica, cuya forma natural de desarrollo se encuentra en el mercado, donde el equilibrio económico se alcanza sin necesidad de la intervención estatal.
El desplazamiento del equilibrio entre Estado y mercado en favor de este último, se ha reforzado con una pertinaz ofensiva en el terreno ideológico que, por un lado, «sataniza» al Estado y, por el otro, exalta las supuestas virtudes del mercado y su libre funcionamiento. Incluso, el sentido común neoliberal sostiene que siempre será preferible sacrificar la democracia al bienestar de la población («el pueblo quiere comer y luego ser libre»), haciéndolas excluyentes y negando la posibilidad de alcanzar ambas, aunque nunca se expongan las razones de tal negación.
Declarado el Estado ineficiente, se agregaron otros agravios. A las víctimas de la iniquidad inherente al capitalismo, se les acusó de incompetentes e incapaces de aprovechar las oportunidades que brinda el mercado a quienes se muestren atentos a sus señales y sepan comprenderlas y atenderlas en beneficio propio y de los demás.[7]
Ahora bien, para actuar en el mercado es preciso conocer sus reglas y adquirir las habilidades y competencias que permitan su adecuado diagnóstico y manejo, como la única posibilidad de alcanzar el éxito en una sociedad donde se agudiza la competencia con (tra) los demás. En consecuencia, se exige al gobierno dejar de asumir actitudes intervencionistas, «paternalistas y populistas» que pervierten el funcionamiento de la economía y terminan inhibiendo la iniciativa individual.[8]
Finalmente, la imposición del neoliberalismo como la modalidad actual de la expansión del capitalismo requiere, también, la homogeneización cultural, es decir, para que la modalidad neoliberal avance es necesario eliminar las diferencias culturales y reconocerla como la única opción. En otras palabras, las costumbres, los hábitos y, aun, las representaciones simbólicas de cada cultura nacional deben desaparecer para asumir las únicas posibles, aquellas que nos permiten una actitud de pasiva («positiva», diría algún engallado neoliberal) aceptación de la globalización neoliberal: si la economía es global lo debe ser también la cultura.
¿Cuál es el sustento de la nueva cultura única, globalizad? Para empezar, el concepto de ciudadanía con el que la propia burguesía había igualado a todos los mayores de edad (un ciudadano un voto), ha perdido importancia frente a la noción de consumidor universal: aquel que en Asía o América, África, Oceanía o Europa consume los mismos bienes y servicios proveídos por empresas transnacionales. En otras palabras, se propone la una nueva categoría cultural-económica, la de consumidor global, cuyo estatus lo determina su capacidad de adquirir bienes y servicios en el mercado.
Al mismo tiempo, de grado o por fuerza los países empiezan a formar regiones donde se diluye la identidad nacional, lo que provoca el júbilo de quienes sostienen que la cultura ha de ser cosmopolita y universal, o sólo será una mera expresión limitada y provinciana. De esta manera, no se reconoce a las otras culturas y se les niega toda validez pues se las considera como expresiones atrasadas y marginales de la cultura «global» hegemónica, moderna.
El sentido común neoliberal
Dudar o intentar discutir los principios que sustentan el proyecto neoliberal, enfrenta prejuicios e intereses culturales y políticos fuertemente arraigados entre los sectores hegemónicos de la sociedad, los cuales, una vez adquirida la convicción de que su camino es el único posible, difundieron entre el resto de la sociedad mediante el siguiente y dogmático apotegma: todo lo relacionado con lo estatal es «malo e ineficiente», mientras que el mercado concentra todo lo «bueno y eficiente».
Simultáneamente, desde el poder se forjaron y desarrollaron otras «verdades incuestionables», cuya creencia ha empezado a integrar lo que podemos llamar el «sentido común neoliberal», cercano a la fe, que ha enraizado profundamente en el suelo de las creencias populares y el conocimiento convencional a partir de una poderosa ingeniería de consensos que tiende y fortalece al pensamiento único.
Surgido de los prejuicios y los valores de la clase hegemónica e impulsado socialmente por los sectores medios, el sentido común neoliberal «es infalible», no se equivoca cuando enjuicia y termina enseñando al conjunto de los miembros de la sociedad como deben conducirse racional y moralmente; lo que deben pensar y hasta los límites en que deben pensarlo.
El sentido común neoliberal parte de varios axiomas fundamentales, como el siguiente: «Lo que es bueno para mí es bueno para todos», por eso sus juicios finales siempre son «acertados» y «sensatos» pues derivan de valores «universales y eternos», es decir, válidos ayer, hoy y mañana.
El sentido común, o la «sensatez socialmente aceptada», considera al modelo neoliberal como el único racional, fuera de él no hay nada, o muy poco y de escasa importancia, a lo más sujeto de redención por el capital o los ejércitos imperiales.
Este racionalismo, asumido por el neoliberalismo como aquello que lo legitima, supone:
Primero. Una visión del mundo que afirma el acuerdo perfecto entre lo racional (coherencia) y la realidad del universo; excluye, pues, de lo real lo irracional y lo arracional.
Segundo. Una ética que afirma que las acciones humanas pueden y deben ser racionales en su principio, su conducta y su finalidad. (Morín, 1984: 293)
En esta concepción se excluye todo aquello que se presenta como opuesto a la racionalidad a la modalidad neoliberal del capitalismo, así como aquello que le es ajeno (lo irracional) y que escapa a su lógica. Por ejemplo, lo racional en la modalidad neoliberal es orientar al mercado toda acción humana con el fin de obtener el máximo beneficio; por tanto, es irracional la conducta que no persiga ese fin; y será arracional todo aquel que tienda a negar ese principio y esa conducta social. Por eso, quien se oponga al neoliberalismo, sencillamente está fuera del sistema racional e, en el extremo, carece de cualquier racionalidad y los locos no hacen Historia.
Los principios detrás del sentido común neoliberal, son la creencia en «verdades absolutas» y, sobre todo, la validez del «pensamiento único». Ambos forman también parte del sustento ideológico neoliberal, que dispone de un catálogo muy amplio de «certezas» a partir de un principio básico, por supuesto incuestionable, que el sentido común acepta en nombre del realismo y el pragmatismo: lo económico debe predominar sobre lo político, pues lo determina y preside. De esta manera, la razón económica termina sustituyendo a la razón social, la ganancia se convierte en el emblema social por excelencia y nada que se le oponga es admisible.
Las «verdades» del pensamiento único
Los avances ideológicos del neoliberalismo, además de tender a provocar el conformismo social, se expresan en el terreno más elaborado de las teorías económicas y sociales, ahora influidas por el «pensamiento único» que excluye toda teoría o interpretación si no se sostiene en los valores del mercado, la competencia, la ganancia y el capital.
Esta limitación excluyente e intolerante, se traduce en la ausencia de cualquier debate político, social o económico, que ahora es sustituido por apologías orientadas a exaltar el rostro humano del capitalismo, fortalecer ideológicamente a ese sistema basado en la explotación del trabajo y en la máxima ganancia como fin supremo de la acción económica personal y social.
Una de las «verdades» que con mayor fuerza se ha impuesto y se difunde, al grado que entre amplios sectores de la izquierda «políticamente correcta» se parte de ella para diseñar su estrategia política, consiste en difundir y hacer creer que la sociedad será siempre capitalista y la democracia liberal.
El promotor inicial de esta propuesta, Francis Fukuyama (1994: 83), escribe al respecto de manera enfática y dogmática:
En tiempos de nuestros abuelos, muchas personas razonables podían prever un futuro socialista radiante, en el cual habían de ser abolidos la propiedad privada y el capitalista, y en el que se habría sobrepasado, en cierto modo la política. Hoy, en cambio, nos cuesta imaginar un mundo que sea radicalmente mejor que el nuestro, o un futuro que no sea esencialmente democrático y capitalista.
La construcción de este imaginario burgués, particularmente correspondiente a las clases medias con pretensiones económicas e intelectuales pero incapaces de rebasar los límites del consumidor acrítico, de ninguna manera ha sido obra del azar sino resultado de un proyecto tendiente a «manufacturar el consenso», al cual se le han destinado multimillonarios recursos encaminados a manipular los medios masivos de comunicación con el fin de producir un duradero lavado de cerebro que permita la imposición, sin oposición consistente, de políticas promovidas para alentar los valores mercantiles y en beneficio sólo de la hegemonía del capital, aunque parezcan preocupadas y orientadas por el bien común, del que por cierto dice William Blake: «Es la aspiración del hipócrita y del bribón.» (Glockner, 2002: 28.)
Además, el pensamiento único peculiar del neoliberalismo, dice Stefanía (2002: 49), se sostiene en otras «verdades» como las siguientes: «El liberalismo económico lleva inexcusablemente a la democracia; [O bien] ¡Hay que adoptar el modelo neoliberal, que se impone en todo el mundo!»[9]; también: «La intervención del Estado en el mercado, pertenece al pasado sus defensores son dinosaurios ideológicos».
Al mismo tiempo, forman parte del credo neoliberal algunos postulados como los siguientes:
El mercado lo resuelve todo del mejor modo posible […] Siempre hubo y habrá corrupción, pero en el liberalismo es marginal y en el estatismo estructural […] La desigualdad social no es consustancial al capitalismo, sino parte de la naturaleza humana, por eso no se puede acabar con ella […] El nacionalismo y la soberanía económica son expresiones retrogradas que deben desaparecer en aras de la eficiencia y la inserción a la globalización […] Primero hay que hacer crecer la riqueza y, después, distribuirla […] Las privatizaciones son la panacea para la economía nacional. (Stefanía, 2000: 52 y ss.)
Una «verdad» más, ésta impuesta tanto por el BM como por el FMI, es aquella que proclama la entrega de los recursos naturales al capital extranjero como la única solución posible al atraso de las economías emergentes.
La aceptación absoluta de estos postulados, es decir sin la menor reflexión, hace que lo necio, inútil y premoderno sea investigar y discutir acerca de las contradicciones del capitalismo y, peor aún, intentar reflexionar sobre la posibilidad de que estas contradicciones pudieran llegar a ser de tal magnitud que significaran la posibilidad de su transformación total.
En el mismo sentido, bajo el neoliberalismo se prohíbe dudar sobre la validez de su propuesta civilizatoria sustentada en valores económicos y de mercado, donde lo social resulta ser «una especie de resabio patético, cuyo peso sería causa de regresión y crisis». (Stefanía, 2000: 50.)
La victoria cultural neoliberal
El neoliberalismo cosechó una importantísima victoria en el terreno de la cultura y la ideología cuando sus teóricos fueron capaces de penetrar los organismos internacionales y convencer, inicialmente, a la casi totalidad de las elites políticas e intelectuales de los países capitalistas, incluso a las del socialismo real y, más tarde, a muy amplios sectores de la sociedad respecto de la inexistencia de alternativas políticas, económicas y culturales, al capitalismo en general y, en particular, a su modalidad neoliberal.
Creer que la modalidad neoliberal es el único camino se ha convertido en parte esencial del monólogo que desde el poder impide la reflexión sobre otras posibilidades.[10]
Una idea muy extendida y recientemente difundida por los medios masivos que apelan a la creencia más que a la reflexión, es que el poderío militar estadunidense es la punta del iceberg que prolonga la superioridad de ese país en todos los dominios, incluido el económico, pero también el político y cultural. Debido a ello, el sentido común neoliberal explica que la sumisión a la hegemonía norteamericana sobre el mundo es inevitable y que, además, toda resistencia a la expansión económica, política y cultural estadunidense es tarea inútil; en consecuencia, ese mismo sentido común propone que más vale asimilarse rápidamente a la hegemonía norteamericana y recibir así los beneficios de la modernidad capitalista. De esta manera, en los hechos, el sentido común neoliberal es uno de los aspectos ideológicos más importantes para reforzar la sumisión y la dependencia.
Los nuevos significados
En apenas dos décadas, el consenso neoliberal ha impuesto su programa político y cultural («la democracia representativa liberal es el peor sistema político excepto todos los demás» y en lo cultural se han impuesto valores como el lucro y el apoliticismo), pero además el neoliberalismo cambió, en su provecho, el sentido de las palabras.
El vocablo «reforma», que antes de la era neoliberal tenía una connotación positiva y progresista que remitía a transformaciones sociales y económicas orientadas a la consecución de una sociedad igualitaria, democrática y donde lo humano fuera el centro de todas las actividades públicas y privadas, incluida la económica, fue apropiado por los ideólogos neoliberales y convertido en un significante que alude a procesos y transformaciones sociales de claro signo mercantil, involutivo y, muchas veces, antidemocrático.
Es el caso de América Latina, las reformas estructurales de orientación al mercado puestas en marcha durante la década de los ochenta, terminaron aumentando la desigualdad económica y social, vaciando de todo contenido político a las instituciones democráticas y al gobierno mismo, convertido ahora con descaro en un mero «administrador de los negocios colectivos de los empresarios». [11]
Por otra parte, para los dueños del capital y los abogados del neoliberalismo, los países y los estados son simplemente mercados, los ciudadanos consumidores y la globalización neoliberal la única vía posible de modernización en tanto tiene la virtud de eliminar las barreras nacionalidades que impiden el libre flujo de mercancías y capitales. Así, ha dejado de existir, por ejemplo, la inversión extranjera para ser sólo inversión productiva; de la misma manera la diferenciación entre mercado interno y externo ha desaparecido y hoy se habla sólo de mercado.
Destrucción del Estado Nacional
La extinción práctica de la idea de nación, supuestamente subsumida bajo la corriente «civilizatoria» de la globalización, así como la imposición de políticas «orientadas hacia el mercado», dieron lugar al debilitamiento de los estados nacionales. De esta manera, la expansión de la esfera de actividades económicas más allá de las fronteras nacionales, comienza por degradar el concepto de nación para reducirlo al de mercado.
Así, los estados nacionales, especialmente los ubicados en la periferia capitalista, han sido consciente y pertinazmente debilitados cuando no salvajemente desangrados por las políticas neoliberales con el fin de favorecer el predominio, sin contrapesos, de los intereses de las grandes corporaciones transnacionales.
Aquel Estado que actuaba para corregir las disfunciones del mercado y alcanzar la estabilidad económica, particularmente en la época de crisis, parece no existir más. La separación de la política de lo económico ha dejado sin responsabilidades al Estado en aspectos tales como la producción y distribución de bienes y servicios. Incluso, la producción y suministro de aquellos servicios, antes considerados públicos, como la salud, empleo, vivienda, agua potable, la energía eléctrica y muchos más, son ahora privatizados y puestos al servicio de la ganancia del capital privado.
La reducción de la pobreza y la superación de la marginación, la protección de las personas frente a las incertidumbres económico-sociales y la garantía de derechos básicos de los ciudadanos, que en algún momento fueron los pilares fundamentales del Estado de Bienestar, han sido desplazados por un Estado mínimo, de oportunidades individuales y donde los servicios antes públicos son producidos y vendidos como mercancías, es decir, son apropiados sólo por quienes tienen capacidad para adquirirlos en el mercado, lo que necesariamente provoca crecientes desigualdades en su satisfacción social.
Actualmente, en la mayor parte de los países han desaparecido, o tienden a desaparecer, las que se consideraban responsabilidades estatales para cumplir con el derecho de la sociedad a la educación, la salud, vivienda digna, alimentación, el empleo dignamente remunerado, el respeto a las diferencias, o la seguridad de un ingreso, aún sin empleo, capaz de garantizar la satisfacción de las necesidades elementales del trabajador y su familia; al mismo tiempo se ha relajado la responsabilidad del Estado en la protección social universal contra los riesgos de la vida, sin discriminaciones o exclusiones, así como en el diseño y puesta en marcha de políticas de distribución del ingreso, o encaminadas a construir un sistema económico democrático que evite la dictadura del mercado y fortalezca la actividad pública de producción y distribución de bienes y servicios públicos básicos.
Todo esto ha vulnerado la validez y vigencia del Estado Nacional, al que se le cantan ya los responsos como entidad soberana y se saluda su creciente participación como gestor de los intereses del capital privado y, particularmente, de las corporaciones trasnacionales mediante la creación de ventajas competitivas.[12]
Estado Nacional y megacorporaciones
En estos momentos se generaliza la idea de que los gobiernos nacionales tienen alguna oportunidad de sobrevivir, sólo si son capaces de producir las condiciones generales de la producción indispensables a la expansión del capital y generar las ventajas competitivas necesarias para atraer a la inversión privada. En esta perspectiva, afirma Michael Porter (1990: 18): «El papel correcto del gobierno es el de catalizador y estimulador. Es el de alentar -o incluso empujar- a las empresas a que eleven sus aspiraciones y pasen a niveles más altos de actuación competitiva».
En la globalización neoliberal, donde el Estado es sometido a los intereses del capital, las empresas transnacionales acentúan su posición como la fuerza motriz de la economía mundial, son las principales inversionistas de capital productivo en todo el mundo, así como de las inversiones financieras y comerciales. En particular, dice Petras (2003):
Las megacorporaciones de origen estadunidense tienen una gran relevancia pues de las 500 mayores empresas en el mundo: «El valor de las compañías estadunidense excede el valor combinado de todas las demás regiones. La valuación de las trasnacionales estadunidense es de 7 billones 445 mil millones de dólares, contra 5 billones 141 mil millones de dólares» [de las restantes de todas las demás nacionalidades] Las trasnacionales estadunidenses dominan la lista de las 500 principales empresas del mundo […] Casi la mitad de las mayores trasnacionales (48 por ciento) son de propiedad y dirección estadunidense, casi el doble del competidor regional más próximo, Europa, con 28 por ciento […] La concentración del poderío económico es aún mayor si nos fijamos en las principales 50 trasnacionales, de las cuales 60 por ciento son de propiedad estadunidense, y es todavía más evidente al examinar las 20 mejor situadas, de las cuales más de 70 por ciento son de ese país. De las primeras 10, Estados Unidos controla 80 por ciento.
Ante este enorme poder, el sentido común neoliberal recomienda a los gobiernos de las naciones dependientes, específicamente de América Latina, no pretender regular el comportamiento de las megacorporaciones, por el contrario se sugiere permitirles la propiedad absoluta de los recursos naturales a cambio de la creación de empleos, no siempre bien remunerados y sin prestación social alguna pero, se dice, empleos al fin. De esta manera, se vulnera y limita la voluntad de los gobiernos nacionales para control las actividades de las megacorporaciones y se entrega la plaza sin condición alguna.
La insistencia del sentido común, abruma a nuestras naciones y se usa la razón y la evidencia, diciendo y reafirmando en todo momento que para los gobiernos nacionales resulta muy limitada la posibilidad de ejercer un control efectivo -pero además innecesario- sobre las megacorporaciones. En este caso, los intelectuales y políticos «realistas», pragmáticos y neoliberales, no ponen en duda lo anterior y se preguntan terminantes: ¿Cuáles podrían ser los instrumentos con que puede contar un gobierno democrático, por ejemplo en Guatemala, para negociar con una corporación como la General Motors, cuya cifra de ventas anuales es veintiséis veces superior a la del producto interno guatemalteco? ¿Cómo podrían someter a las grandes empresas los países del África Subsahariana, si su producto interno sumado es apenas similar a las ventas anuales de la General Motors y la Exxon?
Para el sentido común neoliberal, la respuesta y conclusión es sencilla por obvia: no existe otra opción más que rendirse e integrarse de manera individual y subordinada a los países hegemónicos, como éstos quieran y su bondad acepte. Y si es preciso ceder la soberanía o parte de ella, no importa si se cumple el fin último de la integración económica subordinada al gran capital.
En este sentido, la búsqueda de opciones distintas -como la integración de naciones en el libre ejercicio de su soberanía e independencia y, sobre todo, al margen de las grandes economías y megacorporaciones-, resulta trabajo inútil. En todo caso, para el neoliberalismo el capitalismo no tiene vías alternas y, mucho menos, propuestas transformadoras y además ¿para qué, si la historia llegó a su fin?
Incluso, para muchos intelectuales modernos y modernizantes, la desproporción existente entre las economías de los países dependientes respecto de los metropolitanos no es amenaza, sino reto, que se resuelve en la medida que los países periféricos acepten su condición dependiente y aprovechen la oportunidad de integrarse a la globalización mediante la entrega de su economía y sus riquezas naturales al capital transnacional.
Sobre todo ahora, después de Afganistán e Irak, es decir, conociendo las decisiones unilaterales para emprender «guerras preventivas», la existencia de las naciones emergentes -incluido su régimen político-, sólo es tolerada por el poder imperial si se ajusta a los cánones establecidos por los centros financieros metropolitanos y si sus gobiernos son capaces de servir dócilmente a los intereses del gran capital.
De otra forma, si esos países no se someten pacíficamente, o sus gobiernos no aceptan rendirse incondicionalmente -y lo mismo da si aceptan, según se pudo constatar con la agresión a Irak-, pueden pasar a engrosar la lista del «Eje del mal» -cuyos requisitos de ingreso nadie conoce, aunque la prioridad la tienen los países que disponen de petróleo en su territorio- y colocarse en situación de ser invadidos militarmente para establecer en ellos la «democracia» liberal sostenida por ejércitos de ocupación.
Aún más, la realidad es que, hoy, nuestros países son mucho más dependientes que antes, debido en mucho a los agobios provocados tanto por una deuda externa que no cesa de crecer como por una «comunidad financiera internacional», que pretende convertir la soberanía en parte de los desechos provenientes del atraso político-social y del desvarío nacionalista.
Pero mientras en los países dependientes el Estado se achica y debilita al ritmo impuesto por los ajustes neoliberales de los finales del siglo XX, el rango y el volumen de operaciones de las grandes compañías transnacionales y su valor se acrecienta de manera extraordinaria y sin límite alguno a costa de una creciente pobreza social y regional en los países dependientes.
Todavía más, ahora se proclama que al primer mundo sólo puede llegarse en la medida que se acepte llevar adelante, diseñadas por los organismos financieros internacionales como el FMI y el BM, políticas económicas cuyos resultados finalmente han provocado una mayor polarización y dependencia hacia la economía norteamericana.
En efecto, a los países dependientes se les sugiere (tal y como se dice en el críptico lenguaje del BM y el FMI), reforzar la estrategia de cambio estructural de orientación al mercado que ha mostrado ser causante de, por lo menos, tres graves cuestiones para nuestros pueblos: 1] Inestabilidad económica, acompañada de bajas tasas de crecimiento; 2] Aumento social y regional de la pobreza; y 3] Mayor dependencia y creciente pérdida de soberanía nacional.
A lo anterior, debe agregarse que la dependencia intelectual (incluida la científica y tecnológica), también se acentúa y a pesar de reconocerse que nuestros países son ahora más dependientes de lo que lo eran en los años sesenta, por una de esas paradojas del sentido común neoliberal las teorizaciones sobre el significado de la dependencia, o acerca del imperialismo, son hoy desestimadas por buena parte de los intelectuales orgánicos del capital, pero también incluso por académicos que las consideran anacronismos teóricos, precisamente en estos momentos cuando ambas categorías adquieren una vigencia e importancia que, a pesar de todo, no han perdido desde el tiempo de su creación.
Por eso, ahora es preciso reivindicar el estudio de la globalización neoliberal como la expresión actual del Imperialismo en lo económico, lo político y cultural.
Conclusión
La más reciente reestructuración emprendida por el capitalismo a escala mundial, la globalización misma, ha sido dominada y dirigida por la ideología neoliberal, convertida en especie de sentido común de nuestro tiempo que no deja espacios para ninguna otra forma de pensamiento.
No obstante y aunque mucho se habla de los avances del neoliberalismo, su penetración e importancia se distribuye de manera desigual en el mundo y si bien puede observarse que buena parte de los dirigentes políticos y líderes empresariales en muchas partes del mundo han asumido plenamente la ideología neoliberal, la implantación de la economía de mercado no ha sido tan rápida y expedita como muchos pretenden o quisieran. En realidad, el desarrollo de la economía de mercado ha sido, en buena parte del mundo, menos intenso y veloz que el de los principios ideológicos y culturales en los cuales se sustenta.
Tal y como ocurría en el pasado, cuando los gobernantes más despóticos y autoritarios exaltaban el valor de la democracia e insistían en asegurar que sus gobiernos eran expresión auténtica de la democracia; en los años recientes, el discurso cambió y los gobernantes del «mundo libre» entraron en una tenaz competencia para ver quien declaraba, con más fuerza y frecuencia, su adhesión a los principios y valores del libre mercado, convertido en paradigma inamovible, aceptado y proclamado como la única vía de crecimiento de las economías sin importar su nivel de desarrollo.
Pero antes, como ahora, esos discursos tienen poco que ver con la realidad y en el caso específico de mercados funcionando libremente su existencia concreta es excedida con creces por la retórica neoliberal sobre sus bondades. Es decir, hay mucho menos mercado libre de lo que se proclama y los gobiernos de las naciones desarrolladas no parecen estar preocupados por la evidente distancia entre su discurso neoliberal conque aturden a los países dependientes, exigiéndoles la implantación del mercado (y, además libre), con una intensidad que ni siquiera existe en sus propias naciones, que en mayor o menor grado siguen siendo intervenidas, subsidiadas, reguladas y protegidas.
En otras palabras, pese a las proclamas en favor de la propuesta neoliberal, los capitalismos desarrollados continúan teniendo gobiernos grandes, interventores, reguladores y protectores, que organizan el funcionamiento de los mercados, otorgan enormes subsidios a los productores y aplican sutiles, cuando no burdas, formas de proteccionismo, conviviendo con enormes déficit fiscales provocados más por los apoyos a la reproducción del capital, que por los gastos sociales requeridos para mejorar las condiciones de vida de la población.
En síntesis, los países del capitalismo desarrollado son todo aquello que exigen dejen de ser las naciones dependientes, la mayor parte de ellas sus ex colonias, donde los gobiernos nacionales pierden peso en la orientación del desarrollo de la sociedad y su economía, donde crecen -no sin lamentarlo los mismos gobiernos que nada hacen para evitarlo- los niveles de pobreza social y regional, además de imponérseles un conjunto de políticas tendientes a desregular la actividad económica bajo la consideración de que el libre mercado permite alcanzar precios más bajos, mejorar la calidad de los bienes y servicios.
De la misma manera, a nuestros países se les exige abrir su economía, sin restricción alguna, al flujo de mercancías y capitales extranjeros; además de privatizar las empresas públicas, los recursos nacionales y, con el argumento de evitar presiones inflacionarias, procurar dogmáticamente la reducción del déficit fiscal, lo que lleva a reducir el gasto público en el renglón social y, finalmente, flexibilizar las relaciones laborales, además de privatizar todos los bienes y servicios públicos, pues «todos deben ser privados y mercantiles.»
La experiencia de los países «reformados» siguiendo las pautas establecidas por el BM y el FMI, tal como es el caso de México, muestra que las contradicciones propias del capitalismo, sus crisis recurrentes y la creciente polarización social, han obstaculizado la expansión del neoliberalismo económico, aunque no su difusión e imposición ideológica y cultural, especialmente entre los sectores dirigentes políticos e intelectuales.
En todo caso no sólo en los países del capitalismo desarrollado, sino también en los dependientes, la reestructuración neoliberal se ha hecho a expensas de los pobres y de las clases explotadas; las desigualdades económicas y sociales se acentuaron y la prosperidad no alcanzó a derramarse hacia abajo, como aseguraba la reconfortante «teoría del derrame», que plantea primero crear la riqueza para luego distribuirla, lo cual en los hechos ha significado anular toda política de desarrollo por impulsar el crecimiento de la economía en beneficio exclusivo del capital.
Por decirlo de manera breve y concreta: las sociedades que el neoliberalismo construyó a las dos últimas décadas, son peores que sus precedentes, más divididas, polarizadas e injustas. Los hombres y mujeres del mundo viven hoy bajo renovadas amenazas bélicas, económicas, laborales, sociales y ecológicas. De hecho, la humanidad sobrevive hoy en un mundo lleno de temores, zozobra y desesperanza.
Finalmente, de las vicisitudes históricas de la imposición del neoliberalismo como ideología hegemónica en la mayor parte del planeta es posible extraer algunas experiencias. Sin duda alguna, las fuerzas y movimientos sociales que aspiran al cambio y que se expresan en contra de la globalización neoliberal, existen y crecen a contracorriente del consenso político de la era neoliberal. Sin embargo, desde el poder se trata a los portadores de las propuestas alternativas como excéntricos, o románticos incurables y fuera de lugar en la sociedad actual.
Pero asumir el cambio como opción, significa empezar dejar de aceptar a la sociedad capitalista y sus instituciones como inmutables y eternas. Es más, la historia demuestra que lo que parecía una locura en los años cincuenta, por ejemplo la creación de millones de desocupados, la reconcentración del ingreso, el desmantelamiento de los programas sociales, la privatización del petróleo, el agua y la electricidad, la educación, la salud y hasta las cárceles, sólo pudo ser posible, incluso con un bajísimo costo político para los gobiernos que las aplicaron, una vez que el neoliberalismo alcanzó su «victoria ideológica» sobre la sociedad y las otras opciones políticas, tanto capitalistas como anticapitalistas.
En consecuencia, debe tenerse la seguridad de que es posible un proyecto no capitalista pensado de cara al siglo XXI, que reivindique la posibilidad de establecer un sistema economía y social, capaz de unir armónicamente la igualdad social con la democracia. Alguna vez, Max Weber escribió que «en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez», y exhortaba al mismo tiempo a soportar con audacia y lucidez la destrucción de todas las esperanzas porque, de lo contrario, seríamos incapaces de realizar incluso lo que hoy es posible.
Esas palabras sugieren una actitud fundamental, que no deberán abandonar quienes ya no se resignan ante un orden social intrínsecamente injusto como el capitalismo, y que pese al hostigamiento intelectual, la exclusión, la incomprensión, cuando no la persecución, siguen creyendo que una sociedad diferente es posible.
Jaime Ornelas Delgado .[1]
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