La escalada entre Estados Unidos y China revela los límites de un modelo global que confunde poder con control y seguridad con aislamiento.
Estados Unidos, ese vendedor global de “libertad” en formato misil y de “libre mercado” a punta de embargo, ha entrado en otra de sus crisis existenciales de potencia herida. La llamada “guerra comercial” contra China es la nueva temporada del viejo show imperial: cuando el mercado deja de garantizar la hegemonía, el capitalismo muta en soldado, carcelero y payaso a la vez. Todo envuelto, por supuesto, en el celofán ideológico de la “seguridad nacional” y la “democracia”. Washington no compite: amenaza, sanciona, chantajea y se inventa un enemigo. El chiste es que esta vez el enemigo fabrica los componentes de sus drones, sus baterías, sus teléfonos y hasta sus misiles. La ironía es tan grotesca que ni Hollywood la hubiera escrito mejor.
Durante décadas, Estados Unidos se ha comportado como el árbitro tramposo del comercio global. Predicaba que los mercados debían ser abiertos, siempre y cuando los que se abrieran fueran los de los demás. Cuando China entró en la OMC en 2001 y comenzó a crecer a un ritmo que ni los manuales neoliberales preveían, Washington creyó que la “mano invisible” la convertiría en otra colonia financiera obediente. Pero la historia dio un giro inconveniente: Pekín no solo no se desindustrializó, sino que se convirtió en la fábrica del planeta, modernizó su base tecnológica y comenzó a disputar sectores estratégicos como telecomunicaciones, baterías, inteligencia artificial y logística global. Y ahí se acabó el amor: el “libre mercado” dejó de ser útil cuando el alumno empezó a superar al maestro.
Lo que hoy se vende bajo el rótulo de “guerra arancelaria” empezó oficialmente en 2018, cuando la administración Trump impuso más de 550.000 millones de dólares en aranceles a productos chinos. China respondió con 185.000 millones en contramedidas, enfocadas especialmente en sectores agrícolas y tecnológicos, golpeando donde duele: la base electoral del Partido Republicano y el corazón industrial norteamericano. Pero el problema no es el tamaño de los aranceles, sino lo que revelan: Estados Unidos ya no puede sostener su hegemonía solo con su aparato financiero y militar, necesita impedir por la fuerza que el resto del mundo siga comerciando sin pedirle permiso.
China, lejos de caer en el papel de víctima obediente, hizo algo imperdonable para una potencia declinante: respondió de forma calculada. No con discursos ni moralinas, sino con realidad material. Uno de los golpes más potentes fue sobre las tierras raras, ese grupo de 17 minerales clave para fabricar desde misiles hasta smartphones. Según la Agencia Internacional de Energía, China controla alrededor del 60% de la producción global y casi el 90% del refinado mundial. Sin ese procesamiento, Estados Unidos no puede producir ni los F-35, ni los Tomahawk, ni los sistemas de radar que vende como “defensa democrática”. Pekín ha dejado claro que, si Washington empuja, puede cerrar el grifo. Y un imperio que presume de invencible se descubre atado a la cadena de suministro del rival al que insulta todos los días.
Esta situación no es nueva en la historia del capitalismo imperial. Ya en el siglo XIX, las potencias occidentales resolvían sus “desequilibrios comerciales” con pólvora. Gran Bretaña invadió China en las Guerras del Opio (1839-1842 y 1856-1860) porque el Imperio Qing no quería que le siguieran inundando de droga para compensar la plata que se iba por el té, la seda y la porcelana. El argumento era grotesco pero familiar: “libertad de comercio”. Dos siglos después, el lenguaje ha mejorado, pero el mecanismo es el mismo. Si un país no acepta las reglas impuestas por Occidente, esas reglas se reescriben a punta de cañón o sanción. Lo hicieron con Irán, con Venezuela, con Irak, con Cuba, con Rusia. La novedad es que ahora intentan aplicárselo a alguien con el 18% del PIB global y con capacidad industrial propia.
Otro espejo histórico es Japón en los años 80. Cuando sus automotrices y sus empresas electrónicas superaron en calidad y costos a las estadounidenses, Washington desató una ofensiva comercial feroz: restricciones de importación, acuerdos forzados, presión diplomática y manipulación cambiaria (el famoso Acuerdo Plaza de 1985). Japón, atado militarmente a EE.UU. y sin margen político, cedió. Su burbuja económica estalló poco después, y el imperio respiró tranquilo. Pero China no es Japón: tiene fuerza militar propia, una masa poblacional de 1.400 millones, alianzas energéticas alternativas y una estructura estatal dispuesta a resistir décadas. Washington intenta repetir la receta, pero ha cambiado el mundo y ha cambiado el rival.
A esto se suma la pérdida progresiva del monopolio tecnológico. Empresas chinas como Huawei, BYD, SMIC o CATL han avanzado en 5G, baterías eléctricas y chips de gama media, desafiando a gigantes estadounidenses con subsidios y mercado interno. El colmo de la ironía fue que Estados Unidos tuvo que prohibir a Google y a Qualcomm venderles software y chips para intentar frenarles. El campeón del “libre mercado” defendiendo su industria a golpe de muro regulatorio. No contentos con eso, presionaron a Japón, Corea del Sur, Taiwán y la Unión Europea para restringir la exportación de maquinaria litográfica de alta gama, como la que produce la empresa neerlandesa ASML. Una medida que no solo apunta contra China, sino que dinamita la supuesta “autonomía estratégica” europea.
Y mientras las elites estadounidenses agitan el discurso del “peligro chino”, su aparato productivo y militar se sostiene gracias a Pekín. Las cifras son tan incómodas que en Washington evitan mencionarlas. Según datos del Servicio Geológico de EE.UU., más del 70% de las importaciones estadounidenses de tierras raras en los últimos años provinieron de China. Al mismo tiempo, estudios del Congreso reconocen que más del 80% de los componentes de baterías para vehículos eléctricos dependen de cadenas con presencia china. En cuanto a electrónica, más del 90% de los teléfonos, computadoras y dispositivos distribuidos en EE.UU. están ensamblados total o parcialmente en fábricas chinas o en países subcontratados por empresas chinas. La base del consumismo norteamericano descansa silenciosamente sobre aquello que la Casa Blanca llama amenaza existencial.
Pero quizá donde el golpe geoeconómico es más humillante es en la agricultura. Durante décadas, China fue el principal comprador de soja estadounidense, absorbiendo entre el 50% y el 60% de sus exportaciones del sector. Cuando comenzó la escalada arancelaria, Pekín cambió proveedores: Brasil, Argentina y Rusia ampliaron ventas, y Estados Unidos perdió su mayor cliente. El Departamento de Agricultura estimó en 2019 que los agricultores estadounidenses habían perdido más de 10.000 millones de dólares en ventas por las represalias chinas. Trump, en plena campaña, prometió subsidios para tapar el agujero, superando los 28.000 millones de dólares en ayudas, según datos del propio Departamento del Tesoro. Es decir, el Estado que desprecia el “intervencionismo” tuvo que pagarles a sus granjeros para evitar una revuelta rural causada por su guerra comercial “patriótica”. Y aún así, muchos agricultores dijeron lo evidente: “No queremos limosnas, queremos volver a vender”.
Lo fascinante —y siniestro— es que mientras los discursos anuncian una batalla épica por la “soberanía económica”, las cadenas logísticas cuentan otra historia. Muchas de las empresas estadounidenses que supuestamente “se van de China” solo trasladan operaciones a Vietnam, Camboya, México o India, pero con proveedores chinos, maquinaria china y capital chino. Apple es el ejemplo más patético: intenta maquillar con marketing geopolítico sus mudanzas, pero su dependencia de las fábricas ensambladoras en Shenzhen y Zhengzhou continúa intacta. El imperio que predica el desacoplamiento está atrapado en una red que él mismo ayudó a construir cuando la globalización aún le beneficiaba.
La llamada “seguridad nacional” de Estados Unidos, esa excusa mágica que sirve para prohibir lo que no puede controlar, ha pasado a incluir desde drones civiles hasta redes sociales. TikTok, una aplicación usada por adolescentes para perder tiempo bailando o mirando memes, se convirtió de repente en amenaza geoestratégica. Huawei fue vetada de las redes 5G no porque espiara más que Google o la NSA, sino porque comenzó a desplazar tecnológicamente a sus competidores occidentales. El Congreso aprobó leyes que obligan a empresas extranjeras a entregar datos si quieren operar en suelo estadounidense, mientras la CIA y la NSA llevan décadas espiando al mundo entero bajo el programa PRISM y sus derivados. Si Orwell levantara la cabeza, acusaría a Washington de plagio.
Y todo esto ocurre mientras en casa los cimientos se resquebrajan. La deuda pública supera los 34 billones de dólares, más del 120% del PIB nacional. El sistema político vive entre el bloqueo presupuestario permanente, la polarización partidista y el ascenso de extremismos internos. Las infraestructuras, según la Sociedad Estadounidense de Ingenieros Civiles, requieren más de 2,6 billones de dólares en inversiones urgentes. Pero siempre hay dinero para bases militares, sanciones, espionaje y aventuras comerciales disfrazadas de moral universal. Lo demás puede esperar.
Europa, esa anciana aristócrata venida a menos que todavía se maquilla como si gobernara el mundo, ha decidido asumir su rol más sincero: el de lacayo estratégico de Washington. En lugar de pensar su relación con China en términos de soberanía económica, la Unión Europea se arrastra para cumplir las órdenes del amo atlántico, aunque eso implique dinamitar su propia industria, su transición energética y cualquier posibilidad de autonomía tecnológica.
El caso más grotesco ha sido la intervención contra Nexperia, una filial europea de una empresa china con sede en Países Bajos. El gobierno neerlandés, siguiendo instrucciones no tan discretas de Estados Unidos, utilizó una ley de emergencia de tiempos de guerra —la llamada “Ley de Disponibilidad de Bienes”, pensada originalmente para invasiones militares o crisis de abastecimiento— para expropiar y tomar el control de la compañía. Cabe subrayar: Nexperia operaba con normalidad, pagaba impuestos, tenía contratos vigentes y abastecía legalmente a sus clientes europeos. La única “amenaza” era que su capital era chino. Al mejor estilo de intervencionismo autoritario, pero disfrazado de legalidad, el CEO chino fue expulsado y reemplazado por un administrador designado por el Estado. Ni Chávez se atrevió a tanto en la industria tecnológica europea.
Lo mejor del caso es el mensaje implícito: la Comisión Europea habla de atraer inversiones, pero simultáneamente confiscó una empresa privada sin delito ni juicio, simplemente porque Washington así lo sugirió. Y esto se hace en nombre de la “seguridad estratégica” y la “competencia justa”. Al mismo tiempo, la UE asegura que quiere convertirse en potencia en el sector de los semiconductores y duplicar su participación en el mercado global para 2030. ¿Cómo? Expropiando empresas tecnológicas que no puede sustituir y obedeciendo vetos que impiden relacionarse con el segundo mayor socio comercial del continente.
El servilismo europeo ya estaba claro con el caso ASML, la joya neerlandesa de la maquinaria litográfica avanzada. Bajo presión estadounidense, Países Bajos prohibió la exportación a China de sus equipos más sofisticados, esenciales para la producción de microchips de 5 y 3 nanómetros. Estados Unidos no fabrica dichas máquinas, pero dictamina quién puede venderlas. Y lo más absurdo: empresas estadounidenses como Applied Materials continúan exportando componentes tecnológicos a China mientras los europeos se autoimponen restricciones por lealtad geopolítica. El resultado es simple: Bruselas pierde mercado, Pekín busca soluciones internas, y Washington aplaude mientras mantiene su hegemonía corporativa.
Otra joya reciente: la guerra del acero y el aluminio bajo Trump y luego Biden. En nombre de la seguridad nacional, EE.UU. impuso aranceles del 25% al acero y 10% al aluminio provenientes de China, pero también a la propia Unión Europea, Canadá y México. Una bofetada comercial a sus “aliados”, que respondieron con quejas diplomáticas y vergonzosos intentos de negociar excepciones. Mientras tanto, China redirigió parte de sus exportaciones a África y América Latina, reforzando relaciones donde Estados Unidos creía tener supremacía automática.
La política comercial norteamericana siempre ha sido expansiva hacia afuera y punitiva hacia dentro. Durante las guerras del opio, Gran Bretaña argumentaba que impedir el comercio era “hostil”. Hoy Washington acusa a China de “coerción económica” por responder a sanciones unilaterales. Es casi poético que la misma potencia que arrasó Vietnam, bloqueó Cuba, invadió Panamá, destruyó Libia y sancionó Venezuela, Irán, Siria o Rusia, se venda como víctima de agresiones comerciales.
Pero quizá lo más pintoresco de esta guerra económica es que el enemigo no se limita a responder: expone las costuras deshilachadas del imperio. Cuando Estados Unidos amenazó con bloquear los aceites industriales que importa de China —muchos usados para biocombustibles y no para freír patatas, como se cree en Europa— la medida no golpeaba a Pekín sino a los propios productores agrícolas estadounidenses y al sector energético alternativo. Según datos del USDA, más del 40% del aceite utilizado en la producción de biodiésel en EE.UU. depende de insumos originados en China o procesados en plantas vinculadas a sus cadenas de valor. La supuesta represalia terminó siendo un tiro en el pie, pero con bandera patriótica.
En el terreno militar, la dependencia es aún más obscena. Reportes del Pentágono y del Congreso han reconocido que los arsenales de armas de EE.UU. están agotados después de enviar sistemas a Ucrania e Israel. Y para reponer inventarios necesitan minerales, imanes, componentes electrónicos y químicos que provienen, en gran parte, de China. Empresas como Raytheon, Lockheed Martin o Northrop Grumman dependen de proveedores asiáticos para ensamblar misiles, sensores y vehículos aéreos. Si Pekín endurece los controles de exportación, toda la cadena de suministro militar occidental entra en crisis. Esa simple realidad desarma cualquier discurso sobre “independencia estratégica” o “superioridad tecnológica”.
Y mientras Estados Unidos pide a gritos que el mundo se desacople de China, sus empresas hacen exactamente lo contrario. Apple, Tesla, Qualcomm, General Electric, Boeing y General Motors mantienen inversiones millonarias en territorio chino o en socios industriales vinculados a Pekín. Las farmacéuticas estadounidenses dependen de materias primas producidas en China para abastecer hospitales. Según la FDA, más del 80% de los ingredientes activos usados en medicamentos genéricos aprobados en EE.UU. provienen del extranjero, con China e India a la cabeza. Y en el terreno energético, la revolución de los paneles solares —que Estados Unidos dice liderar— funciona gracias a polisilicio y componentes fabricados o refinados por empresas chinas.
Pero Europa no se queda atrás en el concurso de la obediencia. Bruselas decidió recientemente investigar a los fabricantes chinos de vehículos eléctricos por “competencia desleal”. Lo dice un bloque que subsidia con miles de millones a sus propias automotrices y que vive declarando emergencias industriales para mostrar músculo. La ironía es que los autos eléctricos chinos cuestan menos, integran mejores baterías —también chinas— y han logrado reducir costos porque controlan toda la cadena de valor. Los fabricantes europeos, lento y torpes, prefieren acusar de dumping antes que reconocer su derrota ante una estrategia industrial coherente y sostenida.
La dependencia europea en tecnología verde es tan evidente que asusta: China produce más del 70% de los paneles solares, controla el 80% del refinado de los minerales necesarios para baterías, y lidera la producción de litio procesado, cobalto y níquel. Europa habla de autonomía, pero no puede electrificar su transporte sin proveedores chinos. Y mientras se llena la boca con la transición energética, obedece sanciones que le impiden acceder a los materiales que necesita para llevarla a cabo.
Lo más patético del caso europeo es que ni siquiera puede convertir sus concesiones ante Washington en ventajas diplomáticas. Sanciona, bloquea, expropia y se dispara al pie, solo para recibir palmadas y discursos sobre “alianzas transatlánticas”. Las cifras comerciales son contundentes: China es, desde 2020, el principal socio comercial de la UE, superando a Estados Unidos en bienes importados y exportados. Alemania, Francia, Italia, España y Países Bajos dependen de los mercados asiáticos para sostener sectores industriales que hace tiempo dejaron de ser rentables solo con demanda interna. Pero la clase política europea continúa actuando como si estuviéramos en 1995, cuando la palabra “globalización” todavía significaba obediencia rentable.
Y mientras las elites transatlánticas hablan de frenar a China “para salvar el orden internacional basado en reglas”, esas reglas se parecen cada vez más a una parodia. Estados Unidos dicta sanciones extraterritoriales que se aplican en terceros países, impone vetos tecnológicos a empresas que no violaron ninguna ley, y amenaza con castigos si alguien firma acuerdos con Pekín. ¿Libre comercio? Sí, mientras el comerciante principal sea Washington. ¿Competencia justa? Claro, siempre que el competidor no gane. ¿Estado de derecho? Solo si el derecho lo redacta la Casa Blanca.
El resultado final es un mundo donde el viejo imperio pierde autoridad pero conserva capacidad destructiva. Como Roma en su decadencia, como Londres tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos se aferra a la coerción porque ya no puede liderar mediante consenso material. La diferencia es que hoy su principal rival no es una colonia rebelde o un país subdesarrollado, sino la segunda economía del planeta, el mayor exportador industrial del mundo y una potencia tecnológica en ascenso. El imperio quiere mantener su trono, pero se descubre rodeado de su propia dependencia.
La guerra comercial de Estados Unidos contra China no es una anomalía, es la expresión más honesta del capitalismo cuando se queda sin margen. La historia del sistema está hecha de guerras arancelarias, bloqueos, sanciones, invasiones “preventivas” y cambios de régimen decorados con banderas. Lo nuevo no es la estrategia, sino el tamaño del adversario. Ya no están lidiando con un Irak que pueden demoler con fake news ni con una Yugoslavia que pueden fragmentar a bombazos. Tampoco con una Unión Soviética colapsada o un Japón que aceptó dócilmente su rol de socio menor. Esta vez se enfrentan a una potencia que no depende de su crédito, ni de sus bases militares, ni de su narrativa. Y lo peor para el imperio: una potencia que aprendió a usar las propias armas del capitalismo en su contra.
Si algo ha dejado claro esta guerra comercial es que el “orden internacional basado en reglas” significa que Washington escribe las reglas y el resto del planeta las obedece. Cuando China compite en telecomunicaciones, la expulsan del mercado occidental. Cuando fabrica autos más baratos, la acusan de dumping. Cuando innova en inteligencia artificial, dicen que espía. Cuando produce paneles solares, los sancionan. Cuando invierte en puertos, hablan de “trampas de deuda”. Y cuando deja de comprar soja estadounidense, la Casa Blanca entra en pánico y recuerda que hay elecciones en Iowa.
Esto sería tragicómico si no tuviera consecuencias materiales directas. Estados Unidos lleva más de 20 años destruyendo su base manufacturera con la ficción de que podía vivir solo del dólar, las finanzas y los portaaviones. Hoy, el país que se cree autosuficiente importa desde China y Asia: el 90% de su electrónica, el 70% de sus medicamentos genéricos, gran parte de los fertilizantes que sostienen su agricultura industrial y hasta productos básicos como herramientas, maquinaria y textiles. Y mientras presume de músculo militar, sus propias fuerzas armadas dependen del titanio, magnesio, galio, tungsteno y neodimio que provienen —directa o indirectamente— de China.
Las sanciones también han acelerado la transición geoeconómica global hacia una mayor autonomía frente a EE.UU. Países como Brasil, India, Sudáfrica, Irán, Turquía, Indonesia, México o Arabia Saudita están diversificando comercio y acuerdos estratégicos. No por ideología antiimperialista, sino por conveniencia. El comercio bilateral entre China y América Latina ya supera los 450.000 millones de dólares al año. En África, el gigante asiático ha desplazado a la Unión Europea y Estados Unidos como principal socio económico. En Eurasia, la Franja y la Ruta conecta puertos, carreteras, fibras ópticas y oleoductos mientras Washington insiste en vender portaaviones como modelo de desarrollo.
El imperio estadounidense grita que China “compra voluntades”, como si el FMI, la OTAN, la USAID o el Banco Mundial no hubieran sido herramientas de extorsión durante décadas. Se quejan de que Pekín construye infraestructura a cambio de acuerdos comerciales, como si bombardeos, invasiones y sanciones fueran métodos más nobles de expansión. La diferencia no es ética, es de eficacia: China ofrece carreteras, ferrocarriles, fábricas, energía y acceso a mercados. Estados Unidos ofrece deuda, bases militares y amenazas.
El autoengaño imperial llega al punto de creer que puede frenar la transición hacia un mundo multipolar a golpe de tarifa. En 1971, cuando Nixon cerró la convertibilidad oro-dólar, lo hizo porque sabía que el sistema financiero estaba quebrado, pero todavía tenía el poder de imponer el dólar como moneda mundial. Hoy el dólar sigue dominando, pero pierde terreno en acuerdos energéticos, transacciones comerciales y reservas internacionales. Arabia Saudita, Brasil, Rusia, India y China comercian petróleo, gas y materias primas usando yuanes, rupias o monedas locales. Los BRICS se expanden e incorporan países productores de energía, minerales estratégicos y alimentos. La OMC quedó convertida en un teatro obsoleto donde EE.UU. bloquea cualquier fallo que no le favorezca.
El capitalismo occidental está atrapado en su propia trampa. Durante décadas descentralizó su producción en China para maximizar ganancias y reducir costos laborales. Ahora descubre que renunciar a la industria implica renunciar al poder. Intentan reindustrializar sus economías con subsidios masivos, pero se enfrentan a una contradicción estructural: no pueden producir barato, rápido y en escala sin depender de cadenas globales dominadas por Asia. Biden habla de “friend-shoring” (producir solo con aliados), pero esos aliados tampoco quieren suicidarse por obediencia geopolítica. Y mientras tanto, China invierte el triple que Estados Unidos en infraestructura, logística, ciencia aplicada y planificación tecnológica.
¿Y qué hay de los efectos sociales dentro de Estados Unidos? El país lleva décadas desindustrializándose, precarizando su fuerza laboral y disparando sus desigualdades internas. Las guerras comerciales no han traído empleos de vuelta: apenas han enriquecido a las mismas corporaciones que fugan capitales a China, India o México. Según el Instituto de Política Económica, las disputas comerciales desde 2018 generaron menos del 10% de los empleos prometidos en manufactura, mientras los consumidores pagaron aumentos de precios en bienes importados que oscilaron entre el 15% y el 25% en sectores como electrónica, hogar, acero o automoción. ¿Quién ganó? Las empresas logísticas, los bancos, los intermediarios financieros y los contratistas del complejo militar-industrial. Básicamente, los mismos buitres de siempre.
Mientras tanto, la política interna es un manicomio. Presidentes que prometen reindustrializar mientras extienden la guerra económica. Congresistas que denuncian a China con un iPhone en la mano, ropa fabricada en Bangladesh por empresas chinas y una cuenta de campaña financiada por corporaciones que tienen sedes en Shanghái. Y una población que, entre opioides, inflación y desinformación, ni siquiera puede distinguir si el enemigo está en Pekín o en Wall Street.
Europa no queda mejor parada. Alemania, que construyó su poder industrial gracias a las exportaciones a China y al gas barato ruso, ahora se arrastra hacia el suicidio económico por imposición estratégica. Francia, que pretende ser potencia autónoma, termina votando en Bruselas lo que dicta Washington. España e Italia fingen modernizarse mientras desmantelan sus sectores productivos. Y todo bajo la narrativa infantil de que “hay que reducir la dependencia de China”. ¿Con qué plan industrial? ¿Con qué capital? ¿Con qué materias primas? ¿Con energía a qué precio?
Así, lo que llaman “desacoplamiento” no es más que una versión económica del autoestrangulamiento. Estados Unidos quiere que el mundo se aparte de China mientras su propio ejército, su industria farmacéutica, su tecnología médica, su electrónica, su agricultura y su transición energética dependen de ese vínculo. Europa copia la orden, aunque el 22% de su comercio exterior se haga con China y más del 40% de los minerales críticos para sus fábricas y coches eléctricos provengan de Asia. El discurso del desacople es como pedirle al paciente que deje de respirar porque el oxígeno viene del enemigo.
¿Puede Estados Unidos “ganar” esta guerra comercial? La respuesta es incómoda para los nostálgicos del siglo XX. No puede ganarla porque no puede revertir sus propias contradicciones internas, ni sostener su hegemonía industrial, ni imponer al resto del planeta los costos de su declive. China no necesita ocupar militarmente mercados: los copa con precios, inversión, infraestructura y planificación estratégica. Mientras Washington exige obediencia, Pekín firma acuerdos. Mientras Estados Unidos sanciona, China construye puertos. Mientras Occidente militariza el comercio, Asia produce. Y cuando el imperio responde con amenazas, el resto del mundo lo escucha con la misma credibilidad que a un alcohólico dando charlas de salud pública.
Pero cuidado: que Estados Unidos esté perdiendo la iniciativa no significa que su poder haya desaparecido. Un animal herido muerde más fuerte. La guerra comercial puede transformarse en guerra financiera, tecnológica, diplomática o incluso abierta. La tensión sobre Taiwán no se explica sin este telón de fondo: cuando no puedes derrotar económicamente a tu rival, buscas rodearlo militarmente. El cerco en el Mar del Sur de China, los pactos tipo AUKUS, las bases en Filipinas, las presiones sobre India y Japón, el uso de Europa como punta de lanza diplomática: todo forma parte de la misma lógica.
Y en esa lógica, el capitalismo muestra su naturaleza esencial: el mercado es libre mientras el poder acompaña. Cuando el poder se estanca, la guerra se activa. Da igual si es con fusiles o con tarifas. La supuesta “competencia sana” es propaganda para los manuales escolares y los noticieros que viven de repetir titulares. La realidad es que la economía mundial lleva siglos organizada por la fuerza: antes con cañoneras, ahora con bancos centrales, sanciones financieras, control digital y ejércitos judiciales transnacionales.
China no es la salvación del mundo ni el faro anticapitalista que algunos buscan imaginar. No representa una ruptura sistémica, sino una alternativa pragmática al monopolio occidental. Su ascenso no emancipa, pero erosiona el privilegio imperial. Y en ese desgaste, el discurso de Washington queda desnudo: hablar de democracia mientras apoyas dictaduras, de libre mercado mientras confiscan empresas, de derechos humanos mientras bloqueas alimentos y medicamentos, de paz mientras vendes armas y rodeas continentes con bases militares.
El capitalismo, en su fase actual, ya no logra ocultar su cara. La guerra comercial es solo un capítulo del colapso hegemónico, un síntoma del sistema intentando protegerse devorando a sus propios socios y proclamando su derrota como acto de resistencia moral. Y como siempre, la factura la pagan los pueblos: agricultores arruinados, trabajadores precarizados, consumidores empobrecidos, países estrangulados económicamente, regiones enteras convertidas en campos de disputa.
El imperio grita que pelea por el futuro, cuando en realidad pelea por no aceptar que el pasado ya no puede sostenerlo. El capitalismo llegó a su límite histórico: ya no puede expandirse, ya no puede convencer, ya no puede estabilizarse. Solo puede confrontar. Y si su enemigo fabrica los chips, los minerales, los paneles, los teléfonos, las turbinas y los antibióticos… entonces el enemigo será satanizado, sancionado, rodeado y culpado hasta que el último noticiero pueda decir: “defendimos la libertad”.
Porque al final, en este sistema, el comercio nunca fue libre, la competencia nunca fue justa y la guerra nunca fue excepcional: siempre fue el negocio central.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.