En 1499, en vísperas de un nuevo siglo, el cura holandés Gerardo Prael, viajó a Londres donde halló un nuevo amigo. Prael no se sentía muy cómodo en aquel país del cual hacía frecuentes críticas: le disgustaban las costumbres bárbaras, la cerveza, el clima, pero halló, en cambio, en su inteligente interlocutor, motivos para conversar […]
En 1499, en vísperas de un nuevo siglo, el cura holandés Gerardo Prael, viajó a Londres donde halló un nuevo amigo. Prael no se sentía muy cómodo en aquel país del cual hacía frecuentes críticas: le disgustaban las costumbres bárbaras, la cerveza, el clima, pero halló, en cambio, en su inteligente interlocutor, motivos para conversar junto al fuego en largos diálogos de interpretación de la condición humana. Disponían de abundantes temas para intercambiar, los tiempos eran turbulentos y grávidos. Colón recién había desembarcado en un nuevo continente, los turcos tomaron Constantinopla y concluyó el Imperio Bizantino, la imprenta comenzaba a diseminar el conocimiento.
Prael había cambiado su nombre, un tiempo atrás, por el de Erasmo Desiderio y fue conocido por sus contemporáneos, cuando creció su prestigio, como Erasmo de Rotterdam. Su amigo se llamaba Tomás Moro y había sido Canciller de Inglaterra. Erasmo se dolía de la insensatez de los hombres y escribió en su célebre «Elogio de la Locura»: «…cuántas calamidades afligen a la vida humana, cuán mísero y cuán sórdido es su nacimiento, cuán trabajosa la crianza, a cuántos sinsabores está expuesta la infancia, a cuántos sudores sujeta la juventud, cuán molesta es la vejez, cuán dura la inexorabilidad de la muerte, cuán perniciosas son las legiones de enfermedades, cuántos peligros son inminentes, cuántos disgustos se infiltran en la vida, cuán teñido de hiel está todo, para no recordar los males que los hombres se infieren entre sí, como, por ejemplo, la miseria, la cárcel, la deshonra, la vergüenza, los tormentos, las insidias, la traición, los insultos, los pleitos y los fraudes. Pero estoy pretendiendo contar las arenas del mar…»
Tomás Moro, por su parte, llegó a conclusiones muy perturbadoras para su tiempo. Dijo que donde existiera el dinero como principal medida de la virtud sería difícil que los gobiernos actuasen correctamente y no podría existir la justicia. «Estoy absolutamente persuadido -escribió-, de que si no se suprime la propiedad, no es posible distribuir las cosas con un criterio equitativo y justo, ni proceder acertadamente en las cosas humanas. Pues, mientras exista, ha de perdurar entre la mayor y mejor parte de los hombres la angustia y la inevitable carga de la pobreza y de las calamidades…»
Publicó estas palabras en un libro al que tituló «Utopía», tal como había bautizado a una isla mítica donde existiría una comunidad ideal, una «república en óptimo estado», que era su título original en latín. Tomás Moro fue decapitado por no obedecer sumisamente los dictados de su rey y Erasmo continuó luchando contra el oscurantismo, la ignorancia y los prejuicios, lo cual le acarreó abundantes sinsabores, pero las ideas de ambos siguieron discutiéndose y dieron lugar a numerosas especulaciones y proyectos. Hasta el día de hoy, la obtención de la Utopía, el sueño de Moro, no ha desaparecido como motor de la actividad humana. Se reavivó en las teorías de Karl Marx que cobraron vigencia en el estado más atrasado de Europa, el Imperio Ruso, pero sus intérpretes ahogaron la intención original.
En la Declaración de Independencia de las Trece Colonias, originalmente redactada por Thomas Jefferson, se afirma que todos los hombres son creados iguales y se habla de tres derechos primordiales: a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad. Para Jefferson la humanidad no debía ser comprendida como una unidad sino como una suma de individuos, como unidades independientes que debían formarse y desarrollarse autónomamente.
En su búsqueda de los resortes de la democracia en América, Alexis de Tocqueville explicó, en 1840, la diferencia entre egoísmo e individualismo. El egoísmo es el amor exagerado de uno mismo, un sentimiento de aislamiento individual, pero el individualismo es democrático e implica creatividad. En tiempos democráticos, se decía, es sana la orgullosa auto confianza individual y la independencia mental para evitar que se ahogue al individuo.
Tocqueville estimaba que la declinación del individualismo creaba un vacío social y político que la burocracia corría a llenar. Alain Touraine definió la democracia como el sistema que trata de:» conciliar la mayor diversidad posible con la participación del mayor número.» Las dos palabras clave son: «diversidad» y «participación».
Las preguntas que muchos se repiten son: ¿se han esfumado para siempre las posibilidades de la utopía social? ¿Pudiera surgir un sistema que una la equitativa distribución de la riqueza con eficiencia administrativa? ¿Cuánto durará la transición entre la desilusión con el fallido intento soviético y una nueva desesperación de los marginados? ¿Cuánto habrá que esperar para que se disipe el humo de los escombros recién desplomados?