Por mucho que se maquille y trate de recomponerse la figura, cada vez engaña menos. Lo saben incluso quienes medran con el engaño. Y por eso desesperan y acuden a toda suerte de subterfugios: -Hay que salvar el liberalismo, señores. Utilicemos cuanto recurso sea menester. Comuniquémonos con Fukuyama… Su «fin de la historia» hace tiempo […]
Por mucho que se maquille y trate de recomponerse la figura, cada vez engaña menos. Lo saben incluso quienes medran con el engaño. Y por eso desesperan y acuden a toda suerte de subterfugios:
-Hay que salvar el liberalismo, señores. Utilicemos cuanto recurso sea menester. Comuniquémonos con Fukuyama… Su «fin de la historia» hace tiempo no está dando resultados: la izquierda se rehace, y contraataca; la chusma se levanta. Se caldean los ánimos.
Parece que los mineros rusos, los estudiantes y obreros surcoreanos, los indonesios de acendrado sentimiento antifondomonetarista y esos arrebatados participantes en los Foros Sociales, por enumerar unos pocos, han intuido -praxis nacional por medio- que mientras el 20 por ciento de la población mundial existe para el mercado, el 80 por ciento «vive» de imágenes de consumo.
El economista cubano Osvaldo Martínez lo explicaba magistralmente. Los datos que aportaba a la curiosidad pública resultan irrecusables. «El 20 por ciento de los más ricos acapara el 86 por ciento de los gastos de consumo. Al haber del 20 por ciento de la humanidad van a parar el 45 por ciento de la carne y el pescado, el 74 por ciento de las líneas telefónicas, el 84 por ciento del papel, el 87 por ciento de los vehículos».
Constituyen ciencia las pruebas de lo absurdo de un orden universal presentado como panacea y «vendido» como futuro ineluctable. Entre los rasgos del capitalismo neoliberal se encuentra un desarrollo económico más lento, tomado como referencia un largo período histórico. Si entre 1950 y 1973 el Producto Interno Bruto de los países más industrializados se benefició con 5 por ciento de crecimiento anual, a partir de la última fecha señalada se desacelera el ritmo. De 1990 a 1996 es de menos de 2 por ciento.
Esa desaceleración va acompañada del vertiginoso aumento de la «burbuja financiera», pues se intercambian deudas y se compran y venden productos inexistentes. Inversión improductiva en detrimento de la productiva. Todo hasta el paroxismo. Un paroxismo que, ¿recuerdan?, causó el desplome de los llamados Tigres del Sudeste Asiático, mantuvo en jaque al otrora asaz envidiado Japón y colocó a Rusia al borde del colapso.
A todas luces, la primera gran crisis general desde la de los años 30 ha dejado ver su silueta a los más avisados… Y hasta los menos avisados la han presentido. Basta con asomarse a cualquier noticiario, a cualquier publicación informativa -por frívola que sea- de cualquier parte del mundo.
Ahora bien: pecaríamos de ilusos si concluyéramos que por haberse mostrado «asombrosamente ineficaz para satisfacer las necesidades de la población del planeta», o que por el deterioro ambiental que provoca la fiebre del mercado desregulado, el neoliberalismo ha de sucumbir en unas pocas semanas, en años.
No en vano cuenta con suficiente experiencia para aplicar paliativos a la anunciada crisis. (Crisis terrible, por el sumo grado de interdependencia de las economías locales, y por la plural inserción en el gigantesco mercado financiero). Además, los apologistas del sistema acumulan oficio. Están actuando desde el siglo XVIII, cuando las nuevas relaciones de producción se erigían en históricamente justificadas, frente a un feudalismo decadente, que trababa la expansión de las fuerzas productivas.
Los teóricos de la venta febril son duchos en defender la privatización de los bienes y la socialización de los sueños -que diría un teólogo de la liberación. Un derroche de técnicas subliminales ha logrado que cierto haz de terrícolas, primermundistas los más, acepten como normal una alta tasa de desempleo y consideren sin sentido, espacio y futuro a regiones enteras y cientos de millones de seres humanos. («Por primera vez un sistema proclama que África resulta sobrante para su realidad», se indignaba el eminente economista cubano.)
Esa propaganda, expandida a expensas del desencanto que proliferó con la caída del «socialismo real» europeo, no permite a algunos parar mientes en que alrededor de cien millones de menores de 15 años deben trabajar como esclavos para malvivir. Porque vida es otra cosa. O que «un niño nacido en Nueva York consumirá, gastará y contaminará en su existencia más que 50 niños del Tercer Mundo».
Sin lugar a dudas, la diseminación de las ideas neoliberales ha devenido relativamente eficiente. Si no lo fuera, todos se manifestarían escépticos ante la solvencia de aquella sociedad mostrada como paradigma. Una sociedad que sufre 16,5 por ciento de pobreza, 20 por ciento de analfabetismo funcional, 13 por ciento de ciudadanos que no llegarán a los 60 años de edad. Sí; de otra forma los Estados Unidos no habrían conseguido imponer sus estereotipos a tantos y tantos pasivos receptores de un planeta globalizado en el dolor… y ojalá que en la esperanza.
¿Borrón y cuenta nueva?
Una afirmación se repite: El Estado es ineficiente e inepto por naturaleza. Un slogan se torna recurrente: Privaticemos al máximo, en aras de la eficiencia económica. Son éstos elementos básicos de una política, bien trazada y arremetedora, que apunta a suplantar las soberanías nacionales por la soberanía del mercado (según Osvaldo Martínez, se intenta borrar definitivamente la oposición a los intereses de las transnacionales).
El individuo debe quedar inerme en su soledad y sus angustias, en su habitación climatizada o en su choza abierta al cielo estrellado. No puede multiplicarse el ejemplo de Fuenteovejuna. Para ello, el arsenal del capital se dirige contra todo atisbo de organización pro derechos colectivos: las sindicales, comunitarias, barriales…
Y es cuando se hace imprescindible explicar una y otra vez la falsedad de los argumentos que apuntalan la privatización a ultranza. Más, mucho más que lo expuesto aquí -y mejor trasmitido, por supuesto- debe ponerse a disposición de la comprensión de las masas. Se trata de desmitificar la versión libérrima, absolutista, del mercado. Lo cual constituye un imperativo ideológico para la izquierda mundial.
Asimismo, es pertinente demostrar, en teoría y práctica, que el Estado sí puede tomar las riendas del progreso y marchar seguro con la historia hasta cuando se alcance a dar a cada quién según sus necesidades. ¿Ejemplos? A mano. China, Vietnam, la Cuba que se sostiene a pesar de la brusca pérdida de sus tradicionales socios comerciales, a principios de los 90… Incluso hay otro tipo de asideros. ¿Acaso los Estados Unidos no emergieron de la hecatombe de los años 30 gracias a la aplicación de medidas reguladoras de las aconsejadas por Keynes? ¿Acaso el desarrollo a que llegó Japón en su momento no fue propiciado por el propio Estado?
Cuba representa una confirmación del aserto esgrimido. La avezada conducción estatal ha conllevado nítidos éxitos, como la reducción del déficit fiscal, ascendente al 33 por ciento del PIB (más de cinco mil millones de pesos) en 1993, al 3,5 por ciento hoy en día.
Medidas tales como un sistema impositivo, la legalización del trabajo por cuenta propia (en procura de empleos y de impulsar las fuerzas productivas) y la contracción de los subsidios de las empresas (con la consiguiente multiplicación de la rentabilidad) han obrado la «maravilla» de detener, en 1994, el declive de la economía y potenciar el ritmo anual de crecimiento (2,5 por ciento en 1995, un asombroso 7,8 por ciento en 1996… y el 5 por ciento de 2004).
Quizás huelgue profundizar en un hecho evidente: la propia existencia del proyecto cubano y su estable recuperación económica. Ello, conseguido de manera inédita: aun las más difíciles terapias han estado precedidas de profusas consultas populares, realizadas por un Estado que, al racionalizar la fuerza laboral, la reubica o recalifica, que persigue la eficiencia previo consenso y que incentiva el turismo foráneo como fuente de divisas, la competitividad de los productos nacionales, el valor de la moneda local…
Un Estado que apuesta al desarrollo a despecho de un bloqueo perenne. En Estado, en fin, que ejecuta con buenas perspectivas la apertura a la inversión extranjera, pero que no hipoteca el futuro, abriendo las puertas de la Banca Nacional, por ejemplo, en evitación de lo que ocurre en medio mundo. Allí donde triunfa la gran mascarada de la globalización neoliberal.