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Entrevista a Giaime Pala sobre su libro La fuerza y el consenso, ensayo sobre Gramsci como historiador (Editorial Comares, 2021)

Gramsci, «un comunista que quería cambiar la sociedad»

Fuentes: Rebelión [Imagen: El autor del libro, Giaime Pala. Créditos: Espai Marx]

Giaime Pala se licenció en Letras en la Università degli Studi de Cagliari (Italia) y es doctor en Historia por la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona con una tesis sobre el PSUC (Teoría, práctica militante y cultura política del PSUC (1968-1977)) dirigida por Francisco Fernández Buey. Actualmente enseña Historia Contemporánea en la Universitat de Girona. Ha publicado numerosos trabajos sobre la política y la cultura catalanas del siglo XX y acerca de la historia del comunismo español. Entre sus últimos trabajos destacan: Cultura clandestina. Los intelectuales del PSUC bajo el franquismo (Comares, 2016), «Nación y revolución social. El pensamiento y la acción del joven Jordi Solé Tura» (Historia y Política, 2019), «Aperturismo en la España franquista (1950-1969)» (Historia social, 2020).

Giaime Pala forma parte también del consejo de redacción de la revista Segle XX. Revista catalana d’Història.

Centramos nuestra conversación en su último libro: La fuerza y el consenso. Ensayo sobre Gramsci como historiador, Granada: Editorial Comares, 2021.


Salvador López Arnal.- Abres el libro con una hermosísima carta de Gramsci a su hijo Delio de fecha indeterminada. Copio un fragmento: «Yo creo que te gusta la historia, como me gustaba a mí cuando tenía tu edad, porque se refiere a los hombres vivos, y todo lo que se refiere a los hombres, a cuantos más hombres sea posible, a todos los hombres del mundo en cuanto se unen en sociedad y trabajan y luchan y se mejoran a sí mismos, no puede no gustarte más que cualquier otra cosa». ¿Una consideración metahistórica central en Gramsci? ¿Hasta el final de sus días?

Giaime Pala.- El amor por la historia fue una constante en su vida. Lo podemos constatar desde sus cartas al padre de los años de la escuela secundaria hasta sus últimas cartas a los hijos. Y naturalmente en sus escritos (pre)carcelarios. Si bien los Cuadernos de la cárcel revelan una clara tendencia de Gramsci a la multidisciplinariedad y la transversalidad temática, hay base para decir que sus dos grandes pasiones intelectuales fueron siempre la lingüística, materia en la que tenía previsto especializarse en la universidad, y la historia. Si la pasión por la política no le hubiese alejado de la academia hacia 1915-1916, podría haberse convertido en un gran estudioso de cualquiera de estas dos materias.

Salvador López Arnal.- ¿Por qué Gramsci se hizo historiador en la cárcel?

Giaime Pala.- Se hizo historiador porque comprendió que, sin un estudio de las características de la formación y el desarrollo del Estado unitario italiano, no podía descifrar los acontecimientos que él vivió en edad adulta, como el desmoronamiento de la Italia liberal, las contradicciones y la derrota del movimiento socialcomunista en la inmediata posguerra mundial y la instauración de la dictadura fascista. En la segunda mitad de los años veinte, tuvo definitivamente claro que el presente era un fruto complejo del pasado del país. Debía, pues, estudiar ese pasado, porque en él encontraría muchas de las respuestas que andaba buscando.

Salvador López Arnal.- Te cito: «Este es un libro sobre el Antonio Gramsci historiador. Un Gramsci muy poco conocido en España y en los países americanos de lengua castellana». Señalas también que no es ninguna casualidad que las notas más historiográficas de Gramsci, «para entendernos las que fueron publicadas en 1949 con el título genérico de Il Risorgimiento», no hayan sido publicadas en España ni tampoco lo es que los introductores españoles de los Cuadernos las hayan esquivado en sus monografías. ¿Descuido, ignorancia, perspectiva equivocada, se ha infravalorado su importancia? ¿Tan difícil resulta aproximarse a esta arista de la obra gramsciana?

Giaime Pala.- No es fácil analizar al Gramsci historiador, porque en los Cuadernos él realizó una interpretación de la historia contemporánea de Italia, no una síntesis. Por eso examinó solo aquellos aspectos, personajes y cuestiones que consideraba esenciales para la articulación de su razonamiento histórico. Te doy un ejemplo: en sus notas carcelarias, que eran personales, no necesitaba explicarse la expedición militar de Garibaldi al sur de Italia de 1860, que conocía bien. Lo que quería hacer era interpretar dicha expedición en el marco de un análisis histórico del proceso de unificación italiana. Y así hizo con todo lo que vendría después hasta la consolidación del fascismo. Esto supone un problema para quienes no tengan un cierto conocimiento de la historia italiana. Probablemente aquí en España se conocen, ni que sea de forma básica, las figuras de Mazzini y de Cavour. Pero, más allá de los historiadores especialistas en siglo XIX, muy pocos conocen sus trayectorias políticas y vitales. Menos todavía se sabe de otros personajes clave como Francesco Crispi, Giovanni Giolitti y Vincenzo Gioberti o de la historia italiana hasta los años veinte. Así las cosas, se entiende que los introductores de Gramsci en España, casi todos politólogos y filósofos, esquivaran las notas más históricas de Gramsci en sus trabajos. Uno de los objetivos de mi libro era poner al lector en las condiciones de entender al Gramsci historiador no solo hablando de sus notas de interpretación histórica, sino también añadiendo algunos capítulos míos que conformaran una síntesis de la historia de Italia desde la etapa napoleónica hasta 1926. Creo que era la única manera para dar a conocer al Gramsci historiador a un público no italiano.

Salvador López Arnal.- Te vuelvo a citar: «En la medida en que el lector llegue a asimilar y dominar los principales conceptos políticos gramscianos dentro de una narración centrada en hombres y dinámica históricas reales, habré cumplido con el segundo objetivo que me he trazado». Visto así, ¿no se corre el riesgo de vincular muy estrechamente categorías histórico-políticas y determinados contextos históricos limitando de este modo el alcance, la validez de esas nociones a esos momentos históricos? ¿Qué garantía tenemos que nos puedan ayudar a comprender otros contextos distintos del que surgieron?

Giaime Pala.- Uno de mis objetivos era demostrar que las principales categorías políticas gramscianas nacen de –o se apuntalan con– sus reflexiones historiográficas: desde «hegemonía», «revolución pasiva», «jacobinismo», «transformismo», «guerra de posición/guerra de maniobras» hasta «intelectual orgánico», «cuestión meridional», «conformismo social», «Estado alargado», «cesarismo», «crisis de autoridad» y «americanismo y fordismo». De manera que el libro, aun partiendo del estudio de Gramsci como historiador, quiere ser también una introducción al pensamiento de Gramsci en su conjunto. En cuanto al peligro de que sus ideas no tengan validez en la actualidad, yo partiría de una justa premisa que Manuel Sacristán señaló en su momento; a saber: que Gramsci es un clásico de la cultura y del pensamiento político contemporáneos. Como tal, es un autor que nos enseña a pensar de forma libre y honesta intelectualmente. No se trata de buscar en sus páginas ideas mecánicamente aplicables en nuestro tiempo, sino de verlo como un ejemplo de análisis político. Un clásico no es útil porque nos proporciona un vademécum político inmediatamente operativo, sino porque nos ayuda, con su pulcritud metodológica y su brillantez intelectual, a elaborar autónomamente las respuestas que necesitamos ahora. No es poco, la verdad.

Giaime Pala durante una conferencia. Créditos: Espai Marx

Salvador López Arnal.- Sostienes en el capítulo 6 que los Cuadernos se han de leer por entero para acabar de aprehender su riqueza teórica. ¿No es posible entonces una lectura parcial con garantías? ¿No es posible centrarse, por ejemplo, en el Cuaderno 11 para hacerse una idea cabal de las consideraciones gramscianas sobre ciencia y filosofía, por ejemplo?

Giaime Pala.- Sí que es posible, por lo menos para aprehender los conceptos más importantes de una forma básica. La célebre «edición temática» de los Cuadernos, enucleada a partir de los «cuadernos especiales» (los cuadernos que agrupaban y desarrollaban notas sobre un mismo tema) y preparada bajo la supervisión de Palmiro Togliatti en la segunda posguerra mundial, tenía el fin de facilitar la recepción inicial de un conjunto de materiales ciertamente complejo de desentrañar. Pero el pensamiento gramsciano tiene una fuerte vocación unitaria, en el sentido de que, directa o indirectamente, la mayoría de los 29 cuadernos están entrelazados y se remiten mutuamente. Esto es algo que Togliatti sabía y que le llevó a autorizar en 1962 la preparación de una «edición crítica» de los Cuadernos que presentara la totalidad de los cuadernos tal y como los redactó Gramsci. Esta es la edición que permite afrontar un estudio global del pensamiento gramsciano, que es la clave para emprender cualquier tipo de investigación detallada acerca de este autor. Yo mismo, para dar cuenta del Gramsci historiador, he utilizado intensamente más de la mitad de los 29 cuadernos.

Salvador López Arnal.- El lenguaje, los conceptos, las expresiones usadas por Gramsci en los Cuadernos, ¿son prudente camuflaje ante la censura fascista o fruto de una auténtica y sugerente revolución político-cultural en el ámbito de la tradición marxista? ¿Ambas cosas a la vez?

Giaime Pala.- Son ambas cosas a la vez, pero que hay que explicar bien este punto. El lenguaje que Gramsci utilizó en los Cuadernos no resulta fácil de utilizar porque es el lenguaje de una persona que escribía en la cárcel fascista y sobre temas de actualidad. El peligro de la censura, pues, en algunos casos le empujó a utilizar perífrasis y definiciones crípticas para referirse a determinados conceptos y personajes del presente. Pero también es cierto que, al tratarse de apuntes privados –y que por tanto no estaban pensados para una publicación–, Gramsci escribió al mismo tiempo de forma creativa, recuperando y resignificando conceptos y definiciones que encontraba en autores del pasado o incluso adoptando expresiones y léxico del enemigo. Lógicamente, él se entendía perfectamente. Nosotros, en cambio, necesitamos un cierto esfuerzo intelectual para dominar su lenguaje. Todo autor que quiera escribir sobre Gramsci ha de ser consciente de que no puede sacralizar sus palabras más importantes y que tiene que glosarlas mediante un lenguaje comprensible y actual. En fin, y para responder a tu pregunta con un ejemplo, lo importante de la palabra «hegemonía» es el razonamiento político que hay detrás, no la palabra en sí. Y el razonamiento sí que es el fruto de una sugerente renovación de la tradición marxista.


«Todo autor que quiera escribir sobre Gramsci ha de ser consciente de que no puede sacralizar sus palabras más importantes y que tiene que glosarlas mediante un lenguaje comprensible y actual.»


Salvador López Arnal.- Afirmas que Gramsci fue un gran lector, asunto nada fácil. ¿En qué se fundamenta tu aseveración? ¿En lo que podemos observar en los Cuadernos?

Giaime Pala.- Fíjate que la primera carta carcelaria Gramsci la envió a Clara Passarge, la dueña del piso donde vivía cuando fue arrestado en noviembre de 1926. Básicamente le pidió que le enviara libros que tenía en su habitación. En efecto, desde el primer momento del cautiverio, Gramsci se aferró a la lectura para no deteriorarse intelectualmente, como demuestra también la relación epistolar con su cuñada, Tatiana Schucht. Llegó a leer un libro al día utilizando las bibliotecas de los penales en los que estuvo recluso. Y, cuando su amigo (y gran economista) Piero Sraffa le abrió una cuenta en una librería de Milán, se volcó sistemáticamente en la lecturas de libros, revistas y materiales que le interesaban para su plan de trabajo. Normalmente, en España se presta atención solo a las notas teóricas que Gramsci redactó en la cárcel. Pero los Cuadernos contienen también numerosas reseñas de libro que brillan por sus agudez y capacidad de síntesis y donde Gramsci formuló reflexiones que enriquecen y a veces completan las notas más teóricas. Fue un lector extraordinario, capaz de sacar de cada lectura toda su utilidad.

Salvador López Arnal.- Para los asuntos que tratas en tu libro, ¿no tiene mucho interés el Gramsci anterior a los Cuadernos?

Giaime Pala.- Por supuesto que lo tiene. En el último capítulo del libro dedico todo un apartado a la interpretación del fascismo que Gramsci articuló en los escritos precarcelarios (1919-1926). En mi opinión, hay un punto de inflexión en 1924. Antes de ese año, Gramsci subestimó la capacidad de maniobra política del fascismo, al verlo como una guardia pretoriana de las grandes burguesías industrial y agraria y de las élites liberales espantadas por la fuerza que el movimiento obrero italiano había desplegado en el bienio 1919-1920. A partir de finales de 1924, en concomitancia con la aceleración del autoritarismo de Mussolini, empezó a ver que el fascismo no era un mero movimiento en manos de la burguesía italiana, sino que se proponía proteger esta burguesía no sin imponerle su autoridad después del declive de los partidos liberales. El fascismo, en definitiva, tenía su autonomía política. Por otra parte, en sus últimos escritos precarcelarios, como las «Tesis» que presentó en el III Congreso del Partido Comunista de Italia, celebrado en enero de 1926 en Lyon (Francia), y el ensayo Algunos temas sobre la cuestión meridional, escrito en septiembre-octubre del mismo año, Gramsci hizo sus primeras incursiones en la historia contemporánea de Italia como vía para comprender mejor el presente. Estas primeras conclusiones e intuiciones fueron luego mejoradas y ampliadas en los Cuadernos.

Salvador López Arnal.- ¿En qué sentido dices que fueron mejoradas y ampliadas?

Giaime Pala.- Por un lado, el estudio del proceso de unificación italiana que realizó en la cárcel le permitió a Gramsci perfilar mejor las características del Reino de Italia, cuya vida política fue liberal pero no democrática. Mientras pudo –es decir, hasta la Primera Guerra Mundial–, la clase dirigente liberal intentó excluir a las masas del juego político nacional haciendo un uso abundante de la represión o incluso esterilizando el potencial transformador del sufragio universal masculino (concedido solo en 1912) mediante la cooptación de los líderes del Partido Socialista Italiano en la política oficial. La Gran Guerra y la Revolución rusa de 1917 lo cambiaron todo, ya que insertaron definitivamente a las masas populares en la escena política y las radicalizaron. Las políticos liberales, elitistas y clasistas, no estaban programados para encarar esta nueva situación, perdieron su autoridad y entraron definitivamente en crisis. Para Gramsci, el fascismo fue una solución contundente y de emergencia para salir de una fase de equilibrio estático y autodestructivo entre las fuerzas liberales, que querían mantener el poder, y las fuerzas del movimiento obrero y campesino, que querían subvertirlo. Fue, en suma, un cesarismo armado que ofreció a los potentados industriales y agrarios de siempre la posibilidad de mantener su dominio social a cambio de su lealtad política al mussolinismo. No solo esto: pese a su carácter violento y totalitario, en la cárcel Gramsci vio la dictadura fascista como un sistema en cierto modo más funcional que el régimen liberal para la política de los años veinte y treinta. Me explico. Mussolini salió ganador no solo por la fuerza paramilitar de su movimiento o por la ayuda que recibió de los grandes empresarios en los primeros años veinte, sino también porque entendió dos nuevas características de la época de posguerra: la necesidad de encuadrar a los ciudadanos en un régimen reaccionario de masas que los activara políticamente (algo que, insisto, estaba fuera de la mentalidad de los liberales), y la necesidad de dar un mayor protagonismo al Estado en la economía, a través de la doctrina corporativista, después del fin de la economía tendencialmente de laissez faire de antes de la guerra. El fascismo, a diferencia de los liberales, dio respuestas a estas cuestiones ineludibles. Pero las suyas fueron respuestas equivocadas, porque la movilización autoritaria de la población no habría aguantado mucho tiempo sin una mejora de las condiciones materiales de las clases populares, y el corporativismo fascista, pese a su grandilocuente retórica interclasista, en realidad no atacaba los intereses de las elites industriales y agrarias italianas. En definitiva, el fascismo no era tan sólido como parecía en los años treinta. Gramsci estaba convencido de que el movimiento obrero italiano podía recuperarse y relanzarse.

Salvador López Arnal.- Hablando de hegemonía, ¿no hay demasiadas lecturas-interpretaciones de esta categoría gramsciana? ¿Cuál es la tuya? ¿Dirección de los aliados más dominio de los adversarios?

Giaime Pala.- En el debate político actual se abusa de esta palabra. En esencia, es una categoría con la que Gramsci indicaba la capacidad de atraer y dirigir a las fuerzas potencialmente aliadas de tu proyecto político y, al mismo tiempo, de dominar o neutralizar a tus opositores. Naturalmente es un objetivo difícil de alcanzar y que no se obtiene siempre de la misma manera. Verbigracia, en el libro explico por qué Gramsci vio la acción de Cavour como ejemplo de una política hegemónica en el Ochocientos. Pero en el siglo XX las cosas habían cambiado. Máxime para un movimiento como el comunista, que había nacido al calor del ejemplo bolchevique ruso. Siguiendo algunas reflexiones autocríticas del último Lenin, Gramsci entendió que la toma del poder por parte de los bolcheviques rusos mediante la insurrección armada fue posible por el atraso de la sociedad civil rusa. Una vez atacado y derribado el Estado, que en «Oriente» (Rusia) había de entenderse solo como los órganos de gobierno y el aparato técnico y burocrático del Imperio de los Romanov, no había nada que defendiese al sistema de poder existente. En Occidente, donde las sociedades eran mucho más fuertes y mejor organizadas, este método era inviable. En este sentido, ejercer una política hegemónica en el Occidente capitalista implica que el doble objetivo de construir un bloque social de aliados y de neutralizar a los adversarios no puede conseguirse solo con la fuerza que otorgan los instrumentos clásicos de gobierno como el parlamento, la policía, la Magistratura y hasta la escuela, sino que también precisa del consenso de los ciudadanos; un consenso que se obtiene a través de una estrategia política que sepa interpretar las necesidades de tus aliados y las debilidades de tus adversarios y trabajando en los espacios de la sociedad civil como los sindicatos, los medios de comunicación, las estructuras culturales y recreativas o incluso las instituciones eclesiásticas. Una política hegemónica es aquella en la que la fuerza que da el poder se equilibra constantemente con el consenso activo de los ciudadanos. Cuando Gramsci hablaba de estas cosas pensaba sobre todo en un partido que ya estuviera en el poder y que pudiese contar con sus instrumentos. Para una fuerza que estaba en la oposición, como el movimiento obrero italiano, se trataba de hacer sobre todo una política contrahegemónica en la sociedad civil. De prepararse, en fin, para proyectar una fuerte influencia sociopolítica y cultural antes de ir al poder.


«En el debate político actual se abusa de la palabra hegemonía.»


Salvador López Arnal.- Te pregunto por otras categorías centrales de Gramsci. Por ejemplo, clases o grupos subalternos. ¿Qué era para él el sentido común de las clases subalternas?

Giaime Pala.- En los Cuadernos, Gramsci no usó los sintagmas «clase obrera» o «clases populares» para referirse a los sectores sociales humildes y explotados. Usó el sintagma «clases subalternas». Porque lo que define a estas clases no es solo su condición socioeconómica, sino también –y diría que sobre todo– su subalternidad político-cultural. Quien es subalterno no es autónomo, en el sentido de que no capaz de pertrecharse de una visión propia y coherente del mundo con la que pensar la transformación social. De modo que quien no es autónomo está destinado a ser asimilado y/o neutralizado por otros sectores sociales caracterizados por una cultura política y una formación cultural más robustas. Si las clases subalternas querían ser protagonistas, tenían que ser más autoexigentes y aumentar su preparación cultural-política, gracias también a sus vanguardias e intelectuales. Si entendemos esto, comprenderemos también su idea de «sentido común». En sus notas, Gramsci habló de «sentido común» y de «buen sentido» (buon senso), dos conceptos que en italiano no son exactamente sinónimos. El «buen sentido» es una expresión que se acerca mucho al «sentido común» al que apelan los políticos españoles supuestamente sensatos y cercanos a los sentimientos (justos) del pueblo llano. El «sentido común», en cambio, es utilizado en Italia para indicar una opinión difusa aunque no necesariamente correcta. Esta pequeña diferencia semántica ha estimulado la reflexión de no pocos críticos de la cultura, entre los cuales Gramsci, que les dio un significado peculiar. En su opinión, las clases subalternas tienen su propio «sentido común», es decir, una visión del mundo no homogénea, multiforme y derivada ‒en formas elementales y folclóricas‒ de las corrientes filosóficas de su época. Este sentido común no siempre es negativo, ya que puede convertirse incluso en un factor de movilización política (pensemos en cómo la «sabiduría popular» a veces choca con las decisiones injustas que toma un gobierno), pero es siempre insuficiente para dar vida a un cambio social auténtico. Si los subalternos querían alcanzar formas de civilización más justas y avanzadas debían superar el sentido común y elaborar una visión del mundo más sofisticada y en línea con la realidad. En definitiva, tenían que acercarse al «buen sentido», que Gramsci identificaba como una actitud filosófica (y no folclórica) ante la vida. Cae por su propio peso que el intelectual sardo veía el marxismo como la base de esta nueva actitud.

Salvador López Arnal.- ¿Qué de peculiar tiene la forma en que Gramsci entendió la relación entre la esfera económica y la esfera político-cultural y jurídica? Si los nexos, como señalas, entre ambos ámbitos tienen que estudiarse caso por caso y ser desarrollados críticamente en todo su alcance y depurados de todo residuo mecanicista y fatalista, ¿no hay entonces propiamente una teoría general sobre las relaciones entre esos ámbitos? ¿Cómo se consigue hallar un equilibrio entre el voluntarismo ingenuo y el fatalismo economicista?

Giaime Pala.- Gramsci, después de no pocas dudas, llegó a la conclusión de que había que rechazarse tanto el viejo economicismo marxista como la fe en la sola voluntad para cambiar las cosas. Creía que, cuando menos en última instancia, el factor socioeconómico era un límite difícilmente franqueable para la acción de los movimientos que se oponían al statu quo. En plata: era complicado hacer viable una alternativa anticapitalista mientras el capitalismo no agotara su capacidad de desarrollar las fuerzas productivas y de incidir en la vida social (y el estudio del incipiente fordismo americano le indicaba que el capitalismo occidental no había llegado todavía a su final, como entonces pensaba el Comintern). Esto no equivalía a decir que los movimientos anticapitalistas como el comunista no pudiesen actuar dentro de este marco. Con inteligencia, determinación y una lectura realista de cada momento político concreto, podían operar con eficacia, acumular musculatura militante, reequilibrar la correlación de fuerzas entre las clases sociales e ir ayudando a los subalternos a volverse una clase dirigente colectiva capaz de competir por el poder y de hacerse con las riendas de una sociedad.

Salvador López Arnal.- Hablas en varias ocasiones del ‘movimiento de la Historia’. ¿Qué movimiento es ese? ¿Cómo se capta ese movimiento? Para Gramsci, un líder, un movimiento político, ¿es un agente político que sabe imprimir una dirección política consistente con ese movimiento de la Historia?

Giaime Pala.- Para responder a estas preguntas, conviene partir de la premisa de que, para Gramsci, un político se vuelve protagonista y gana cuando –entre otras cosas– entiende algunas importantes características políticas y socioeconómicas de su tiempo y sabe identificar los medios para decantar las relaciones de fuerzas a su favor. Esto, claro, lo puede hacer un político de izquierdas o de derechas. El liberal conservador Cavour, por ejemplo, fue el gran ganador del proceso de unificación italiana porque entendió cómo unificar y modernizar política y económicamente Italia sin tocar los intereses de la burguesía en ascenso y de la vieja aristocracia peninsular. Europa entera se movía hacia el liberalismo y la industrialización capitalista, y Cavour supo ofrecer un proyecto de unificación que ayudaría a conseguir estos dos objetivos. Lo mismo se puede decir de Mussolini respecto a los dos puntos que te he señalado antes: la inserción de las masas en la política y la intervención del Estado en la economía. En definitiva, estos dos personajes, muy diferentes entre ellos, ganaron porque, además del uso de la fuerza, captaron algunos factores esenciales de su tiempo. Captaron, pues, el movimiento de la historia. Y se insertaron eficazmente en él. Gramsci pensaba que el movimiento comunista, desde una óptica socialmente revolucionaria, debía hacer lo mismo.

Salvador López Arnal.- Revolución pasiva es otra de las categorías gramscianas. ¿No es una contradicción en sus términos? ¿Qué fue para Gramsci una revolución pasiva?

Giaime Pala.- Gramsci tenía una concepción dinámica de la historia y de la política. Las transformaciones económicas que generaba el capitalismo y la intensidad de la lucha política contemporánea impedían que pudiese haber «restauraciones» o que se pudiese mantener un status quo determinado de manera fija. Las sociedades, quiérase o no, evolucionan y se transforman. Otra cosa es el carácter del cambio y quien lo gobierna. Por «revolución pasiva» Gramsci entendía una suerte de modernización conservadora que garantizaba el mantenimiento de las jerarquías sociales y de las relaciones de dominación a través de la puesta al día de la cultura política y del sistema de gobierno que rigen a una nación. Dicho de otro modo: las clases dominantes, lejos de ser «conservadoras», cambian el sistema, lo vuelven más moderno y hasta acogen algunas importantes exigencias de sus opositores con el fin de mantenerse en el poder. El cambio, si es realizado de manera inteligente, puede servir a los intereses establecidos. Volvamos a Cavour y a Mussolini. Como ya he dicho, la revolución de Cavour modernizó la península, e impuso una cultura liberal ciertamente superior respecto del absolutismo de los estados dinásticos preunitarios. Pero su revolución política fue «pasiva» en tanto que no tocó los intereses materiales de la burguesía y de la aristocracia del país, y porque no democratizó el nuevo Reino de Italia (como querían Mazzini y Garibaldi). El suyo fue un cambio positivo para Italia, pero no fue el más positivo de los cambios que entonces se podían dar. Mutatis mutandi, pasó lo mismo con el fascismo, cuya intuición de implicar a las masas en la política y al Estado en la economía lo volvía un régimen más apto que el liberal para la política de posguerra. Desde un punto de vista técnico, Gramsci creía que el fascismo supuso un cierto progreso en la manera de hacer política en Italia. Pero era un progreso insuficiente y obviamente negativo porque era antidemocrático y violento. Su revolución era «pasiva» porque movilizaba a las masas pero no las volvía protagonistas de la vida nacional, y porque su visión económica del Estado no era eficiente ni justa socialmente. Italia necesitaba mucho más. Necesitaba un sistema que resaltara de verdad el papel de las masas en la vida política así como el potencial transformador del sector público en la economía. Esta era para él una «revolución activa», es decir, el socialismo.

Salvador López Arnal.- ¿Qué era para el revolucionario sardo un intelectual orgánico? ¿Cuándo un intelectual no era orgánico? ¿Qué relación cree Gramsci que debe establecerse entre los intelectuales y las clases subalternas?

Giaime Pala.- Mucha gente cree que, en Gramsci, «intelectual orgánico» es sinónimo de intelectual militante de partido. Pero no es así. De entrada porque un intelectual orgánico gramsciano no es necesariamente un hombre de cultura tradicional. Y en segundo lugar, porque la «organicidad» de un intelectual no es respecto de un partido, sino de una clase social. En este sentido, Gramsci entendía el intelectual orgánico como una figura que está ligada al mundo de la producción, y que por tanto es un producto de la clase social en la cual se ha formado o, en todo caso, a la que proporciona unas mayores conciencia y operatividad con sus saberes profesionales o pericia política. Por poner un ejemplo de los Cuadernos de la cárcel, un intelectual orgánico era un empresario inteligente como Henry Ford, cuya propuesta de modelo productivo, el «fordismo», implicaba a su vez una determinada visión de la sociedad centrada en la nueva burguesía industrial. Ford era tanto una expresión como un sujeto impulsor de esta clase social. Hablando de España, y siguiendo las indicaciones gramscianas, podríamos ver como intelectuales orgánicos a un Enric Prat de la Riba, en tanto que ofreció un programa sociopolítico original y fecundo para la burguesía industrial catalana de inicios del siglo XX, o incluso a un Marcelino Camacho en lo que se refiere al relanzamiento de la clase obrera durante el franquismo.

Salvador López Arnal.- Cuando Gramsci habla de jacobinismo, ¿de qué está hablando exactamente? ¿Cuál es su concepto de jacobinismo?

Giaime Pala.- Los jacobinos históricos franceses encarnaban, para él, un modelo político que unía la férrea voluntad de transformar las cosas con un programa político atento a la situación real de su país. Vamos, una especie de leninistas ante litteram. Durante un cierto tiempo, los secuaces de Robespierre supieron atraer y conducir a la burguesía francesa hacia sus posiciones y dotaron al proceso revolucionario de una oportuna hegemonía urbana, porque convencieron a los habitantes del campo de que, sin la guía de la burguesía de París, no se habrían liberado del control de la aristocracia rentista. Si bien al fin fueron derrotados en 1794, los jacobinos sentaron las bases del moderno Estado-nación francés. La culpa de los republicanos de Mazzini en el Risorgimento no fue el haber perdido el pulso con los liberales de Cavour –algo que, conectándome con lo que he dicho antes respecto de la importancia de la esfera económica, era inevitable– sino no haber tenido una práctica política «jacobina»: su ideología era confusa, carecían de un buen programa y dieron la espalda a las masas campesinas de la península. Con estos elementos, podrían haber obtenido al menos una posición más favorable para negociar un Estado unitario menos inicuo y clasista como el que finalmente se creó en 1861. Lo mismo se podía decir del Partido Socialista Italiano de la primera décadas del siglo XX.

Salvador López Arnal.- ¿Por qué Gramsci tiene tanta influencia y consideración en el mundo universitario norteamericano, a costa, en ocasiones, de obviar su vinculación al comunismo político?

Giaime Pala.- Porque en Estados Unidos es visto más bien como un marxista culturalista, y por ende fácilmente adoptable por los investigadores del ámbito de los Estudios Culturales, que en ese país tienen mucha influencia. Pero Gramsci no exageraba la importancia del hecho cultural en política. Repito: era bien consciente de la necesidad de encontrar un equilibrio político entre la esfera económica y la esfera político-cultural. Tratarle como un marxista culturalista obvia el hecho de que su pensamiento había de tener una incidencia política palpable. Gramsci hizo crítica cultural, ciertamente. Y la hizo bien. Pero ante todo fue un comunista que quería cambiar su sociedad. No hay que olvidarlo.


«Tratar a Gramsci como un marxista culturalista obvia el hecho de que su pensamiento había de tener una incidencia política palpable. Gramsci hizo crítica cultural y la hizo bien. Pero ante todo fue un comunista que quería cambiar su sociedad.»


Salvador López Arnal.- ¿Cuál es actualmente la situación de los estudios gramscianos en nuestro país?

Giaime Pala.- Es prometedora. La reciente creación de la Asociación Española de Estudios Gramscianos (Madrid) y de la Associació d’Estudis Gramscians de Catalunya (Barcelona) representa un paso importante de cara a relanzar el estudio de este autor en España. Y en este momento se están elaborando diferentes tesis doctorales sobre él. Creo que vamos a discutir mucho sobre este autor en los próximos años.

Salvador López Arnal.- ¿Quieres añadir algo más?

Giaime Pala.- Te agradezco la entrevista. Y la aprovecho para recordar la figura de mi director de tesis de doctorado, Francisco Fernández Buey, que, entre otras facetas intelectuales, fue uno de los mayores «gramsciólogos» españoles y autor de libros que deberían ser de lectura obligada para los que quieran aproximarse a Gramsci.

Salvador López Arnal.- No me queda otra suscribir tu comentario. Gracias por tiempo y por tu amabilidad.


Enlace a un fragmento del libro: https://www.comares.com/media/comares/files/toc-122117.pdf

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.