En julio de 1867, en su primer manifiesto dirigido al pueblo mexicano después de haber entrado triunfante a la capital tras la derrota del imperio austríaco, el presidente Benito Juárez enunció una frase que marcaría para siempre la historia de México y dejaría una impronta en América Latina: «Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz». Tal vez, podría considerarse esta frase como uno de los pilares fundantes del derecho internacional latinoamericano y un aporte a la búsqueda de mantener relaciones armoniosas entre los pueblos y gobiernos del mundo.
Unos años antes, Andrés Bello, en su obra «Principios de Derecho internacional» publicada en Caracas en 1837, transformada en texto obligado de consulta de las cancillerías de la región y adoptada como texto de estudio en varias universidades de América Latina, el educador, diplomático y jurisconsulto venezolano hizo mención a las particularidades y a la diversidad de la región, buscando sin embargo -en términos del derecho- conciliar el pensamiento universalista vigente con el americano emergente.
Lo cierto es que en fecha cercana a la derrota definitiva del imperio español en América y con el surgimiento de nuevas repúblicas comenzó a construirse una doctrina jurídica propia de la región que habría de hacer importantes contribuciones, muchas veces inéditas al derecho internacional, los que se constituirían en destacados cimientos para la estructuración sólida del sistema internacional actual, toda vez que se manifiestan en la propia Carta de la ONU, así como en otras esferas del orden jurídico internacional. Al recrear estas letras, hecho mano a la memoria y a mis notas de las ya lejanas clases de Derecho Internacional en la universidad para recordar el extraordinario aporte de nuestra región a la edificación de un corpus jurídico para el mundo.
Ya en 1820, plenipotenciarios de Colombia encabezados por quien después sería el Gran Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre, bajo orientación del Libertador Simón Bolívar firmaron con representantes de la monarquía española, el Tratado de Regularización de la Guerra que es considerado el principal antecedente del Derecho Internacional Humanitario actual.
El diplomático y jurista argentino Carlos Calvo, autor de «El derecho internacional teórico y práctico de Europa y América» estableció antes que nadie el principio de que las controversias en contratos internacionales no podrían ser reclamados por vía diplomática o mediante la agresión armada, evitando de esa manera que los países más poderosos pudieran utilizar tales controversias como mecanismos de intervención. Calvo apelaba a la solución pacífica de controversias como el único instrumento válido de la diplomacia para regir las relaciones internacionales a partir de la consagración de la igualdad jurídica entre los Estados, como consecuencia fue el fundamento doctrinario para impedir el uso de la fuerza. Pronto, este precepto que fue largamente vetado por Estados Unidos en las primeras conferencias panamericanas, se trasladó al ámbito extra regional convirtiéndose en los hechos en principio rector de política internacional de alcance planetario. Los preceptos jurídicos esbozados por Calvo dieron forma -de manera más acabada- a la Doctrina Drago, llamada así en honor a su autor el ministro de relaciones de Argentina, Luis María Drago quien estableció que ningún Estado extranjero podía utilizar la fuerza contra una nación americana con el objetivo de cobrar una deuda.
En otro ámbito, ya en pleno siglo XX, afrontando la realidad de Europa que fue testigo de dos guerras imperialistas en poco más de 30 años, los países latinoamericanos impulsaron -tras el fin de la segunda guerra mundial- la aceptación universal de estos principios consagrados en el derecho americano (ninguno de los cuales fuera elaborado ni promovido por Estados Unidos o Canadá) y lograron su incorporación a la Carta de las Naciones Unidas, ocupando un lugar prominente en el artículo 2 de dicho documento
El desarrollo posterior del derecho y los aportes latinoamericanos permitieron que nuestra región fuera la primera en el mundo en declararse libre de armas nucleares tras la firma en 1967 del «Tratado de Tlatelolco para la Proscripción de las Armas Nucleares en América Latina», estableciendo nuevamente un principio que pronto fue imitado por otras regiones del planeta. Un paso adelante fue la adopción por la 2da. Cumbre de países de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) celebrada en La Habana en 2014 del acuerdo por el cual se declaraba a América Latina y el Caribe, como Zona de Paz.
Otros aportes de América Latina al Derecho Internacional dicen relación con la institución del asilo diplomático, adoptado en América Latina antes que en cualquier otro lugar del mundo e incluido en el derecho americano en la Convención de La Habana de 1928 y reiterada en Montevideo (1933) y Caracas (1954) y lo relacionado al refugio como ámbito del derecho internacional, que casi a finales del siglo pasado se extendió a los desplazados internos y ciudadanos en situación de vulnerabilidad También, ya en los prolegómenos del siglo XX el jurista brasileño Clovis Bevilaqua esbozó planteamientos en defensa de la soberanía como eje de la existencia de los Estados.
Este recuento no estaría completo si no se hiciera mención de la doctrina latinoamericana en materia de reconocimiento de gobiernos que se debe al Canciller ecuatoriano Carlos Tobar en 1907, la que años más tarde, en 1930, dio paso a la propuesta elaborada por el canciller de México Genaro Estrada quien adoptando los principios de no intervención e igualdad entre Estados formuló un cuerpo doctrinario para impedir el otorgamiento de reconocimiento a gobiernos de facto que surgieran del violentamiento del orden constitucional.
Así, se hace evidente que los países latinoamericanos han encontrado a través de la historia, los instrumentos jurídicos necesarios para dar respuesta a los conflictos y a las crisis surgidas en el entorno, buscando en el seno del derecho la manera de solucionar las controversias a través del diálogo y la negociación. Cada vez que estos han fallado, se ha recurrido a la guerra fratricida, de las que sólo ha salido ganando Estados Unidos que nos divide, y las oligarquías locales que se hacen de los dividendos de la guerra, la reconstrucción y las reparticiones de los botines.
En este marco, los pueblos de Latinoamérica y el Caribe fieles a una tradición y a una cultura que tiene muchos elementos en común, han sido capaces de contribuir a la construcción de un marco jurídico para la región, que además ha servido -en muchos casos- para todo el mundo, vale decir, no obstante, que aún las oligarquías locales hacen uso del entramado jurídico en beneficio propio, aunque en el plano internacional se mantienen algunas normas que a pesar de las diferencias, siguen siendo respetadas. Estas doctrinas, principios y preceptos son estudiados y conocidos en las cancillerías de casi todos los países de América Latina y el Caribe. Lo sé porque intercambio con colegas de varios países, a pesar de las diferencias políticas o ideológicas que orientan los gobiernos, una buena parte de estos Estados tienen cuerpos diplomáticos de alto nivel profesional.
No tengo ninguna duda, que a esos profesionales no les mostraron la declaración del Grupo de Lima del 4 de enero y mucho menos el artículo 9 de ese adefesio jurídico que pretende tener cabida en el derecho internacional. Estoy seguro que de haberlo revisado, lo habrían rechazado: el espíritu de Calvo, de Drago, de Bevilaqua, de Tobar y de muchos otros está presente en muchos honestos servidores públicos del servicio exterior latinoamericano (excluyo a Canadá, cuya cancillería es una agencia más del Departamento de Estado de Estados Unidos). Tampoco a Paraguay, donde gobierna el partido que gobernó dictatorialmente a sangre y fuego ese país durante 35 años, que fue guarida de nazis y que hoy mismo ha sido calificado como un narcoestado y refugio de contrabandistas de armas en connivencia con el gobierno por sus propios jefes del departamento de Estado de Estados Unidos
El artículo 9 de la Declaración de Lima del 4 de enero nos lleva a la terrible realidad y a la brutal constatación de que el derecho internacional americano ha caído en manos de una tropa de ignorantes que no temen hacer alarde de su mediocridad para emitir opiniones políticas, arropadas en su carácter de presidentes tratando de darle un manto jurídico a prácticas intervencionistas y belicistas.
Que pueden entender de derecho internacional personajes como Piñera, Macri, Duque, Varela, Abdo Benítez, Jimmy Morales, Juan Orlando Hernández o Vizcarra cuando se han pasado parte importante de sus vidas, eludiendo la justicia de sus países, como se evidencia de sus propios historiales. Así, como creen que sus países (orden jurídico incluido) son propiedad privada de ellos y de las clases sociales que representan, pretenden que el derecho internacional se subordine a sus caprichos y a sus aberraciones.
La calaña de estos personajes, que sin impudicia se proponen violentar el orden internacional nos expone a una grave situación, sobre todo porque en la medida que se han autodenominado «opinión pública internacional» hacen que los medios de comunicación que los apadrinan apabullen y avasallen de información falsa al mundo (ver los medios transnacionales de información del 4 y 5 de enero) generando condiciones para las intervenciones militares como en el caso de Irak, de Libia y de Siria, guerras desatadas por gobiernos imperiales coludidos con los grandes medios transnacionales de comunicación.
En este caso recapacitaron, (con excepción del insignificante gobierno de Paraguay y la provincia anglo francesa del norte de Estados Unidos) pero el peligro se mantiene latente, la creencia de que el derecho internacional está sus pies y que debe subordinarse a sus designios políticos por encima de la ley, pone a nuestra región en una situación de extrema fragilidad jurídica. Serán responsables de cualquier agresión contra Venezuela u otro país de la región y más temprano que tarde pagarán por ello.