Los alemanes acaban de descubrir en estos días que los paraísos que más valoran sus millonarios no se encuentran en playas remotas y solitarias sino muy cerca de casa, en la casi vecina Liechtenstein. En estos tiempos en los que el turismo se ha convertido en una actividad de masas y está al alcance de […]
Los alemanes acaban de descubrir en estos días que los paraísos que más valoran sus millonarios no se encuentran en playas remotas y solitarias sino muy cerca de casa, en la casi vecina Liechtenstein.
En estos tiempos en los que el turismo se ha convertido en una actividad de masas y está al alcance de casi cualquiera, el rasgo de distinción en la elección de los destinos ya no está marcado por la transparencia de las aguas, el color de la arena o las horas de sol en los que uno puede tumbarse a la bartola y dedicarse a beber caipiriñas, por ejemplo. ¡Qué atrás han quedado esos tiempos!
Hoy en día, la selección de un paraíso se realiza por la opacidad de las cuentas financieras que puedes abrir en cualquiera de las decenas de entidades bancarias que pueblan sus calles; por el fundamentalismo con el que los gobiernos de turno defienden el secreto bancario y lo justifican recurriendo al derecho a la intimidad y a la propiedad privada; o por la implicación que sus autoridades -y si son monarquías mucho mejor (ya se sabe que hay una acumulación de capital humano en esas familias y sobre estos temas que no puede ser desechada)-, en los negocios financieros más turbios.
Así que los alemanes andan revueltos porque acaban de descubrir que sus austeros millonarios, esos que dicen haber basado su fortuna en el esfuerzo cotidiano y la aplicación espartana de principios calvinistas, prefieren los paraísos fiscales a otro tipo de paraísos terrenales.
Tal es así que su ministro de Economía, Michael Glos, se muestra más que apenado por la erosión que estos casos ejercen sobre la «credibilidad de la economía social de mercado». Mientras que, por su parte, el presidente de la socialdemocracia alemana, Kurt Beck, iba aún más allá en las muestras públicas de su ingenuidad y afirmaba que lo ocurrido le «deja boquiabierto. Gente que gana millones y no tienen suficiente. Es un caso escandaloso de avaricia». Tal cual lo acaban de leer.
Esta última declaración, y permítanme seguir con el tono irónico, me parece excesiva. Llamar avariciosos a quienes, simplemente, han interiorizado y aplicado hasta sus últimas consecuencias el espíritu del capitalismo que el propio señor Beck defiende no es de recibo.
Y mucho menos lo es cuando ni desde Alemania ni desde el resto de la Unión Europea se ha hecho nunca nada por eliminar la condición de paraíso fiscal de Liechtenstein, entre otros de los que por aquí se encuentran, más cerca que lejos.
Afirmar ahora que sus millonarios son unos avariciosos es un acto de cinismo que se vuelve hasta injusto contra esos ciudadanos. Ellos sólo tomaron lo que otros le acercaron y, aunque no voy a negar que la responsabilidad personal es determinante, no lo es menos la de quienes les facilitaban las cosas hasta esos extremos. Porque las preguntas que creo que deberían hacerse los mismos que ahora se rasgan las vestiduras demonizando a los pobres millonarios alemanes (y disculpen el fácil oxímoron) son, entre otras, ¿de qué están realmente sorprendidos? ¿De que sus millonarios sean avariciosos o de que Liechtenstein sea un paraíso fiscal? Porque, en este segundo caso, ¿a qué creían que se dedican los ciudadanos de Liechtenstein? ¿De dónde proviene el producto interior bruto del sexto país más pequeño del mundo? ¿De la agricultura extensiva? ¿De la cría de ganado en sus verdes pastos? ¿De la explotación de sus archiconocidos campos petrolíferos?
Por favor, un poquito menos de doble moral y algo más de vergüenza torera no hubieran estado nada mal por parte de las autoridades alemanas.
Ven, de eso último los españoles podríamos haberle dado alguna clase a los alemanes y se hubieran podido ahorrar esa conmoción en la que ahora dicen que se encuentran.
Y me permito la arrogancia de decir que podríamos enseñarle algo a los alemanes porque los empresarios españoles, con la aquiescencia de las autoridades públicas, conviven tan ricamente con otro paraíso fiscal, Gibraltar, y aquí nadie se queja ni de que tiemble la economía social de mercado ni que quienes defraudan al fisco sean unos avariciosos. ¿Será porque Spain sigue siendo different?
Alberto Montero Soler ([email protected]) es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga y miembro de la Fundación CEPS. Puedes ver otros escritos suyos en su blog «La otra economía».