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Hay que acabar con los experimentos sociales con los pobres

Fuentes: Sin permiso

Mi primer contacto con la renta básica fue hace 8 años, en mayo de 2012, cuando nos acercábamos a la supuesta hecatombe de los mercados financieros, que ya no compraban deuda pública española y estábamos a punto de ser rescatados. Mientras, las políticas de austeridad “expansiva” del PSOE primero y del PP estaban ya obteniendo sus resultados: 5,7 millones de parados oficiales que en realidad eran más 9 si añadíamos el millón de emigrantes retornados o que se habían ido, el incremento del trabajo a tiempo parcial no deseado y los parados desanimados que ya se autodescartaban como buscadores de empleo en las encuestas. Se habían perdido 3 millones de puestos de trabajo desde el 2007, y aún se perdería casi un millón más hasta finales del 2013. 

En mi grupo de decrecimiento y ecosocialista tratábamos de reflexionar sobre cuál había de ser una salida socialmente justa y sostenible ecológicamente a la crisis. Teníamos claro que reactivar la economía volviendo a generar una burbuja inmobiliaria era no solo imposible sino también  indeseable. Y también que ya percibíamos que la devaluación competitiva salarial a la que nos obligaba nuestra pertenencia a la zona euro estaba consiguiendo en tiempo récord cuadrar las cuentas exteriores, a la vez que provocaba desplomes en los sueldos, sobre todo entre los jóvenes, y la aparición de un nuevo concepto en el vocabulario de la vulnerabilidad: los trabajadores pobres, mientras a la vez pasábamos del mileurismo al ochocientos-o-menos-eurismo.

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