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Crítica de "Cock and bull story"

Gobernar el caos

Fuentes: Rebelión

Hay numerosas producciones en los últimos tiempos que sugieren posturas contestatarias, que adoptan actitudes aparentemente progresistas y que, sin embargo, esconden formas de pensamiento tan conservadoras como a las que en teoría se enfrentan. Cock and bull story es una de ellas. Baste con un ejemplo: cuando Winterbottom hace mofa de uno de sus personajes, […]

Hay numerosas producciones en los últimos tiempos que sugieren posturas contestatarias, que adoptan actitudes aparentemente progresistas y que, sin embargo, esconden formas de pensamiento tan conservadoras como a las que en teoría se enfrentan. Cock and bull story es una de ellas. Baste con un ejemplo: cuando Winterbottom hace mofa de uno de sus personajes, retratándonos cómo su pasión por el cine de arte y ensayo esconde a una mujer que sólo quiere que un macho rico la llene de hijos, no hace más que invertir esas posturas reaccionarias, últimamente tan utilizadas por la publicidad, según las cuales cuando un varón menciona las excelencias de una película en versión original es porque está pensando en follarse a la mujer que tiene enfrente.

Esa misma visión conservadora aparece envuelta en la totalidad de su A cock and bull story bajo un agradable manto de libertad formal. Y es que la adaptación del Tristram Shandy de Laurence Sterne le sirve para varios propósitos. El primero de ellos es la construcción de una narración posmoderna, que se asienta en saltos temporales, en cambios de escenario y en historias que entran y salen, y que termina siendo agradecida para el espectador ya que los caminos que recorre, aun cuando no puedan llamarse innovadores, son poco usuales en las filmaciones contemporáneas. En segundo lugar, Winterbottom está mucho más interesado en traer al tiempo presente, y al rodaje de la misma película, el mensaje que yace en Tristram Shandy, tarea para la que esta estructura se revela particularmente provechosa.

En realidad, Winterbottom quiere transmitirnos que la vida es caótica, que, por más que lo intentemos, no podemos hacernos con las riendas de nuestra existencia y mucho menos planificar la ajena. En un mundo como el nuestro, donde la inestabilidad, los golpes de azar, los aciertos sorprendentes y los efectos no deseados parecen construir la realidad con mucha más frecuencia que una voluntad o un deseo firmes, la previsión, la organización y la reducción de incertidumbres parecen ser tareas vanas. Y eso es lo que aparece en la obra de Sterne. La manera en que Tristram Shandy llegó a llamarse así nos subrayaría la imposibilidad de trazar un sendero acotado, como si la vida siempre abriera su propio camino; como si nuestra voluntad o nuestros condicionantes no fueran más que efectos secundarios en manos del dios azar.

Y eso es también para Winterbottom el cine. El modo en que la película llega a tomar la forma en que después será conocida no tiene que ver con un guión marcado en el que cada cual cumple su función, sino con luchas de egos, problemas de financiación, conclusiones artísticas al calor del alcohol o del sueño, repentinas decisiones financieras y múltiples efectos colaterales que terminan tomando el lugar principal. El cine no es más que un cúmulo de circunstancias que se combinan aleatoriamente y que encuentran un lugar propio por un camino que no podemos adivinar.

Esa clase de ideas podemos encontrarlas con enorme frecuencia entre quienes se dedican a la literatura managerial. Las empresas, dicen, han de desenvolverse en mercados difíciles, de creciente competencia, donde los destinatarios finales del producto muestran escasa fidelidad y demasiada atracción por las novedades, en el que los criterios orientativos no parecen demasiado sólidos. Y, donde, además, la mano de obra cada vez soporta peor un gobierno rígido. ¿Cómo desenvolverse con éxito, pues, en ese entorno caótico? Las respuestas a estas cuestiones suelen compartir una convicción extendida: el éxito no está en oponerse al caos, tratando de reducirlo a algo manejable, sino en extraer de él lo más provechoso

En el pasado, el orden, la reducción de la incertidumbre y la previsión fiable eran tanto características que demandábamos a las instituciones como facultades atribuidas a las figuras de autoridad. Decíamos que todo iba bien cuando los acontecimientos respondían a lo esperado y rutinario. La posmodernidad se apoya en valores contrarios: la falta de certeza y la inestabilidad quedan definidas como características intrínsecas de toda acción social; el desorden, la fractalidad o el caos son buenas descripciones de las fuerzas creativas en las que debemos apoyarnos. Así, el directivo, como el cineasta, en lugar de tratar de ceñirse a lo guionizado, en vez de intentar de que cada cosa responda a lo previsto, habrá de aprovechar los cambios inevitables; su fuerza no estará en pegarse a la rutina sino en saber extraer lo mejor de esa crisis permanente que es la realidad. El mejor aprovechamiento de los conflictos positivos definirá el éxito.

El problema es que este recurso a características intrínsecas de la realidad despoja los resultados de causantes; todo ocurre sin responsables, como si las cosas fueran naturales, lo que suele ser útil cuando se quiere evitar toda regulación que ponga límites a quienes están ejerciendo la autoridad. En el terreno empresarial se ha acudido a esta clase de metáforas cuando se pretendía combatir las normas estatales que podían limitar la acción del mercado. E igual ocurre con el Tristram Shandy de Winterbottom, donde ese conjunto de factores caóticos no son más que un montón de caprichos particulares. Porque una cosa es la libertad creativa y otra la decisión irracional disfrazada de caos, que es por lo que aboga finalmente Winterbottom.