Es bien sabido que los debates más intensos generalmente no se zanjan con grandes argumentos, sino con grandes desenlaces. Así, la inviabilidad del socialismo burocrático y de las distintas variantes del estalinismo, a pesar de la amplísima bibliografía producida al respecto, sólo fue evidente y mundialmente reconocida por el desplome de los regímenes del Pacto […]
Es bien sabido que los debates más intensos generalmente no se zanjan con grandes argumentos, sino con grandes desenlaces. Así, la inviabilidad del socialismo burocrático y de las distintas variantes del estalinismo, a pesar de la amplísima bibliografía producida al respecto, sólo fue evidente y mundialmente reconocida por el desplome de los regímenes del Pacto de Varsovia expresado simbólicamente en el colapso del muro de Berlín.
No obstante, paradojas de la historia, algo parecido le sucede a la economía mundial organizada en torno al Consenso de Washington, el fundamentalismo del mercado y el capitalismo desregulado y contrarreformado. No es casual, por ello, que el premio Nóbel de Economía, Joseph Stiglitz comparara la crisis financiera mundial como el equivalente de la caída del muro de Berlín para el capitalismo internacional.
La magnitud de la presente crisis, su carácter global, de transmisión instantánea, online, en oleadas sucesivas del centro a la periferia le otorga, efectivamente, un carácter histórico en su naturaleza e impredecible en sus consecuencias. Una verdadera crisis mundial, cuya caracterización precisa aún está pendiente, pero que arroja ya la sensación de fin de régimen, de transformación epocal con fuertes interrogantes sobre sus posibles salidas y las alternativas que se abren.
La disputa social mundial se plantea ya no sólo en el terreno de la resistencia a un modelo en agonía, sino en el de las alternativas ante la crisis y la distribución de los costos. La disputa entre privatización de las ganancias y socialización de las perdidas, entre una nueva refuncionalización del modelo de dominación y explotación, o una salida popular y democrática a la crisis, post-neoliberal y por qué no, post-capitalista o anti-capitalista. Entre una salida de ampliación de libertades y derechos, o una salida autoritaria, regresiva e inclusive de corte proto-fascista. Entre un nuevo orden internacional basado en la cooperación, la solución pacífica de controversias y relaciones económicas justas o un orden violento en donde prime un nuevo reparto del mundo.
Es mucho lo que está en juego y por ello en el campo de las ideas presenciamos el retorno intempestivo de pensadores, teorías, categorías analíticas y términos del debate que habían sido enterrados bajo la precipitada ilusión del fin de la historia. Nuevamente el fantasma de Keynes y de Marx recorre el mundo.
El fundamentalismo de mercado y sus argumentos a favor de la autorregulación, el individualismo metodológico, la elección pública, el cálculo del consenso y el camino a la servidumbre, con su inevitable reducción analítica de lo social a categorías de mercado y, a su vez, la reducción de las categorías de mercado a su forma histórico oligopólico-capitalista de existencia, colocan a este cuerpo de ideas dominantes en los gobiernos, la academia y los medios de comunicación en los últimos treinta años como una herramienta explicativa cada vez más impotente y balbuceante. Teóricamente el neoliberalismo, como el rey, va desnudo.
La fuerza de estas ideas residía en su correspondencia con las necesidades del régimen de acumulación al cual sirvieron y al que le fueron, le siguen siendo, funcionales. Se mantuvieron en estado de latencia durante el régimen de acumulación fordista-keynesiano y anunciaron su remplazo a mediados de los años setenta.
Posteriormente le otorgaron al nuevo régimen de acumulación desregulado-neoliberal, por utilizar un término de uso corriente y fácil identificación, el cuerpo de ideas necesario para justificarse y reproducirse. Su ascenso no es el de una potencia intelectual, o una revolución científica, fue el ascenso de las fuerzas materiales del capital detrás de ellas, su racionalidad fue la del nuevo régimen de acumulación. Su destino, por ende, está íntimamente vinculado al de dicho modelo. Y parece, realmente, poco promisorio.
Pero a fin de cuentas de qué hablamos cuando nos referimos al neoliberalismo, o más precisamente al régimen de acumulación neoliberal. Algunos autores, como Arizmendi, prefiere hablar de capitalismo cínico, recuperando el sentido profundamente antiliberal, de restricción de libertades, del actual modelo y otros, como Toni Domenech se refieren al modelo como capitalismo contrarreformado enfatizando su pretensión de reconstruir las relaciones de acumulación eliminando todos los factores de desmercantilización que caracterizaron al régimen fordista-keynesiano en particular por la construcción del Estado de Bienestar en Europa.
Sin embargo e independientemente que se le caracterice como cínico, contrarreformado o desregulado, que lo es, el actual régimen, denominémoslo por razones de sencillez en la divulgación, neoliberal ha representado la forma dominante que ha adquirido la reproducción del sistema capitalista en los últimos treinta años.
La génesis de esta régimen es precisamente la crisis del modelo fordista-keynesiano y la pérdida creciente de funcionalidad que éste tuvo después de, también, casi treinta años de indisputada hegemonía en el mundo occidental. El ascenso mundial del neoliberalismo, al que incluso se le llegó a llamar pensamiento único, fue posible porque dio una respuesta coherente a la crisis que la acumulación pasaba en ese momento.
El keynesianismo fue una respuesta articulada a una gigantesca crisis de sobreproducción de mercancías, de insuficiencia de la demanda, mientras que el neoliberalismo fue la respuesta mundial a una crisis de caída de la tasa de ganancia, de insuficiencia de los estímulos para la inversión del capital.
El keynesianismo resolvió el motivo fundamental que en ese momento impedía el crecimiento sostenido de la economía mundial, esto es, la baja capacidad de consumo de los grandes grupos de trabajadores, la falta de dinamismo de la demanda interna. Por ello en el régimen fordista-keynesiano, se articularon la producción en masa, con el consumo de masas e inclusive, la sociología de los sesenta y setenta, discurrió ampliamente sobre la sociedad de masas. Su característica central fue el trabajo como factor de la demanda y su explotación basada en aumentos sostenidos de la productividad en un contexto de pleno empleo y redes sociales de protección e inclusión social.
Pero llegó el punto en que el modelo keynesiano-fordista perdió su funcionalidad. Los sindicatos se volvieron muy fuertes, el pleno empleo les permitía negociar en condiciones ventajosas, las conquistas sociales se institucionalizaron y se expandieron a otros grupos sociales en la perspectiva de la universalización, se mantuvo una fuerte carga fiscal para financiar el Estado de Bienestar y se incrementó la participación de los salarios en la estructura de la distribución del ingreso en la sociedad.
No es simple coincidencia que el llamado a remplazar el régimen fordista-keynesiano se produjera al calor de la discusión sobre la crisis fiscal del Estado y la necesidad de reducir los impuestos a las empresas, así como todo obstáculo que inhibiera la inversión. El trabajo, en consecuencia, ya no debía ser visto principalmente como un factor de la demanda, sino como un costo de producción. A diferencia de la demanda, que había que fortalecerla y expandirla, el trabajo, en cuanto costo de producción, había que abatirlo sistemáticamente. Había llegado la hora del neoliberalismo.
Corrientemente se ha querido definir al neoliberalismo como el libre juego de las fuerzas del mercado. Constituye una definición parcial y errónea. El neoliberalismo no está regido por la lógica del intercambio, el mercado, ni siquiera del mercado en su forma oligopólico-capitalista de existir, sino por la lógica de la ganancia, la quintaesencia del régimen capitalista.
Esto es, el neoliberalismo fue, es, una ofensiva mundial para la reorganización de todo el orden social en función de subordinarlo a la lógica de la acumulación y la ganancia privada, sin límites ni cortapisas. Por ello el centro de la reestructuración capitalista del mundo lo constituyó, y lo sigue constituyendo, la ofensiva internacional contra el trabajo, la desvalorización global de la fuerza de trabajo, la búsqueda de su plena mercantilización, la eliminación de toda economía moral, la conversión de la fuerza de trabajo en una mercancía como cualquier otra, sin rigideces, plenamente intercambiable, sin externalidades, no sujeta al derecho laboral, sino al civil, sin amenazantes interferencias públicas como el salario mínimo, o la jornada obligatoria, sin protección frente al despido, sin negociación colectiva, ni seguridad social.
Visto con una mirada larga el régimen neo-liberal significó una enorme redistribución del ingreso a escala planetaria del mundo del salario y del trabajo al mundo del capital. Una inédita transferencia de renta que hizo más desigual a la sociedad planetaria y permitió consolidar en pocos lustros colosales fortunas. Y cuando digo planetaria me refiero a que a partir de los años 80 y 90 fueron incorporadas a la lógica de la inversión capitalista los inmensos territorios y gigantescas sociedades de la (ex) Unión Soviética y la República Popular China.
Es ampliamente conocida la expresión del economista polaco Michal Kalecki quien sostiene que «Los trabajadores gastan lo que ganan y los capitalistas ganan lo que gastan». Es decir, los primeros consumen mientras que los segundos invierten. Pero el régimen de acumulación neoliberal redujo sistemáticamente la primera parte de la ecuación: los trabajadores cada vez gastaron menos porque ganaron menos. Así, el neoliberalismo llevó en el pecado la penitencia: generó producción global sin consumo global. Elevó a escala planetaria los dilemas que originaron la gran depresión del 29.
La ofensiva mundial contra el trabajo se produjo en un contexto de profunda revolución tecnológica. El régimen neoliberal ha corrido paralelo a la generalización y mundialización de la revolución en las tecnologías de la información que lograron darle base material a la dislocación de la producción, la desterritorialización de los procesos productivos y la instantaneidad de los nuevos flujos financieros desregulados. O lo que Manuel Castells ha denominado el capitalismo informacional, la sociedad red, la economía de flujos.
Manifestaciones de lo anterior fue el crecimiento sostenido del comercio mundial y la cada vez mayor relevancia de los mercados externos, así como la gigantesca explosión de transacciones financieras, con sumas astronómicas de dinero recorriendo frenéticamente el mundo, las 24 horas, sin descanso, en instrumentos cada vez más complejos, sofisticados, libérrimos, los llamados derivados. La financiarización del capitalismo, la transformación del dinero de medio de pago, equivalente general, mediador entre mercancías y reserva de valor, en una nueva mercancía en sí, generadora de valor, en capital ficticio.
Desvalorización mundial de la fuerza de trabajo, revolución de las tecnologías de la información y financiarización de las relaciones económicas internacionales terminaron por producir una contradicción irresoluble. Esto es, crecimiento de la producción (mundial) con caída del poder adquisitivo (mundial) de los salarios. Lo anterior fue temporalmente resuelto mediante la incorporación de grandes masas aunque con niveles reducidos de consumo mediante la ampliación de la masa salarial mundial, particularmente en China, la India y la ex Unión Soviética. Esto es, la masa salarial mundial se incrementó no por aumento de los salarios, sino por incremento del número de trabajadores. Más trabajadores con menores salarios fue una de las fórmulas, pero también encontró sus límites en términos de la capacidad de absorber la producción global creciente.
Por ello el instrumento fundamental durante el régimen neoliberal de ampliación de la demanda fue la explosión del crédito, el sobreendeudamiento de las familias y las personas para mantener el ritmo de crecimiento de la demanda. Y este sobreendeudamiento tiene su expresión mayor en la conversión de los Estados Unidos en consumidor de última instancia de la producción global. El sostenido y creciente déficit comercial de los Estados Unidos es la expresión contundente de lo anterior.
Por ello no es casual que la actual crisis económica internacional se haya expresado inicialmente como una crisis crediticia y bancaria. Pero lo anterior no obedece sólo a malos manejos técnicos del otorgamiento del crédito o a cálculos falsos de los niveles de riesgo, sino a la naturaleza misma de un modelo sostenido en la expansión del crédito como factor dinamizador de la demanda, en un contexto de concentración de la riqueza y de desvalorización de los salarios y de rezago de la masa salarial mundial frente a la producción global generada por la revolución de las tecnologías de la información.
A todo régimen de acumulación le corresponde un modelo de política social. Por eso llama mucho la atención que en la actual discusión sobre la crisis del modelo económico y la demanda de transformación de la política económica, se hable poco de la necesidad de transformar la política social que se ha construido en el contexto del régimen neoliberal y el llamado Consenso de Washington.
Así como en el régimen de acumulación hubo una transformación muy radical en los últimos treinta años, lo mismo sucedió con el modelo de política social. Si, dicho en términos generales, al régimen fordista-keynesiano le correspondió un régimen de Estado de Bienestar, oscilante entre el modelo socialdemócrata y el corporativo, para utilizar la terminología de Esping-Andersen, al régimen neoliberal le correspondió un modelo de política social para seguir con la misma terminología, residual-liberal.
Los rasgos centrales del modelo de política social del régimen de acumulación neoliberal han sido la privatización y re-mercantilización de los derechos sociales, en particular, la educación, la salud, la vivienda y el régimen de pensiones y jubilaciones: el abandono de la lógica universalista de los derechos y la elevación de la focalización (originalmente una herramienta) en un principio estructurante de la política social; la búsqueda de la primacía en el régimen de bienestar del mercado sobre el Estado y de lo privado sobre lo público.
Asimismo una reducción del campo de la política social cada vez más desvinculada de los derechos sociales para circunscribirse a programas focalizados y condicionados de combate a la pobreza, medida además desde visiones reduccionistas y minimalistas.
Es momento de plantear no sólo una nueva política económica, sino también una nueva política social. O de manera más precisa: una política socio-económica que se articule en torno a la primacía del desarrollo social, esto es, la subordinación de las decisiones económicas a su impacto en el bienestar de la sociedad y en la vigencia integral de los derechos.
La crisis actual, como toda recomposición capitalista, tiene el enorme riesgo de resolverse, para volver a citar a Michal Kalecki, con la elevación de la tasa de explotación del trabajo y la elevación del grado de monopolio de la economía. Con un mayor retroceso en los derechos sociales y en una destrucción más profunda aún de las redes de protección, seguridad e inclusión social. Muy pronto veremos los datos del incremento de la desigualdad y del fracaso en las políticas de combate a la pobreza. Seremos testigos de cómo el actual modelo de política social no otorga seguridad, ni protección, ni inclusión social. Como tiene un comportamiento procíclico en el que, a lo más, logra mejoras marginales en la fase de crecimiento económico y es incapaz de contener caídas verticales en la fase de estancamiento y recesión.
Es necesario, en consecuencia, construir una plataforma programática para construir una salida popular a la crisis que ponga en cuestión el régimen neoliberal de acumulación y el modelo liberal-residual de política social. Es hora de replantearnos en serio un modelo de desarrollo alternativo y la construcción de un auténtico régimen y Estado social de derechos.
Lo primero es una operación de control de daños. Entre las medidas que sugiero colocar en la discusión se encuentran:
Detener y revertir cualquier intento de privatización y mercantilización de la educación, la salud, la vivienda y la seguridad social;
Impedir una reforma laboral regresiva (disfrazada de flexibilización) que debilite aún más a las y los trabajadores;
Revisar y revertir el modelo de capitalización individual y bursatilización de los ahorros de las y los trabajadores hacia un nuevo sistema de reparto con equidad social, solidaridad intergeneracional y fortalecimiento del ahorro interno productivo de la nación;
Pero más allá de medidas inmediatas de contención en el modelo de política social es necesario plantear otros componentes de una plataforma programática de mediano y largo plazo que debiera incluir, al menos:
Revalorización del trabajo como eje de la estrategia de crecimiento económico. Empleo estable y de calidad, salarios crecientes, democratización de los sindicatos, elevación de la tasa de sindicalización de la economía;
Reconstrucción de la banca pública.
Revisión del status y del mandato del Banco de México. Rearticulación de la política fiscal y monetaria y prioridad del crecimiento económico y de la justicia distributiva.
Reforma fiscal progresiva y equitativa que eleve sustancialmente los recursos públicos para las grandes inversiones necesarias en desarrollo social, infraestructura y sustentabilidad ambiental.
A todo lo anterior debe acompañarle una estrategia de construcción del Estado social de derechos que incluya, entre otros:
Universalización del derecho a la salud. Superación de la actual segmentación del sistema de salud que profundiza la desigualdad frente a la enfermedad y la muerte para todos los ciudadanos;
Ampliación de la oferta educativa pública, particularmente en educación media superior y superior, con elevación de la calidad y la pertinencia de la misma;
Programa nacional a favor de una vivienda adecuada. Revisión de la estrategia nacional de vivienda a favor de vivienda pertinente, de tamaño y calidad suficiente, con localización adecuada y vinculada a un desarrollo urbano integral e incluyente.
Ingreso ciudadano universal para todos los habitantes del país. Derecho a contar con un ingreso no condicionado de la cuna a la tumba para acceder a una vida digna, elevar la certidumbre y seguridad y potenciar las libertades y autonomía de las y los
ciudadanos;
Red nacional de servicios sociales para atender las necesidades específicas de los más diversos grupos sociales: mujeres, personas con discapacidad, adultos mayores, niñas y niños, jóvenes, personas con adicciones, personas abandonadas, víctimas de la violencia familiar, personas con padecimientos siquiátricos.
Los anteriores son tan sólo algunos de los elementos que nos pueden orientar hacia construir una plataforma propia que no se limite a combatir los causas o los componentes periféricos de las actuales políticas, sino que nos permita construir un nuevo rumbo, imaginando un mundo posible en el que logremos que no sean, de nueva cuenta, los sectores populares quienes paguen el costo de la crisis, sino que encabecen su salida en la perspectiva de la ampliación de los derechos sociales y las libertades democráticas. Es hora de pensar la sociedad que queremos y podemos construir después del neoliberalismo.
(Este texto forma parte del libro, escrito por varios autores y coordinado por J. Boltvinik, titulado Para comprender la crisis capitalista actual, publicado en septiembre de 2010 por la editorial Fundación Heberto Castillo, A.C., México).
Pablo Yanes es miembro del consejo editorial de Sin Permiso, presidente de la sección mexicana de la Basic Income Earth Network (BIEN) y miembro de su comité ejecutivo internacional.