Traducido para Rebelión por Juan Agulló
¿Y si todo este «cuento», esta crisis económica degenerativa, no fuera más que una conjura, de enormes dimensiones, para doblegar a los gobiernos europeos? ¿Si no se tratara más que de mantenerlos ocupados y de hacerles aceptar una suerte de tutela económica internacional; un dirigismo ajeno, por supuesto, a la voluntad popular, a la que se le estaría hurtando toda forma de expresión? La Unión Europea que, víctima de una aguda crisis fiscal, ha necesitado la ayuda del Fondo Monetario Internacional (FMI, de unos 250.000 millones de euros) no podía arriesgarse a repetir el fiasco electoral de 2005, cuando fue votado [NDT: y rechazado] el Tratado Constitucional Europeo. En el contexto actual, una vez que se ha despojado a los Estados miembros de sus últimas veleidades soberanistas, se les puede hacer operar, a golpe de silbato, como si de un solo hombre se tratara. ¿Teoría de la conspiración? No tanto, si se contemplan las cosas con atención…
El ataque financiero lanzado contra Grecia como consecuencia de su elevado endeudamiento y de su potencial insolvencia se ha transformado, rápidamente, en una ofensiva contra el euro, o sea, contra la Unión Europea. Técnicamente hablando, el referido escenario solo tiene una lejana relación con los problemas estructurales de la economía helénica. Los «vicios» que se le achacan a Grecia se parecen mucho, en realidad, a los de la mayoría de países postindustriales que es verdad que tienen la mala costumbre de vivir del crédito, muy por encima de sus posibilidades. Eso es lo que explica crecimientos exponenciales del endeudamiento y en última instancia, «burbujas» financieras susceptibles de estallar en cualquier momento.
Todo apunta a que, tras la brutalidad del ataque contra el euro y más allá de la anécdota coyuntural de un puñado de especuladores inconscientes, ávidos de ganancia, subyacen otros objetivos -geopolíticos- calculados mucho más fríamente. Y ello, sobre todo, porque los apetitos especulativos, por codiciosos que sean, no pueden explicar por sí solos la duración de una ofensiva que amenaza, incluso a corto plazo, no solo a la Zona Euro sino a la mismísima Unión Europea.
La multiplicación de las crisis durante estos últimos decenios está desplazando el eje de la política mundial hacia Eurasia (región particularmente cara al geopolítico estadounidense Zbigniew Brzezinski) y permite suponer, además, que Europa está siendo, precisamente en estos momentos, escenario de una gran batalla, librada en el marco de una gran guerra geoeconómica mundial en la que, por cierto, el Viejo Continente tiene muy poco que hacer.
De hecho, la adopción -como consecuencia de las insistentes presiones de la Casa Blanca- de un plan europeo para la financiación de la deuda pública (Plan de Ajuste) no solo no constituye un remedio serio a la crisis financiera, que es estructural (y que además, en realidad, afecta por igual a todos los países occidentales, comenzando por Estados Unidos) sino que va en contra de los deseos, explícitos, de una rápida integración europea como condición sine qua non para la creación de un bloque occidental sólido e incluso necesario, en el marco de unas relaciones internacionales cambiantes.
El referido Plan de Ajuste responde a una crisis de confianza y de solvencia (extremadamente artificial al principio pero convertida, posteriormente, en real como consecuencia del efecto «bola de nieve» que se terminó induciendo) provocada por la necesidad de recapitalización de los Estados en un contexto de liquidez menguante. El Plan Europeo, de 750.000 millones de euros, supera al Plan Paulson (de 700.000 millones de dólares) que se ideó, tras la debacle del sistema financiero estadounidense -en septiembre de 2008- para reflotar a este último con fondos públicos. Las consecuencias de dicha medida las estamos padeciendo actualmente: la recapitalización del sector financiero solo ha servido para endeudar a los Estados a ambos lados del Atlántico.
El problema de fondo radica en que la crisis financiera, cuyo epicentro estuvo en Estados Unidos, tras desencadenar la recesión -es decir, tras carcomer el crecimiento económico- ha terminado por gangrenar los recursos fiscales de los Estados, complicando aún más el pago de los intereses de una deuda que, de por sí, ya resultaba algo más que considerable (la tasa media de endeudamiento en la Zona Euro ronda ¡el 78%!). Actualmente, la Unión Europea -con su Plan de 750.000 millones de euros- está endeudándose aún más, lo cual, en lo inmediato, está afectando a los presupuestos públicos de todos los países. Y todo esto, en teoría, para «restablecer la confianza de los mercados»…
Con el referido objeto -y en línea con su lógica soberanista- la UE acaba de ponerse bajo la égida del FMI, que va a concederle créditos por valor de unos 250.000 millones de euros. Hasta ahora, la especialidad del FMI había consistido en acudir en ayuda de las titubeantes economías de los países del Tercer Mundo imponiendo, sin misericordia, sus llamados planes de ajuste estructural. Se trata, por consiguiente, de un organismo supranacional, militantemente «globalizador», que pretenderá supervisar -de forma más o menos directa- las estructuras de gobernabilidad económica de las que probablemente se dotará la Zona Euro si antes, eso sí, no termina desapareciendo sin solución de continuidad.
Desde Londres, el demócrata estadounidense Paul Volcker (ex Presidente de la Reserva Federal) está demandando con insistencia dichas iniciativas, ya que el relanzamiento del euro constituye una necesidad imperiosa para mantener a flote las economías estadounidense y británica (país que, al ser un alumno privilegiado de la clase euroatlántica, se está manteniendo al margen de la crisis que padece el Continente).
La Canciller Federal alemana, Angela Merkel, se ha tenido que resignar a aceptar el Plan de Ajuste del FMI para los países de la Zona Euro como consecuencia de las amenazas que -según un persistente rumor- le habría realizado su homólogo francés de salirse del euro para regresar al franco. Y es que, aunque es cierto que a la Alemania productiva le cuesta prestar, no lo es menos que un eventual retorno al marco resultaría catastrófico para su economía ya que, al tener una divisa demasiado fuerte, Alemania perdería competitividad, uno de los fundamentos más importantes de su economía. Bastó un chantaje, por consiguiente, para que Berlín se plegara a pasar por las Horcas Caudinas impuestas desde la Casa Blanca.
Lo malo es que estos dictados nos están conduciendo hacia una gran trampa: los capitales obtenidos por los Estados en los mercados o prestados por el FMI para salvar a los PIIGS [NDT: acrónimo de Portugal, Italia, Irlanda, Grecia y España que, en inglés, remite a la palabra pig , «cerdo»] al conllevar, implícita, la posibilidad de una bancarrota, vienen acompañados de la obligatoriedad de activar mecanismos adicionales que garanticen la sostenibilidad, a largo plazo, del euro. Dicha moneda, siempre desde esta perspectiva, para ser sólida (y devolver, así, la confianza a los sacrosantos mercados) necesitaría apoyarse en la existencia de toda una serie de instituciones federales (reclamadas en Francia con especial ahínco por Jacques Attali). La reivindicación básica radica en la creación de «una Agencia Europea del Tesoro -que prestaría en nombre de la UE- y de una suerte de Fondo Presupuestario Europeo, al que se le otorgarían plenos poderes para controlar que el gasto público de los países de la Zona Euro no sobrepasara, jamás, el 80% de sus PIB».
Retórica al margen, de lo que en el fondo se trata es de imponer una tutela económica a los Estados miembros, con la excusa de salvar a la Zona Euro de una, al parecer, indefectible desarticulación. Dicha amenaza, por lo visto, funciona muy bien ya que, en Europa, la eventual desaparición de la divisa única constituye un auténtico tabú político.
Actualmente existen proyectos que prevén que, incluso, los presupuestos de los países de la Zona Euro pudieran ser fiscalizados y aprobados por una suerte de triunvirato compuesto por la Comisión Europea [NDT: lo más parecido a un ejecutivo], el Banco Central Europeo y el Eurogrupo. Si eso ocurriera, ¿dónde quedaría la voluntad popular y para qué serviría el Parlamento Europeo?
El problema es que, hasta el momento, nadie se ha tomado la molestia de denunciar el sofisma (por no decir el absurdo) que supone argumentar que restauración de la confianza en los mercados ha de pasar, necesariamente, por la aplicación de toda una serie de políticas de ajuste. En primer lugar porque ¿acaso se va a permitir que los mercados impongan, por sí solos, sus propias leyes a todos los demás? Por otro lado porque ¿acaso no empieza a ser momento de poner en duda el capitalismo accionarial, anónimo y viscoso, capaz de arruinar a un país detrás de otro, siguiendo quién sabe qué opacos criterios?
La gobernabilidad económica europea no es la solución, como tampoco lo es la liquidez: ninguna de las dos garantiza, por sí misma, una superación de la actual crisis. El sobreendeudamiento inducido por el Plan de Ajuste no es más que una falsa solución impuesta desde el exterior, cuya finalidad última consiste en promover una subordinación de Europa a los mercados de capitales y por ende, a los términos de su ignominiosa dictadura.
La simple idea de una gobernabilidad económica es autoritaria y carece de sentido, ya que ignora toda la gama de matices sociales y políticos sobre los que se asienta el proceso de construcción europea (modelos de crecimiento diferentes, regímenes fiscales heterogéneos, etc.). Se trata, por ende, de una concepción muy ideologizada, en suma, de un proyecto político camuflado que incorpora elementos incompatibles con la prosperidad económica y el bienestar social.
Algunos -que no dudan en hablar de una «dictadura económica» que se le estaría imponiendo a la UE- resaltan que esta crisis no es más que el pretexto perfecto para instaurar un Gobierno europeo centralizado que despreciaría la voluntad popular, ya pisoteada mediante el Tratado de Lisboa. Cierto o no, lo que parece seguro es que la actual crisis tiene algo de artificial, de prefabricada, de contrapuesta, en definitiva, al curso normal de las cosas. Pese a ello se habla de una lógica mecánica que de todos modos, lejos de ser anónima, está indisolublemente ligada al proceder de los grandes traficantes de dinero y otros mandones que suelen dejarse caer, como buitres, sobre las Bolsas.
Más allá de las apariencias, lo que hay que tener claro es que los que en realidad siguen haciendo y deshaciendo son los grandes barones del Partido Republicano, y ello gracias al seductor Barack Obama. Por eso Estados Unidos tiene un doble discurso: el de los mercados y el de su presidente, que suele intervenir para tranquilizar a los europeos -en estricta aplicación de la Doctrina Monroe de no intervención en los asuntos internos europeos, a menos que los intereses estratégicos de Estados Unidos pudieran verse afectados- y para urgirlos a estabilizar su moneda, o sea, las políticas económicas europeas, indisociables de la salud, buena o mala, de su moneda común. Todo eso, por supuesto, no es injerencia en los asuntos internos de Europa, ¡no! Aunque ¿se han parado a imaginar por un momento a Angela Merkel o a Nicolas Sarkozy organizando Manhattan?
El otro discurso, inaudible fuera de los círculos de poder, es el que enarbolan los amos de los mercados; es decir, los personajes anónimos que ordenan millares de operaciones sin que los gobiernos puedan identificarlos fácilmente, como reconoció hace poco, patéticamente, la ministra francesa de Finanzas, Christine Lagarde. Se trata de aquellos que juegan al yoyó con las bolsas como los gatos lo hacen con los ratones: descontando las mismas subidas y bajadas que ellos mismos provocan.
Esta criptocracia, ese poder internacional ante el cual el margen de maniobra real de los políticos es reducido, está compuesto por un puñado de personas con magnos intereses materiales… e ideológicos (porque no olvidemos que las ideas son las que, en realidad, gobiernan el mundo; el dinero es solo un instrumento para ponerlas en práctica). A dichos personajes les caracteriza un irrefrenable deseo de poder y una bajeza moral sin límites, como demuestran las guerras que alientan o preparan en Asia Central, en el Cáucaso o en Oriente Medio.
Esos oligarcas conforman la élite financiera, trabajan en los complejos militar-industriales, en las petroquímicas y en la ingeniería genética, pero también son detectables entre los ideólogos y los grandes teóricos que viven de legitimar el sistema; entre los nuevos predicadores, en definitiva, de la religión de la ganancia como nueva forma de monoteísmo, el del mercado. Lo curioso es que esa gente tiene un discurso muy diferente al que articula el ventrílocuo que tiene en sus rodillas el carismático Barack Obama para que suelte sandeces neurolépticas destinadas a las masas inquietas o para sermonear a los dirigentes europeos.
¿Cómo explicar, entonces, la evidente contradicción existente entre las inquietudes expresadas por el presidente Obama con respecto a la devaluación del euro -legítimas, ya que a Estados Unidos le conviene un euro fuerte que siga garantizando que sus empresas sean competitivas, financie sus terroríficos déficits presupuestarios (1,4 billones de dólares) pero, sobre todo, pague el esfuerzo bélico del Pentágono en Irak, Afganistán y Pakistán- y la campaña de desestabilización de las economías occidentales (e incluso asiáticas) mediante ataques reiterados y sistemáticos contra el euro en los mercados?
¿Hasta tal punto son voraces, inconsecuentes e irracionales los especuladores? ¿No son, acaso, lo suficientemente inteligentes como para darse cuenta de que esta ofensiva contra la UE pone en peligro a todo el sistema porque está llevando a la economía mundial al borde de una nueva fase de caos? ¿Por qué, entonces, esta suerte de danza al borde del abismo? Porque lo que ya no puede seguir sirviendo de excusa es esa estúpida frivolidad, según la cual, los mercados tendrían vida propia y que, precisamente por eso, resultarían «incontrolables»… En otras palabras, que todo esto «no sería culpa de nadie» sino simple consecuencia de una imposibilidad material para controlar a los actores implicados y a sus excentricidades irracionales.
Planteémoslo, entonces, claramente: el riesgo de crac forma parte del meollo de la tétrica partida que está siendo jugada. Los grandes jugadores, fríos y calculadores, gustan de la «teoría de juegos» (de Neumann y Morgenstern), construcción probabilística ideada, en su tiempo, para asentar la doctrina de la disuasión nuclear… Gana el que más órdagos letales lanza. El ejemplo más elocuente es lo que está ocurriendo actualmente: desestabilizar las economías europeas, a pesar de las incidencias, notables y ya mencionadas, que eso puede tener en términos sistémicos, para algunos, tiene sentido. ¿Por qué? Pues, para empezar, porque el caos financiero, monetario y económico puede hacer ganar mucho dinero.
A comienzos del siglo XX, el economista Werner Zombart teorizó sobre la «destrucción creadora», concepto posteriormente retomado por Joseph Schumpeter. Desde entonces, dicha idea -en principio, positiva- se fue abriendo camino gracias, entre otras, a la «teoría de la catástrofe», enunciada por el matemático francés René Thom y posteriormente, revisada y corregida por Benoît Mandelbrot. Al final, gracias a la geometría fractal, terminó aplicándose a los mercados financieros donde -ya como «Teoría del caos»- se puso de moda.
En paralelo, el economista Von Hayek, uno de los padres del neoliberalismo, pretendió aupar a la economía liberal al grado de ciencia exacta. De hecho, según su biógrafo Guy Sorman «el liberalismo converge con las teorías físicas, químicas y biológicas más recientes y en especial con la Teoría del caos, propuesta por Ilya Prigogine. En la economía de mercado, como en la naturaleza, el orden nace del caos: la proliferación descontrolada de millones de decisiones e informaciones conduce, más que al desorden, a un orden superior». No se puede expresar mejor la que, desde nuestro punto de vista, constituye clave explicativa de esta crisis.
A finales de los años 1990, el neocon estadounidense Michael Leeden, reputado Dr. Frankenstein de la economía moderna, aportó un nuevo paroxismo conceptual al panteón neoliberal: el «desorden superior» como paradigma legitimador, entre otras cosas, de todas las guerras de conquista del siglo XXI. Desde dicho punto de vista el caos iraquí o el que actualmente reina en Asia Central se pueden considerar generadores de ciertos efectos benéficos a medio-largo plazo. Europa podría ser otro ejemplo.
Hipoticemos, de hecho, que el nuevo orden mundial que los promotores del caos global pretenden que salga de la actual crisis, dé como resultado una Europa unificada, centralizada y federativa, controlada desde Washington a través de una Reserva Federal que convierta al Banco Central Europeo en una suerte de sucursal suya técnicamente controlada, eso sí, desde el FMI (emanación de un poder mundial emergente, tan desterritorializado como tentacular).
La deificación del mercado, asociada a la idea de un «caos creativo» promovido a partir de la teoría de juegos, podría terminar descontrolándose… y todo ello, para satisfacción del discreto club de aprendices de brujo que, bajo cuerda, conducen las riendas del «mundo libre». Llegados a este punto, parece oportuno realizar un matiz: el «caos» (provocado, por supuesto) no es más que una forma de gestión y de transformación social, aparentemente pacífico, que no es más que una especie de versión moderna del clásico divide et vinces («divide y vencerás»).
De hecho, el arriesgado juego habrá valido la pena si, al final del mismo, Europa termina arrodillándose, comenzando por la pequeña Grecia. Dicho país que es -junto con Italia, España, Irlanda y Portugal- uno de los eslabones más frágiles de la Zona Euro ha sido, hasta ahora, una suerte de electrón libre que ha dificultado una integración plena de los Balcanes en el tejido geoestratégico estadounidense y un control total de la VI Flota sobre el Mediterráneo Oriental (futuro súpercorredor energético en el que, actualmente, el proyecto de gasoducto occidental Nabucco está compitiendo con el programa ruso South Stream).
Si la UE, como consecuencia de la crisis, termina avanzando -a marchas forzadas- hacia una gobernabilidad económica federativa (que no haría sino confirmar y asentar las renuncias a las soberanías nacionales, ya consentidas para parir el euro) concluiría una etapa histórica: la Comisión Europea -compuesta, básicamente, por tecnócratas no elegidos y reclutados en función de criterios indiscutiblemente atlantistas- terminaría teniendo un poder prácticamente discrecional. Ello supondría la práctica desaparición de los Estados-nación en Europa. De hecho, ya nada se opondría a la disolución de nuestro Continente en un Bloque Transatlántico. La fusión del dólar y del euro terminaría sellando la (re)unificación del Viejo y el Nuevo Mundo.
No se trata de simples especulaciones, sino una proyección de las tendencias geopolíticas en marcha -consecuencia de una recomposición del poder mundial- al alcance de cualquier avezado observador. De hecho, la suerte de los pueblos europeos parece estar echada, es decir, encadenada -para lo mejor y para lo peor- al «Destino Manifiesto» de Estados Unidos. Y ello, con independencia de que termine convocándose o no un eventual «nuevo Bretton Woods».
Al final de todo este proceso, puede que los especuladores tengan bastante que perder si la comunidad internacional termina poniéndose de acuerdo para controlar sus apetitos y regular los mercados, pero, en todo caso, ellos, al haber promovido un «caos constructivo», habrán creado las condiciones para que se produzcan nuevas confrontaciones. De hecho, el peor de los escenarios (a menudo evocado, en Francia, por personajes influyentes de la talla de Bernard Kouchner o Jacques Attali) es que los gobiernos terminen sintiéndose acorralados. En Kuwait, en 1991 o en Irak en 2003, entre los objetivos de la guerra apenas hechos públicos, estaba el relanzamiento de la economía global, vía reconstrucciones locales. Y eso por no mencionar otros intereses, mucho más evidentes e inmediatos como las energías no renovables, la venta de armas y sus derivados, etc.
Sean los que sean los acuerdos, firmados por Turquía e Irán, sobre el enriquecimiento del uranio con fines médicos; sean los que sean los problemas diplomáticos que esos acuerdos entre aliados y enemigos de Washington puedan plantear, basta con releer al viejo cuentista Jean de La Fontaine para comprender de que la retórica del lobo siempre termina imponiéndose a la del cordero… Esperemos que, en el actual contexto de extrema fragilidad de la economía mundial, cualquier salida de la crisis por la puerta del «caos» (constructivo) sea, al menos, pacífica, porque se ven venir guerras contra Irán, Siria y Venezuela a las cuales, por cierto, la película Avatar hace una sorprendente alusión. Estados Unidos, por cierto, no sabría emprender esas iniciativas sin el apoyo de serviles coaliciones de Estados vasallos… Una curiosidad: ¿qué actitud adoptaría, en ese caso, una Europa endeudada y desorientada?
Fuente: http://www.geostrategie.com/2647/grece-euro-europe-crise-et-chuchotements-l’hypothese-du-pire
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