E l realizador y actor septuagenario Clint Eastwood ha conseguido afianzar, en el periodo más prolífico y estimulante de su larga trayectoria, su reputación como el alquimista más diestro del cine estadunidense, capaz de trans- formar una apuesta muy personal en un éxito de taquilla, difuminando las fronteras entre cine de autor y cine de […]
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l realizador y actor septuagenario Clint Eastwood ha conseguido afianzar, en el periodo más prolífico y estimulante de su larga trayectoria, su reputación como el alquimista más diestro del cine estadunidense, capaz de trans- formar una apuesta muy personal en un éxito de taquilla, difuminando las fronteras entre cine de autor y cine de entretenimiento. Su película más reciente, Gran Torino, tiene incluso un estreno casi simultáneo con El sustituto (Changeling), y ambas gozan de buena aceptación popular y reconocimiento crítico. Hoy día, no poca cosa.
Como pocos realizadores, Eastwood maneja el registro de cuestiones muy actuales (señalamiento crítico de la intolerancia política, del racismo y el abuso sexista; barómetro de la diversidad cultural estadunidense) y un apego a formas narrativas tradicionales y a convenciones de los géneros fílmicos, que a la postre adapta con gran libertad a sus propias necesidades expresivas.
Gran Torino es precisamente su relectura del cine de acción que él protagonizara en los años 70 (Harry el sucio, de Don Siegel, cinta y personajes emblemáticos), y su aclimatación a la realidad urbana de casi cuatro décadas después. Walt Kowalski (Clint Eastwood), antiguo trabajador de la compañía automotriz Ford, es ahora en Detroit un hombre jubilado y viudo, que vive solitario en el hogar ya desierto en una periferia urbana invadida por las minorías raciales (con pandillas asiáticas y latinas disputándose el territorio); su única compañía es una vieja perra muy dócil, y su gran orgullo, la posesión de un flamante automóvil Ford Gran Torino modelo 1972.
Entre los fetiches que acumula su memoria, figuran su noción de honor militar como ex combatiente en la guerra de Corea, y también su pericia en el manejo de herramientas (martillos, llaves, pinzas, cascos, guantes) que como trofeos reúne en el estacionamiento de su casa. Un hombre pretendidamente satisfecho en su retiro forzado, agobiado sin embargo por el desapego afectivo de sus hijos, la soledad, la enfermedad terminal, y un vago sentimiento de culpa por los abusos de su antiguo desempeño militar.
Cuando al lado suyo se muda una familia asiática, Kowalski confirma su calidad de último combatiente blanco en un barrio saturado de lenguas, costumbres y ritos para él incomprensibles y molestos, y decide levantar una vigorosa barricada sicológica para protegerse de su entorno, misma que va desmoronándose a medida que avanza la película.
El guión de Nick Schenk (su primer trabajo) no presenta estas escaramuzas de belicosidad urbana con mucha sutileza. Muy pronto es posible adivinar que las fricciones interraciales darán paso a un clima de concordia generalizado, y que el viejo patriarca huraño encontrará refugio entre esos mismos seres a los que no deja de hostigar verbalmente con epítetos tan políticamente incorrectos como afectivamente almibarados.
Mejor, imposible. El tono vira a la comedia con un toque del Ang Lee de Un banquete de bodas y algo también del humorismo del propio Eastwood en Space Cowboys (2000). La divertida observación de costumbres no ofrece hasta aquí mayores sorpresas. Sin embargo, esta engañosa calma idílica da súbitamente paso a una vertiente de violencia doméstica en la que el director aborda de lleno algunas inquietudes que sólo afloraban al inicio: el presentimiento de la muerte que agudiza los conflictos morales, una reflexión sobre el envejecimiento y el replanteamiento de las prioridades morales, la responsabilidad existencial, el rechazo a la irracionalidad en las conductas, el imperativo de honestidad como sólido vínculo afectivo.
Todo esto se resuelve de modo magistral en un desenlace que no podemos siquiera sugerir aquí, pero que opera en Gran Torino el tránsito de una comedia eficaz y placentera, a uno de los registros dramáticos más profundos y conmovedores que haya presentado el director de Los imperdonables. Un gran alquimista del cine, en efecto, capaz de imprimir a esta cinta el sello de su propio estilo de actuación, con esas dosis parejas de calma imperturbable y poder perturbador que a sus 77 años mantiene inalteradas.
http://www.jornada.unam.mx/2009/04/05/index.php?section=opinion&article=a10a1esp