Inmersos en la recesión, conviene centrarse en la necesidad de hacer reformas. En primer lugar, parece inevitable plantear que es preciso afrontar determinados cambios. Una vez que un proceso veloz de «descrédito» financiero, entre otros factores, nos ha llevado a la vertiginosa velocidad de expulsión del mercado laboral de decenas de millones de personas en […]
Inmersos en la recesión, conviene centrarse en la necesidad de hacer reformas. En primer lugar, parece inevitable plantear que es preciso afrontar determinados cambios. Una vez que un proceso veloz de «descrédito» financiero, entre otros factores, nos ha llevado a la vertiginosa velocidad de expulsión del mercado laboral de decenas de millones de personas en el Mundo (la Organización Internacional del Trabajo estima en cincuenta millones el número de nuevos desempleados que se pueden generar este año), se puede coincidir fácilmente en que algo no funciona en el actual entramado socioeconómico, y que es preciso orientar el sistema hacia un modelo que incluya, frente al excluyente que se quiere consolidar.
Pero ahí terminan las coincidencias entre los que debaten sobre los mencionados cambios. Para muchos – la mayoría en el debate cotidiano -, los ajustes deben apuntalar el modelo que ya se tiene, esperando «recuperar la senda del crecimiento», para la cual «habrá que prepararse». Entre estos se encuentran los adalides de la burbuja inmobiliaria y de consumo, que alimentó nuestros sectores económicos hasta hace bien poco, así como la inmensa mayoría de los economistas convencionales que consideraban casi intachable el pasado periodo de compulsivo crecimiento económico que nos trajo este fenómeno de rápido ajuste sociolaboral, un tanto despreocupados por haber quedado en evidencia cuando era evidente que su modelo se hundía en los últimos trimestres. Están, por otro lado, quienes estiman que esa vieja senda de la progresión debe procurarse desde nuevos pilares, que van desde la promisoria «sociedad del conocimiento» hasta la «I+D+i+….», pasando por nebulosas apelaciones a mundos virtuales y valor añadido de la malherida economía de la exquisitez, sin mayor concreción que los innumerables planes que, paradójicamente, en buena parte de los casos buscan reducción de costes…laborales mediante la automatización de los procesos. Tienen en común estas posturas su reclamo sobre la necesidad de «ser más competitivo», algo que parece no discutirse (pese a las crecientes evidencias acerca de la pérdida de empleo que ha traído la recurrente lucha entre comunidades por producir más barato); también unen sus fuerzas estas opiniones para coincidir en que es necesario crecer para no perder el ritmo en un tren que esta vez ha parado cuando queríamos que fuera cada vez más rápido.
Igualmente, se añade al compendio de ideas que surge el reclamo sobre la necesidad del reparto de los beneficios del capital, engrosados hasta el insulto y retransmitidos en horario de máxima audiencia, para escarnio de los parias de la Tierra. Consideran que la justicia fiscal, el reparto de los etéreos dividendos (pocos se atreven a pensar en qué ocurriría si se quisieran materializar realmente todos esos billones que se dice se tiene en tantos instrumentos «parafinancieros»…), la lucha contra los paraísos fiscales, etc., haría aflorar una economía de casino para conseguir «objetivos productivos», porque, y en esto coinciden con los anteriores, se trata de producir y consumir más.
Por último, se abrazan de nuevo los recurrentes mensajes sobre la flexibilización laboral, el internamiento del cainismo como regla de comportamiento socioeconómico, y un sin fin de recetas de viejo cuño que buscan, a través de sus reformas, apuntalar las diferencias, y garantizar bajos costes económicos con altos costes sociales, en una segura carrera hacia la quiebra de la cohesión social.
Casi todos estos análisis parten de que, además de posible, es necesario crecer cada vez más rápidamente (no otra cosa es el porcentaje anual de incremento del PIB con respecto al año anterior), y que esto, inclusive, sea a nivel global (aunque algunos no tienen problema alguno en excluir a los que no entran en la cesta de los ricos, y tienen además infinidad de argumentos para justificarlo, sin sonrojarse).
Pero, ¿qué ocurriría si nos encontramos con que es difícil que la oferta satisfaga la demanda creciente de recursos y, sobre todo, el flujo de los mismos del productor al consumidor? Esa opción debiera ser barajada, y además seriamente, porque hay crecientes indicios de límites en la posibilidad de mantener crecimientos económicos en un futuro inmediato de 7.000 millones de potenciales consumidores globales, sobre todo si quisiéramos extender – algo bastante improbable debido a la finitud de nuestra Tierra – nuestros patrones de consumo occidentales, altamente individualizados, con ciclos de producción de rápida obsolescencia y alta degradación de recursos per capita. Esta crisis, hasta ahora, ha relegado del carrusel del sistema a porcentajes crecientes de población, a nivel internacional, provocando inclusive el incremento del hambre, según la FAO. Es casi unánime la apelación al retorno al crecimiento como fórmula salvífica que reduzca la desigualdad, pero parece ganar enteros la interpretación de que, precisamente, un importante componente de ese desequilibrado reparto es la reiterada búsqueda de crecimientos que están provocando el incremento de la vulnerabilidad social, en la competencia por los bienes y recursos que no su multiplican a la velocidad de nuestras insaciables y globales apetencias de consumo. Así, pues, no tiene nada que ver plantear hacer reformas para perpetuar incrementos del PIB con posibles y más duraderos ajustes sociales, que reconocer la necesidad de reformar nuestra forma de concebir la economía – tarea nada sencilla, bien es cierto – , hoy pensada como una gran máquina de insaciable apetito, para ponerla al servicio de la satisfacción de necesidades que, como nosotros, no pueden ni deben crecer indefinidamente.