Uno de los pocos momentos en los que puedo pensar con tranquilidad, sin que me importune el teléfono, el twitter o el e-mail, es cuando salgo a correr. A pesar de mis lumbalgias, llevo en el cuerpo nueve maratones, y le he prometido a mi esposa -fan del Real Madrid- que mi décima llegará antes […]
Uno de los pocos momentos en los que puedo pensar con tranquilidad, sin que me importune el teléfono, el twitter o el e-mail, es cuando salgo a correr. A pesar de mis lumbalgias, llevo en el cuerpo nueve maratones, y le he prometido a mi esposa -fan del Real Madrid- que mi décima llegará antes que la suya.
En pocos sitios me gusta tanto correr como en las dehesas que rodean mi pueblo, en Extremadura. Y me llamó muchísimo la atención descubrir que mis rutas favoritas, en caminos de tierra, estaban completamente disponibles en Google Street View, a diferencia de la carretera asfaltada que conduce a Portugal. Imagínense la paranoia: el coche fantástico prescindía de una vía rodada internacional, para dedicarse a recorrer la senda secreta de mi paraíso particular. El comentario de mi mujer añadió fuerza al tópico de la guerra de sexos: «Si me escuchases más, no mirarías tanto los mapas».
Como desde mi despacho ya pisamos una vez, quizás con demasiado ímpetu, el callo de la privacidad de Google, no di demasiada importancia al asunto, ni tan siquiera cuando aparecieron las primeras noticias sobre la captura de datos de redes Wi-Fi. Pero cuando una organización de consumidores decide poner el tema en manos de la Fiscalía, la deformación profesional obliga.
Me lo he estado mirando con cariño, por aquello tan bonito de ponerle el cascabel al gato gordo, las historias bíblicas de grandes y pequeños, y todas esas cosas. Pero señores, cuando se trata de derecho penal, y sobre todo cuando la Fiscalía ha de disparar con pólvora del rey -es decir, nuestros impuestos- conviene afinar muy bien el tiro: como sabe todo cazador de jabalíes, hay que acertar a la primera y «en tol bebe».
Habrá que ver cuales son los datos recogidos, y habrá que determinar hasta qué punto puede hablarse de interceptación de comunicaciones. Por las informaciones publicadas, se habla de la MAC de los routers y de los SSID de las redes inalámbricas. Si eso es delito, ya me pueden enviar a la policía judicial, porque en tal caso me autoinculpo de haber trincado redes abiertas por media España y Portugal.
Para poder hablar de un delito de revelación de secretos como Dios manda, deben aportarse pruebas por la acusación que demuestren, de forma indubitada, que se ha producido una efectiva agresión al derecho a la intimidad, sea mediante interceptación del contenido de comunicaciones, o mediante la aprehensión de datos reservados de carácter personal o familiar.
El derecho penal, como ultima ratio, siempre debe interpretarse de forma restrictiva, en virtud del principio de intervención mínima: para todo lo demás, tenemos el derecho administrativo. Resulta muy ilustrativa la reciente Sentencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, de 30 de diciembre de 2009, donde el ponente Juan Ramón Berdugo Gómez de la Torre desgrana con particular pulcritud las condiciones que deben cumplirse para encajar una conducta en el precepto penal. Véase por ejemplo:
«Y en cuanto a la distinción entre datos «sensibles» y los que no lo son, debe hacerse en el sentido de que los primeros son por sí mismos capaces para producir el perjuicio típico, por lo que el acceso a los mismos, su apoderamiento o divulgación, poniéndolos al descubierto comporta ya ese daño a su derecho a mantenerlos secretos u ocultos (intimidad) integrando el «perjuicio» exigido, mientras que en los datos «no sensibles», no es que no tengan virtualidad lesiva suficiente para provocar o producir el perjuicio, sino que debería acreditarse su efectiva concurrencia y en el caso presente, no se ha acreditado -ni se ha articulado prueba en este sentido- de que el acceso por parte del recurrente al nombre del médico cabecera -dato administrativo, y en principio, inocuo- del Dr. Bienvenido haya ocasionado perjuicio a éste como titular del dato.»
Les puedo asegurar una cosa: cuando de lo que se trata es de mandar a alguien a la cárcel, los jueces hilan muy fino, y con bramante. La ley es igual para todos, desde el más humilde hacker hasta la más soberbia multinacional, y precisamente por ello, debe exigirse el mismo rigor: se denuncie a quien se denuncie, y sea quien sea el reo, antes de sentar a alguien en el banquillo hay que tener muy amarrada la prueba. Una prueba que no puede exigírsele a aquellos que, por imperativo constitucional, tienen derecho a guardar silencio y a no declarar contra sí mismos.