Débora Maria Silva se enteró por la radio de que habían matado a su hijo. Ella ya se lo barruntaba: aquel domingo, Día de la Madre y cumpleaños de Débora, le pidió precaución a Rogério, de 29 años, padre de un niño de 3. Él la tranquilizó, aunque la calle estaba brava, en Santos como […]
Débora Maria Silva se enteró por la radio de que habían matado a su hijo. Ella ya se lo barruntaba: aquel domingo, Día de la Madre y cumpleaños de Débora, le pidió precaución a Rogério, de 29 años, padre de un niño de 3. Él la tranquilizó, aunque la calle estaba brava, en Santos como en todo el estado de San Pablo, desde que la organización criminal más poderosa del país, el Primeiro Comando da Capital (PCC),** había decretado la guerra a las autoridades, sacado a sus hombres a las calles y ordenado matar policías, atacar comisarías y quemar autobuses. El estado respondió con mano dura y lógica militar: en ocho días, la Policía Militar (PM) mató a cerca de 500 jóvenes en favelas y periferias. Seis años después, nadie pagó por los crímenes de mayo de 2006.
Después de aquella fatídica mañana, Débora se convirtió en una zombi. Dejó de comer. La hospitalizaron. Un día despertó. La ira se había transformado en furiosa indignación. Así que salió a la calle y buscó, una por una, a las madres de las víctimas de aquellas ejecuciones. Desde entonces, las Madres de Mayo pelean no sólo por la investigación de aquella masacre, sino por el fin de la violencia estatal contra la población pobre.
La defensora pública, Daniela Skromov, señaló que la policía, y muy especialmente la PM, es responsable del 20 por ciento de los homicidios en San Pablo. Las fuerzas del estado de San Pablo cercenan cada año entre 500 y 600 vidas. El goteo de muertes se convirtió en cotidianidad para esta megalópolis de 20 millones de habitantes. Pero, de vez en cuando, la violencia repunta y vuelve a los quioscos de la Avenida Paulista.
Entre los meses de junio y julio pasados se registraron 586 homicidios dolosos en la capital paulista, 22 por ciento más que en el primer semestre de 2011. Esas cifras no incluyen la letalidad policial: según la Secretaría de Seguridad de San Pablo, en ese primer semestre se produjeron 283 muertes a manos de la PM y, muy especialmente, de las Rondas Ostensivas Tobias de Aguiar (Rota), una tropa de elite surgida durante la dictadura militar y muy temida en la periferia paulista por su letalidad. Movimientos sociales y asociaciones vecinales contabilizan más de 200 casos apenas en los meses de junio y julio.
Según la versión más difundida por la prensa paulista, esta ola de violencia se desató después de que, el 28 de mayo, agentes de la rota matasen a cinco criminales pertenecientes al PCC. Algunos investigadores, como la socióloga Camila Nunes Dias, apuntan a que el detonante podría ser el traslado de algunos presos del PCC a cárceles del temido Régimen Disciplinar Diferenciado. Como en 2006, el PCC decretó ataques contra policías y comisarías y quema de autobuses. También como hace seis años, el Estado respondió recrudeciendo la represión contra la población pobre y periférica.
En 2006 el PCC demostró que, si quería, podía paralizar la mayor urbe de América del Sur. Nunca quedó claro cómo consiguió el Estado poner fin a los ataques; la hipótesis más aceptada por los expertos es que aquellas negociaciones terminaron de configurar ese delicado equilibrio de fuerzas entre el mundo del crimen y las fuerzas del Estado que rige en San Pablo. Eso se extrae de la tesis de Nunes Dias sobre la pacificación de la ciudad, que en los últimos 15 años experimentó un notable descenso en las tasas de homicidio.
«Las policías siempre se relacionaron con los mercados criminales», señala la abogada y socióloga Alessandra Teixeira. El estudio «San Pablo bajo extorsión» evidenció que el detonante de los ataques de 2006 fue la extorsión de la policía al líder del PCC, Marcos Camacho, alias «Marcola». Lo cierto es que la propia existencia de la facción no se explica sin la corrupción de policías, funcionarios y delegados de prisiones. Débora Silva desafía: «El crimen organizado nació de dentro hacia afuera del Estado, no al revés».
Policía racista y letal. Pequeños y grandes acuerdos sustentan las imbricadas relaciones entre policías y criminales, pero ese equilibrio es extremadamente frágil. De vez en cuando se rompe, como sucedió en Carandirú en 1992, en Castelinho en 2002, en la capital paulista en 2006, en Osasco en 2010, o ahora. Cuando así ocurre, quien sale perdiendo es invariablemente la población pobre y negra de las periferias, y fundamentalmente los varones jóvenes. Porque el sesgo de la letalidad policial es racista y de clase. «El ‘dispara primero y pregunta después’ siempre fue la marca de nuestra policía, y siempre tuvo como objetivo privilegiado a los negros (pretos), pobres y periféricos. 3 P: esa es la sigla de nuestra política de exterminio», sostiene el antropólogo Adalton Marques.
Con poquísimas excepciones, las muertes provocadas por la PM son archivadas sin más como «resistencia seguida de muerte» o «autos de resistencia», esto es, como supuesta defensa propia de los agentes durante la confrontación con los delincuentes.
La defensora pública ha denunciado la inconsistencia de las pruebas que sustentan que esas muertes sean efectivamente resultado de enfrentamientos con la policía. El fin de este tipo de registros fue una de las propuestas surgida de una audiencia pública que reunió el 26 de julio a instituciones gubernamentales y movimientos sociales.
Otra de las demandas de los movimientos sociales es la desmilitarización de la policía, que también sugirió al gobierno brasileño la ONU tras una reciente visita. Sin embargo, por el momento la PM va ganando terreno en San Pablo, no sólo patrullando las calles -hay más de 100 mil agentes de la PM frente a unos 30 mil de la Policía Civil-, sino también en la organización política de los municipios: en San Pablo, coroneles de la PM están presentes en 30 de las 31 subprefecturas.
Los militares «se apropian de momentos como el actual para legitimar su actuación violenta y extralegal», recuerda Alessandra Teixeira. Y, con la inestimable ayuda de los grandes medios de comunicación, que asumen en sus titulares la tesis de que las víctimas son delincuentes y eluden contextualizar esas muertes, se instala en la sociedad una visión que acepta la brutalidad policial como garantía de su seguridad y «da una carta blanca, aceptación y legitimación de esa violencia», en palabras de Teixeira.
El Estado, antes que combatir este tipo de violencia, la alienta. En un año electoral, el gobierno conservador enarbola la política de la «tolerancia cero» contra la delincuencia. El comandante de la PM, teniente-coronel Salvador Modesto Madia, afirmó por su parte que no le importan los números de letalidad policial, sino «su legalidad». Cabe recordar que Madia es apuntado como responsable de más de 70 muertes en la masacre de Carandirú, de 1992.
Grupos de exterminio Débora y Danilo César, del Movimiento Madres de Mayo, denuncian que si bien la violencia policial siempre existió en las favelas y periferias de San Pablo, recrudeció a partir de 2006.
El asesinato es el extremo de una política de control y sometimiento de las periferias que inunda la vida diaria de los vecinos de los barrios pobres: extorsiones a comerciantes, abordajes policiales arbitrarios e irrespetuosos, toques de queda ordenados por la policía y los grupos paraestatales. Poblaciones como Osasco, Sapopemba, Capão Redondo o la Baixada Santista viven en permanente estado de excepción.
La extorsión está «incrustada en el orden de cosas» de la periferia paulista. Los llamados «grupos de exterminio», formados por agentes o ex agentes de los cuerpos armados del estado, siembran el pánico y compran lealtades en las comunidades pobres.
Las Madres de Mayo, así como la ONU y Amnistía Internacional, llevan tiempo alertando sobre el fortalecimiento de estos grupos. «El gobierno se acomodó en el discurso de que estas bandas están formadas por el crimen organizado, pero no es cierto: las conforman agentes del Estado», denuncia Débora Silva. Por eso ella prefiere hablar de milicias, como se denominó en Rio de Janeiro a la evolución de esos grupos de exterminio, cada vez más organizados y poderosos, y también cada vez más imbricados con los intereses de la clase política y empresarial.
Higienización de la pobreza
Para Danilo y Débora, la truculencia policial y la ascensión de los grupos de exterminio responden a la misma lógica que la política de encarcelamiento en masa -hay 500 mil presos en Brasil, y la cifra no deja de crecer- y que los desalojos de favelas, cada vez más habituales en el Brasil que acogerá al mundial de fútbol de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016. «Es una política de exterminio, de higienización y criminalización de la pobreza», denuncia Danilo.
La ciudad de San Pablo vivió recientemente otros episodios de «higienización de la pobreza», como el brutal desalojo de la favela de Pinheirinho y la expulsión de los sin techo y de los drogadictos de barrios del centro como Santa Ifigênia. En un contexto de boom inmobiliario, con los megaeventos deportivos a la vuelta de la esquina y la necesidad de mostrarle al mundo una ciudad limpia y segura, los intereses especulativos expulsan a los pobres cada vez más lejos.
«Hay una guerra no declarada, y es una guerra de clases», puntualiza Débora Silva. «No es algo de San Pablo ni de Rio: es de todo Brasil. El país está a punto de estallar. El modelo no aguanta más, y no sabemos muy bien cuándo ni cómo, pero sabemos que va a explotar», añade Débora.
Los millones de personas que habitan las favelas y periferias de las grandes ciudades, como los campesinos sin tierra, como los indígenas, son prescindibles para el modelo económico que ha elevado a la economía brasileña a los primeros puestos del ranking mundial. Sobran.
Nazaret Castro es periodista brasileña, colaboradora del diario El Mundo de Madrid y de Le Monde Diplomatique, entre otras publicaciones.
** Según diferentes investigaciones estatales el PCC podría contar con 200 mil miembros.
Fuente original: http://www.brecha.com.uy/