Traducido del inglés por S. Seguí
Mientras la mayoría de los comentaristas se ha centrado estos últimos meses en el militarismo de Estados Unidos e Israel en Oriente Próximo y Asia meridional, el capitalismo estadounidense está preparando una nueva ofensiva interior y exterior. El Gobierno Bush y sus aliados en el Congreso se han puesto como objetivo tres ámbitos concretos: i) avanzar en la privatización de la Seguridad Social; reducir programas sociales como Medicare y Medicaid (1) a la vez que se aumentan las cotizaciones de los beneficiarios; reducir todavía más los impuestos que gravan las corporaciones y a los ricos; y rebajar los controles reguladores estatales que afectan a las grandes empresas, en particular la Ley Sarbanes-Oxley, a fin de facilitar las transacciones financieras corporativas en todo el mundo, a expensas de los pequeños inversores; ii) dar un decidido impulso a las corporaciones transnacionales estadounidenses, para financiar la explotación y las adquisiciones en los «países emergentes» (Tercer Mundo), apropiándose para ello del ahorro local; y iii) realizar un esfuerzo de primer orden para rebajar las barreras al comercio y a las inversiones, como por ejemplo las subvenciones y los aranceles de otros países a los productos estadounidenses industriales, financieros, etc., manteniendo a la vez el lugar privilegiado de que gozan los agroexportadores estadounidenses, fuertemente subvencionados y protegidos en el mercado nacional.
La interrelación entre la construcción del imperio económico, tanto en términos de control de los mercados exteriores como de las empresas no estadounidenses, está vinculada estrechamente a las políticas interiores. La reducción de impuestos para las grandes empresas y los ricos incrementa el capital de exportación, a la vez que una Seguridad Social privatizada añade miles de millones de dólares a los beneficios de los bancos de inversión de Wall Street, y los recortes en los programas Medicare y Medicaid, y el incremento de la contribución de los beneficiarios en los pagos, proporciona un fondo mayor con el que pagar a los adinerados poseedores de bonos de emisión. El imperio crece a la vez que la economía social nacional se empobrece.
La construcción del imperio por medio del recorte de los derechos sociales
El nombramiento de Hank Paulson, ex consejero delegado de Goldman Sachs, principal banco de inversión de Wall Street, como titular del Departamento del Tesoro de Estados Unidos es un paso decisivo hacia la reanudación de la batalla de Wall Street por la privatización del programa multimillonario de la Seguridad Social.
Con Paulson como director de orquesta, el Congreso estadounidense finalizó su período de sesiones de verano suprimiendo el impuesto sobre bienes inmuebles (impuesto sobre la herencia) para todos los propietarios excepto los más ricos, y amplió una serie de ventajas fiscales de las empresas (Cf. Financial Times, 2.8.2006). Resulta evidente que la Secretaría del Tesoro participa en una estrategia consistente en provocar una crisis presupuestaria mediante las reducciones fiscales de los más ricos, de la que se culparía a la carga que impone la Seguridad Social y los programas médicos de los que dependen la clase media y la clase trabajadora.
En un alegato ante el Congreso coherente con su lealtad a Wall Street, Paulson exigió la «reforma» de todos los programas sociales públicos con el fin de evitar la amenaza del inminente déficit, a la vez que defendía la eliminación de los impuestos sobre la herencia en favor de los multimillonarios. Paulson recalcó que la insistencia en los fracasados intentos de Bush de privatizar la Seguridad Social «sería su prioridad dominante» (Cf. FT, 2.8.2006). Con su típico aplomo y sin que se le escapase la risa, Paulson instó al Congreso a «alzarse por encima de las diferencias bipartidistas» y transferir las cotizaciones de la Seguridad Social a los bancos de inversión de Wall Street. En una argumentación aún más extravagante, Paulson justificó sus recortes fiscales a favor de los ricos y el aumento de los pagos de pobres y retirados como un «problema demográfico». «La demografía no miente, ni es partidista. Si no abordamos el problema, estos programas obstaculizarán seriamente nuestra flexibilidad económica y socavarán nuestra competitividad» (Cf. FT, 2.8.2006). El problema no es demográfico ni de envejecimiento, sino que reside en los recortes a gran escala y largo plazo de los impuestos, que han reducido los ingresos estatales, y también en la utilización gubernamental de las contribuciones a la Seguridad Social con el fin de financiar los actuales déficits provocados por la reducción de los impuestos sobre la herencia, los ingresos altos, los beneficios del capital y otros impuestos progresivos. El discurso de Paulson en la Universidad de Columbia, en Nueva York, a comienzos de agosto coloca la privatización de la Seguridad Social de nuevo «firmemente en la agenda», y asegura que cuenta con todo el apoyo de Bush. Es evidente que Paulson ha «sacrificado» su salario multimillonario en Goldman Sachs y ha puesto «en fideicomiso» sus fortuna de varios cientos de millones de dólares en bonos y opciones sobre acciones no por obligación cívica sino para transferir miles de millones de dólares de las contribuciones de la Seguridad Social para que sean «gestionados», con unos lucrativos honorarios, por sus socios y colegas de Goldman Sachs, Citibank, JP Morgan y el resto de la pandilla.
Su decisión de «reformar» las asignaciones sociales de los pobres y los ancianos, con el fin de proporcionar flexibilidad y competitividad al big business significa básicamente una reducción de los desembolsos gubernamentales en beneficio de las clases media, trabajadora y baja, a fin de poder reducir aún más los impuestos del mundo de las grandes corporaciones e incrementar las subvenciones a los inversores y grandes operadores en el exterior. En este contexto, «flexibilidad» significa, potencialmente, un espacio más amplio para reducir los impuestos corporativos, o para transferir fondos de las asignaciones sociales a los pagos a favor de los poseedores de bonos. Probablemente, significa también aumentar las exigencias de la edad de jubilación y aumentar los costes del servicio médico.
Las limitaciones presupuestarias no tienen nada que ver con la demografía y sí mucho con la política fiscal. La «flexibilidad económica» puede conseguirse si las grandes empresas aceptan unas tasas menores de beneficio, si se hace hincapié en la inversión pública cuando la infraestructuras están deterioradas, si se reducen drásticamente unos gastos militares exorbitantes, y, sobre todo, si se hace cumplir la política fiscal por parte de los multimillonarios evasores de impuestos. Según un reciente estudio (Cf. FT, 2.8.2006), «los refugios fiscales abusivos están costando al Tesoro de EE UU entre 40.000 y 70.000 millones de dólares por año en impuestos no recaudados». Si a ello se añaden otros agujeros fiscales y los refugios fiscales menos «abusivos», podríamos llegar a unas cifras dos veces superiores a las citadas. Uno de los mayores evasores de impuestos descubiertos por los investigadores del Congreso es el multimillonario Haim Saban, presidente del Saban Capital Group, de Los Angeles, y destacado contribuyente a los comités de acción política israelíes que operan en EE UU, así como a otras numerosas obras de caridad judías. Un subcomité del Congreso lo ha acusado de «camuflar ad infinitum» 1.500 millones de dólares de beneficios de capital mediante el uso de inexistentes transacciones de valores bursátiles y falsas compañías establecidas en la isla de Man (Cf. FT, 2.8.2006). Otro magnate multimillonario, Robert Wood Johnson, heredero de la gran compañía de artículos de consumo Johnson & Johnson, ha sido acusado también de utilizar una sociedad de valores para fingir pérdidas mediante falsas ventas de acciones.
El problema de un inminente desastre presupuestario puede resolverse fácilmente potenciando por parte del Gobierno la normativa y las auditorías de los muy ricos, en lugar de hacerlo con los dos tercios inferiores de la población que paga impuestos. Siguiendo con su ofuscación en relación con la parte de los ingresos en el presupuesto, Paulson ha procedido a debilitar la reciente ampliación de la supervisión de las corporaciones transnacionales y ha hecho lo posible por que se rechace o se rebaje la Ley Sarbanes-Oxley, que impone importantes exigencias de información a estas empresas. Citando una vez más la necesidad de «alcanzar el equilibrio normativo correcto que nos permita ser competitivos», las presiones de Paulson al Congreso apuntan a una vuelta a los tiempos en que los consejeros delegados de empresas como Enron y WorldCom disfrutaban de libertad para manipular sus contabilidades y desplumar a sus inversores y empleados. Lo que resulta especialmente importante es la rápida y directa intervención de Paulson en respuesta a los líderes de los bancos de inversión, mostrando que actúa exactamente como uno de ellos.
Con Paulson como voz solista y creador de las políticas económicas del Gobierno Bush, la ofensiva tiene por objeto recortar los programas sociales, rebajar los impuestos y echar mano a los fondos de la Seguridad Social, a fin de reforzar la expansión del poder financiero estadounidense en el mundo, tanto mediante adquisiciones y fusiones como con un capital accionarial directo mayoritario.
El imperialismo económico: las víctimas financian su propia explotación
La nueva estrategia adoptada por las compañías transnacionales con el fin de adquirir empresas extranjeras y financiar sus inversiones en los mercados extranjeros se basa en los préstamos de los bancos locales. Este modus operandi tiene algunas ventajas evidentes, como por ejemplo la reducción de riesgos mediante la utilización del ahorro de otros países. Según el Financial Times, «muchos altos ejecutivos están intentando utilizar los mercados locales de capitales, en rápido proceso de maduración, de los países emergentes con el fin de financiar sus empresas filiales.» Al tomar préstamos en las monedas locales, las transnacionales pueden reducir su deuda en dólares y rebajar así los «riesgos por cambio de moneda extranjera». Las principales empresas financieras o no financieras de EE UU, como el Citigroup y General Electric, y otras como Volkswagen, Daimler-Chrysler y Kimberly-Clark toman préstamos «localmente», y con ello liberan capital para adquisiciones de empresas locales, tanto públicas como privadas. La búsqueda de financiación local ofrece a las transnacionales de vanguardia en la construcción del imperio una serie de ventajas: reducen la exposición accionarial de la empresa madre, transfiriendo el riesgo a los bancos e inversores locales; y reduce el riesgo de nacionalización, por cuanto la filial cuenta con poderosos poseedores locales de bonos, con influencia en los gobiernos respectivos, los cuales pueden ser renuentes a enfrentarse con ellos. Con la liberación de más capital en beneficio de las grandes empresas que les ofrece Paulson y la mayor libertad de que éstas gozan al tomar prestado sin riesgos en el Tercer Mundo, la construcción del imperio cuenta con la base material para avanzar con más flexibilidad y mayores ventajas competitivas.
El imperialismo comercial: el fracaso de Doha y el auge del mercantilismo
La mayor parte de los defensores del libre mercado culpan a EE UU del fracaso de las conversaciones sobre el comercio mundial conocidas como Ronda de Doha. Al margen de la retórica de Washington sobre «alcanzar un acuerdo mundial en materia de libre comercio en el marco de la actual Ronda de Doha», en la práctica EE UU persigue una política mercantilista de protección de sus productores locales, no competitivos, y de establecimiento de cuotas a las importaciones que puedan competir favorablemente con los productores locales. Washington subvenciona a sus grandes empresas agroexportadoras, a las que califica de «granjeros», a la vez que impone con avidez al resto del mundo, en particular los países asiáticos, africanos y latinoamericanos, una reducción de sus aranceles en las manufacturas, los servicios y la agricultura en favor de las competitivas corporaciones estadounidenses. El fracaso de Doha, a finales de julio de 2006, se ha atribuido casi unánimemente a EE UU, que insiste en que el resto del mundo debería reducir sus aranceles de importación de productos agrícolas a los productos estadounidenses, que reciben unos subsidios del orden de 19.000 millones de dólares sólo en 2005 (Cf. FT, 25.7.2006, p.1)
Hasta el neoliberal presidente de Brasil, Lula Da Silva, que comparte la posición estadounidense de reducción arancelaria para los productos agrícolas, denunció la intransigencia de EE UU en materia de subvenciones como causa del fracaso de las conversaciones comerciales. Las «reformas comerciales» que Washington presentó en Doha en 2006 incrementan en realidad el umbral de las subvenciones, altamente distorsionantes, hasta 3.500 millones de dólares más de los desembolsados en 2005 (Cf. FT, 24.7.2006, p.5). Las exigencias estadounidenses de saturar los mercados asiáticos del arroz, los africanos del algodón y los latinoamericanos de la soja con productos altamente subvencionados, con lo que se llevaría a la bancarrota a millones de campesinos del Tercer Mundo, enfrió el entusiasmo hasta de los más ardientes defensores tercermundistas de los «libres mercados». El ministro de Comercio de India, Kamal Nath, resumió certeramente el problema con estas palabras: «Los campesinos indios pueden competir con los campesinos estadounidenses, pero no con el Departamento del Tesoro de EE UU (Cf. FT, 24.7.2006, p.5). Los grandes socios comerciales de Washington en Brasil, India, China, Suráfrica y otros lugares han ofrecido reducir o suprimir los aranceles para los productos manufacturados, los servicios (entre otros los de alta y baja tecnología, y las empresas de la información), los sectores financiero y bancario, el comercio al por menor y al por mayor, los productos farmacéuticos, etc. a cambio de la supresión por parte de EE UU de sus cuotas y aranceles para los productos intensivos en trabajo, acero, textiles y otros bienes de consumo ligeros, y la supresión de sus multimillonarias subvenciones agrícolas. Washington ha rechazado un acuerdo de libre comercio recíproco y de ámbito mundial, y en su lugar busca acuerdos comerciales bilaterales con gobiernos satélites que estén dispuestos a sacrificar a los propios productores agrarios e industriales. Por ejemplo, Washington ha firmado acuerdos bilaterales de libre mercado con Chile y Perú, países en gran medida exportadores de minerales y materias primas; ha firmado un acuerdo de libre comercio en materia de frutos tropicales y café con países exportadores como los de América Central y Colombia, además de asignar a este último país 5.000 millones de dólares de ayuda militar en los últimos siete años. Uruguay, otro potencial socio librecambista, cuenta con poder vender más carne de vacuno y ovino, y lana, y recibir plantas productoras de papel altamente contaminantes. México es un socio clave en este «libre comercio», que proporciona una plataforma de mano de obra barata para las maquilas estadounidenses que reexportan a EE UU, y que ha exportado durante la última década 20 millones de trabajadores «temporales» de bajos salarios a EE UU. Además, México ha rebajado todas las barreras a las inversiones destinadas a la adquisición de empresas mexicanas de los sectores bancario, de transportes, comercio al por menor, comida rápida, telecomunicaciones y agroexportación, y ha abierto sus mercados a la entrada masiva de productos agrarios estadounidenses subvencionados.
Mientras formalmente sigue buscando un acuerdo comercial mundial, en la práctica Washington está estableciendo una serie de pactos comerciales y de inversión bilaterales que desarrollan el imperio económico estadounidense.
Modo económico y modo militar de construir el imperio
Mientras la atención del mundo se focaliza en gran medida en las intervenciones militares de Washington y en las violentas operaciones encubiertas, como signos más visibles de construcción de un imperio, se pasan por alto las estrategias en el propio país y fuera de él, mucho más exitosas, destinadas a potenciar el imperio económico estadounidenses. Existen pruebas tangibles de que los creadores de las políticas estadounidenses para Medio Oriente no tuvieron en cuenta los intereses de las principales corporaciones transnacionales a la hora de lanzar las guerras de Afganistán e Irak, y de dar respaldo a las invasiones israelíes de Gaza y Líbano. El papel predominante de los militaristas civiles (en su mayoría sionistas y funcionarios pro Israel en el seno del Gobierno) y del lobby judío, dotado de tantas cabezas, ha sido mucho más activo que el de los grandes empresarios petroleros o del complejo militar-industrial a la hora de diseñar, planificar y vender las guerras en serie contra los adversarios árabes y musulmanes de Israel. Las consecuencias adversas de estas guerras por delegación, en particular el alto precio del petróleo, han llevado con el tiempo a la economía estadounidense a una recesión. Para compensar los altos costes políticos y económicos incurridos como resultado de la expansión militar estadounidense y las negativas repercusiones que ya se reflejan en la economía, el Gobierno Bush ha pasado de los anteriores secretarios del Tesoro provenientes de la industria a un representante distinguido de Wall Street como Hank Paulson. La estrategia de éste es operar dentro de los parámetros establecidos por los neoconservadores y llevar a cabo decididamente medidas de cortes y recortes en las políticas sociales, incluyendo la privatización de la Seguridad Social. Ante una política de enormes y crecientes presupuestos militares y, a la vez, de masivas rebajas de impuestos para los ricos, la única opción para potenciar la expansión económica en el exterior es poner billones de dólares de los fondos de la Seguridad Social en manos de los operadores de Wall Street, recortar los fondos de los programas estatales Medicare y Medicaid, socavar la legislación corporativa para facilitar la «contabilidad imaginativa» y las transferencias al exterior, incitar a las compañías subsidiarias estadounidenses en el exterior a explotar el ahorro local, e impulsar acuerdos comerciales bilaterales de cariz neomercantilista que permitan a los subvencionados exportadores e inversores tomar a su cargo las economías de los países satélites.
Se plantea la pregunta de si Paulson, que es, como decimos, el asesor económico más cercano a George W. Bush, conseguirá su objetivo de expandir el imperio económico mientras el Pentágono y el Departamento de Estado se dedican a sus guerras. Hay varias razones que invitan a dudar de su éxito. Los anteriores intentos de Bush de privatizar la Seguridad Social fracasaron. Si bien la inmensa mayoría de los ciudadanos estadounidenses se opone abiertamente a la privatización, Paulson va a desarrollar un proceso gradual que le permita alcanzar una coalición «bipartidista», especialmente cuando la crisis fiscal resultante de la recesión llegue a rebajar los ingresos por impuestos y aumente el volumen de las voces que exigen «hacer algo» con los derechos sociales adquiridos, por ejemplo recortarlos. La vía de los acuerdos comerciales bilaterales seguirá transitándose, pero no es de esperar que vaya más allá de algunos Estados satélites, especialmente en América Latina, debido a la presión de las masas, la oposición de Venezuela y la naturaleza no recíproca de las reformas liberales de EE UU (el mantenimiento de las subvenciones agrarias). Si las guerras de Oriente Próximo siguen erosionando el respaldo político de que dispone el Gobierno de Bush, la capacidad de Paulson de desarrollar políticas sociales regresivas se reducirá. Es difícil imaginar, incluso para la población de EE UU, que ésta apoye la privatización de la Seguridad Social, los recortes en Medicaid, un número creciente de bajas en Irak y Afganistán y un aislamiento diplomático mundial como resultado de su apoyo a la máquina de guerra de Israel. Podría pensarse que los partidarios de la construcción del imperio económico lleguen a desplazar, en su momento, a los civiles militaristas y los defensores a ultranza de Israel, y establezcan un nuevo cóctel ideológico compuesto por nacionalismo interior y expansionismo económico exterior. No obstante, esto es poco probable que suceda bajo la atenta mirada de Paulson, precisamente por sus vínculos con Wall Street, campeón por excelencia de los movimientos internacionales de capital, y que vería con seria preocupación cualquier variante de «nacionalismo» que pudiera provocar efectos de imitación en el exterior.
El éxito o el fracaso de Paulson en la aplicación de su reaccionaria agenda destinada a alimentar el imperio económico dependerá en gran medida del grado de movilización de la mayoría pasiva y el grado de resistencia popular en Oriente Próximo: ambos factores pueden, conjuntamente, socavar la capacidad de Paulson de crear una coalición bipartidista de construcción de imperio.
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(1) Medicare y Medicaid: programas públicos de seguro médico, de ámbito estatal y federal, destinados generalmente a los ancianos, familias sin recursos y discapacitados.