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Hacia la reforma del sistema financiero internacional

Fuentes: Cinco Días

Desde los acuerdos de Bretton Woods en 1944 Estados Unidos ha tenido el privilegio y la responsabilidad de emitir la moneda internacional por excelencia: el dólar. El privilegio consiste en que EE UU puede importar productos y emitir deuda en su propia moneda, mientras que la responsabilidad se centra en implementar políticas macroeconómicas estables para […]

Desde los acuerdos de Bretton Woods en 1944 Estados Unidos ha tenido el privilegio y la responsabilidad de emitir la moneda internacional por excelencia: el dólar. El privilegio consiste en que EE UU puede importar productos y emitir deuda en su propia moneda, mientras que la responsabilidad se centra en implementar políticas macroeconómicas estables para el buen funcionamiento de la economía global.

Lamentablemente, el cumplimiento de la responsabilidad refuerza el privilegio, llevando el sistema constantemente a desequilibrios insostenibles. Una de las responsabilidades del emisor de la moneda internacional es proporcionar suficiente liquidez (y por tanto demanda) al sistema para que la actividad económica global no decaiga. Para lograr esto, el emisor debe aumentar su déficit por cuenta corriente. Ésta es una de las razones por las cuales Estados Unidos ha aumentado su deuda externa en los últimos 30 años. Lógicamente, a medida que esa deuda aumenta, la credibilidad del dólar como moneda internacional se debilita y el sistema empieza a ponerse en duda. Esto se conoce como el Dilema de Triffin.

A finales de los años sesenta y a mediados de los ochenta los desequilibrios entre Estados Unidos y Europa Occidental y Japón eran tan grandes que amenazaban también la estabilidad del sistema. En ambas ocasiones, primero con la ruptura de los acuerdos de Bretton Woods y después con el Acuerdo Plaza de 1985, Estados Unidos logró reducir estos desequilibrios con una devaluación del dólar. En ambas ocasiones los perdedores fueron Europa, que acto seguido empezó a valorar la posibilidad de crear una moneda única, y Japón, que con la subida del yen experimentó una burbuja financiera con graves consecuencias hasta el día de hoy. Hay que recordar aquí que Europa y Japón aceptaron la drástica depreciación del dólar frente a sus monedas, en parte, a cambio de la protección militar que Estados Unidos les ofrecía en plena Guerra Fría.

Hoy, sin embargo, la situación es diferente. Frente a la crisis actual, consecuencia de los propios desequilibrios, Estados Unidos vuelve a necesitar una devaluación del dólar. Pero en esta ocasión el país con el mayor superávit es China, que no depende de la protección de Washington. El Gobierno americano ha intentado convencer a las autoridades chinas para que aprecien su moneda, pero por ahora la presión no ha resultado efectiva. Como los chinos no ceden, el dólar se deprecia frente a otras monedas convertibles, lo que hace que diferentes países tengan que intervenir en los mercados para evitar la apreciación de sus monedas. Esta carrera hacia la devaluación ha sido descrita justamente por el ministro de Finanzas brasileño, Mantega, como una guerra de divisas.

Con una moneda internacional más estable, con más poder de absorción de demanda que las monedas nacionales anteriores al euro, los europeos no están tan expuestos a las depreciaciones del dólar. En este sentido, por ahora, no se han visto en la obligación de intervenir en el mercado. ¿Pero qué pasaría si el euro llegase de nuevo a 1,50 dólares? Especialmente ahora que la recuperación económica en la zona euro depende en sobremanera de las exportaciones. Las consecuencias serían desastrosas, y los franceses son los primeros en darse cuenta de ello. Cada vez que el euro pasa de 1,40 sus exportadores sufren. Es por eso que el Gobierno de Sarkozy lleva trabajando un tiempo con el Gobierno chino en la reforma del sistema monetario internacional.

El afán de los franceses en abrir este debate es un paso en la dirección correcta. La Unión Europea puede convertirse en un mediador entre los denominados Brics, que han declarado abiertamente su malestar con el actual sistema, y Estados Unidos. El presidente de la Comisión, Barroso, ha reiterado que la UE está a favor de un sistema basado en la cooperación y la coordinación entre las distintas divisas. Sin embargo, hasta ahora esa coordinación consiste en aliarse con Estados Unidos y poner más presión sobre los chinos para que aprecien su moneda y en última instancia la dejen flotar en el sistema. Esto desde Pekín se ve más como una imposición que como una proposición.

Es aquí donde chocan dos visiones distintas de lo que sería un sistema monetario ideal. El mundo occidental, dominado por la cultura anglosajona, propone un sistema de flotación libre, donde no haya intervención estatal. En la cultura china, en cambio, el Estado siempre ha tenido una mano en el funcionamiento de la economía. Para los chinos, coordinación sería establecer por ejemplo una banda de flotamiento entre las divisas más importantes (dólar, euro, yen y libra esterlina) y coordinar intervenciones multilaterales cada vez que esas monedas se salgan de la banda. Al principio, el yuan chino estaría anclado al dólar, pero gradualmente se haría tan flexible dentro de la banda como las otras divisas. Así se conseguiría una mayor estabilidad en el sistema y se disciplinaría a todos los emisores de las divisas internacionales.

La propuesta parece razonable. Incluso puede ser bien vista en Francia donde el Estado siempre ha tomado un papel activo en la economía. ¿Pero resultaría atractiva en países tradicionalmente opuestos al dirigismo de estado como Reino Unido, Estados Unidos e incluso Alemania? Eso ya es más difícil. Aunque esta última reunión del G-20 en Seúl puede significar un cambio de rumbo. Si Estados Unidos propone ahora, sorprendentemente, techos para los desequilibrios, quizás algún día acepte también techos en la fluctuación de las divisas.

Fuente: http://www.acordem.org/2010/10/27/hacia-la-reforma-del-sistema-financiero-internacional/