Dediqué el artículo de la semana pasada a hacerme eco de un mensaje lanzado desde los ángulos más diversos y recogido en la totalidad de los medios, el recuerdo del comienzo de la crisis, allá por agosto de 2007, hace exactamente una década. Pretendí mostrar cómo todos estos discursos transmitían una opinión parcial e incompleta […]
Dediqué el artículo de la semana pasada a hacerme eco de un mensaje lanzado desde los ángulos más diversos y recogido en la totalidad de los medios, el recuerdo del comienzo de la crisis, allá por agosto de 2007, hace exactamente una década. Pretendí mostrar cómo todos estos discursos transmitían una opinión parcial e incompleta acerca de la gran recesión ignorando su causa última; y al final de mi argumentación dejaba para otro artículo ocuparme de la segunda parte del mensaje, consistente en la tajante aseveración de que la crisis ha llegado a su final en España y en toda Europa. Así lo manifestaba la propia Comisión en una rueda de prensa, en la que tanto el vicepresidente, Valdis Dombrovskis, responsable del euro y del diálogo social, como el comisario Pierre Moscovici, responsable de asuntos económicos y financieros, aseguraban que diez años después del comienzo de la crisis mundial la recuperación de la economía europea se ha consolidado plenamente.
Esta aseveración puede ser cierta en un sentido más bien reduccionista y simple, entendiendo que la crisis se ha superado por el simple hecho de que las tasas de crecimiento en todos los países se sitúen en cifras positivas. De acuerdo con esta interpretación, los datos no dejan lugar a dudas. La semana pasada Eurostat publicó las cifras macroeconómicas correspondientes al segundo trimestre para toda la Unión Europa (UE), según las cuales la Eurozona en su conjunto está creciendo al 2,2% en tasas interanuales. Hasta Francia e Italia, que últimamente se encontraban en una situación más delicada, se apuntan también al crecimiento. Solo Grecia permanece en tasas negativas. Por el contrario, España, con el 3,1%, se sitúa muy por encima de casi todos los países, exceptuando a Polonia, República Checa, Rumanía o Letonia, con tasas por encima del 4%, y que son las que empujan hacia arriba la media.
Pero no todo es el PIB, sobre todo si se le considera puntualmente en un periodo concreto. Malamente se puede afirmar que se ha superado la crisis cuando no se han corregido aquellas variables y hechos que la originaron, comenzando por lo que constituye el cáncer de la Unión Monetaria (UM): la fuerza centrifuga que incrementa poco a poco la divergencia entre sus miembros. Alemania y algunas otras naciones económicamente satélites, sí pueden afirmar que están bastante mejor que cuando se inició la crisis, pero no los países del Sur como Portugal, España, Italia, no digamos Grecia, e incluso Francia.
La aseveración anterior se confirma de manera clara si comparamos el lugar que la renta per cápita de los distintos países ocupaba y ocupa respecto a la media de la de Europa de los 15, en 2007 y en 2016. Alemania pasa de representar el 104,7% al 113,9%; mientras que Italia desciende del 95,6% al 88,7%, España del 92,2% al 84,4% y Grecia se desploma del 82,9% al 62,2%. Estos datos tienen su lógica traducción en las tasas de paro. Alemania desciende del 8,6 al 4,1%, mientras que el desempleo se incrementa en España desde el 8,2% de la población activa al 19,6; en Italia del 6,1% al 11,7 y en Grecia del 8,4 al 23.6%.
En esta década ominosa, no solo es la desigualdad entre los países la que se ha incrementado, sino también las diferencias dentro de los propios Estados. Por ejemplo en España, los salarios -tanto los privados como los públicos- han perdido poder adquisitivo y están muy lejos de encontrarse a los niveles del comienzo de la crisis, de manera que si entonces la pobreza se centraba exclusivamente en los parados o pensionistas, hoy afecta también a muchos de los que disponen de un trabajo. Ha sido el propio presidente del Banco Central Europeo (BCE) el que hace poco manifestó que la recuperación no había llegado a los sueldos. Tampoco las prestaciones y los servicios públicos han retornado a los niveles de hace diez años. No se han corregido muchos de los ajustes aplicados que, lógicamente, han afectado en mayor medida a las rentas bajas.
No se puede afirmar que se ha superado la crisis cuando se mantienen los mismos desequilibrios y contradicciones que la han causado. Es más, algunos factores como el endeudamiento han empeorado. El hecho de que casi todos los países miembros poco a poco se hayan ido situando en tasas de crecimiento positivas se debe, por una parte, a un factor extrínseco a la Unión Monetaria, el descenso del precio del petróleo, y, por otra, a la actuación -aunque tardía- del BCE y a la política por él aplicada de bajos tipos de interés y expansión cuantitativa, política que no puede durar indefinidamente. La pregunta que, quiérase o no, surge es qué puede ocurrir cuando el BCE vaya retirando poco a poco las ayudas instrumentadas.
Hay, además, una razón adicional y de gran importancia para que países como Portugal y España hayan abandonado el espacio de tasas negativas del PIB y es que han corregido el desequilibrio fundamental que los tenía postrados y encerrados en una especie de ratonera, el saldo del sector exterior. En España en 2008 el déficit de la balanza por cuenta corriente se elevaba al 9,6% del PIB, cifra inquietante que, con el consecuente endeudamiento exterior, nos había precipitado a la recesión y nos mantenía atados a ella. La «conditio sine qua non» para el despegue económico consistía en cerrar este desfase entre importaciones y exportaciones. En condiciones normales, la solución pasaba por la depreciación de la moneda, como así de hecho había ocurrido en las otras muchas ocasiones que a lo largo del tiempo el déficit exterior (mucho más reducido que el de 2008) había estrangulado la economía española. Este camino en las circunstancias actuales estaba vedado al pertenecer España a la UM. Las autoridades económicas nacionales e internacionales señalaban una única salida, lo que se ha dado en llamar devaluación interna.
La devaluación interna persigue alcanzar los mismos efectos que la depreciación del tipo de cambio con la diferencia de que lo hace por un camino indirecto mucho más alambicado e injusto. Consiste en conceder todo tipo de ventajas a los empresarios con la finalidad de conseguir que los precios internos se reduzcan con respecto a los precios exteriores. Para ello persigue, por una parte, deprimir los salarios y, por otra, minorar la cargas sociales y fiscales a las empresas. Este fue uno de los motivos por los que algunos estuvimos en contra de la UM desde sus inicios. Preveíamos que en cuanto comenzasen las dificultades, que sin duda iban a surgir, el ajuste recaería sobre los trabajadores, y que la imposibilidad de devaluar la divisa, unida a la libre circulación de capitales, constituiría un arma letal en contra del Estado social y de los derechos laborales.
Tengo que reconocer que cuando Europa y el Gobierno la plantearon, al margen de su valoración social y ética, albergaba muchas dudas de que la devaluación interior consiguiese su objetivo, al menos en la cuantía necesaria. Dado que nos movemos en una economía de mercado -en la que, por supuesto, los precios no pueden ser intervenidos ni limitados los beneficios de los empresarios-, temía que la disminución de los salarios se tradujese en un incremento del excedente empresarial en lugar de trasladarse a los precios. Desde luego, este efecto se ha producido en la realidad, pero el ajuste ha sido tan brutal, y la reducción de la retribución de los trabajadores tan cuantiosa que, a pesar de la modificación de la redistribución de la renta en contra de los trabajadores y a favor de los empresarios, los precios interiores han descendido en la cuantía suficiente para equilibrar el saldo del sector exterior.
Resulta casi increíble que la economía española haya pasado de un déficit en la balanza por cuenta corriente del 9,6 en 2008 a un superávit del 1,9% en 2016. Bien es verdad que en este ajuste han colaborado el descenso del precio del petróleo y los bajos tipos de interés, que han reducido la carga financiera frente al exterior, pero resulta innegable que la devaluación interna y los recortes presupuestarios han ocupado un lugar transcendental en el cierre de la brecha que existía en la balanza de pagos y con ello en la superación de las tasas negativas del PIB y en la creación de empleo. Lo evidente conviene no negarlo.
Esta evidencia deberían tenerla en cuenta tanto el Gobierno como sus críticos. El primero para relativizar los éxitos económicos de los que se ufana, pues este crecimiento económico se esta logrando a base de someter a la sociedad a una cura de caballo, con recortes significativos en el gasto público y una depresión muy elevada en el nivel salarial. Se está pagando un precio muy alto, principalmente por parte de las clases bajas, quebranto que están aún muy lejos de superar; es más, la probabilidad de poder resarcirse en el futuro es muy escasa, ya que precisamente la recuperación económica, ante la imposibilidad de devaluar la moneda, está basada en una política deflacionista. ¿Merece la pena? ¿Podemos afirmar que se ha superado la crisis? Los críticos del Gobierno, pero defensores de la UM, tendrán que tener sumo cuidado en no incurrir en contradicción. Cuando se quejan de que la recuperación económica no ha llegado a todo el mundo deberían preguntarse si bajo las coordenadas en las que se ha construido la moneda única, el crecimiento económico no se fundamenta obligatoriamente en la desigualdad, tanto interterritorial como personal.
La devaluación monetaria distribuye el coste de forma igualitaria, modifica únicamente la relación de precios interiores frente a los exteriores, pero deja intactos los precios relativos (incluyendo los salarios) en el interior. Todos se empobrecen en la misma medida frente al exterior, pero no experimentan ningún cambio relativo en su capacidad económica respecto a los otros agentes internos. La deflación competitiva, por el contrario, resulta totalmente injusta, ya que distribuye el coste de una manera desigual y caótica: afectará exclusivamente a los salarios y a aquellos empresarios, principalmente los pequeños y que carezcan de defensa, mientras que las grandes empresas que actúan en sectores donde la competencia no existe, no solo no asumirán coste alguno sino que incluso verán incrementar sus beneficios. Tampoco todos los salarios se comportarán de la misma manera ni se reducirán en la misma cuantía.
Las dudas acerca de que sea cierta la afirmación de que hemos salido de la crisis surgen además en las incertidumbres y desequilibrios que subsisten para el futuro. Si la casi totalidad de los países del Sur han corregido su déficit exterior, no así Alemania que lejos de reducir su superávit lo ha incrementado (8,5% en 2016), ni Holanda que aunque lo ha minorado algo, continúa manteniéndolo a un nivel muy elevado (7,9% en 2016). Es decir, el ajuste ha recaído exclusivamente sobre los países deudores sin que los acreedores hayan hecho el mínimo esfuerzo para corregir el desequilibrio en el sector exterior, y todo indica que Alemania -que es la protagonista principal- no piensa dar marcha atrás en esta política de cara al futuro, lo que siembra toda clase de nubarrones sobre la Eurozona.
En estos mismos días, el presidente del BCE manifestaba su preocupación por que la cotización del euro era excesivamente alta y, además, mostraba una elevada resistencia al descenso. ¿Podría ser de otra forma cuando la primera economía de la Eurozona presenta un superávit de su balanza de pagos por cuenta corriente cercano al 9%? El problema del BCE es que tendría que instrumentar dos políticas monetarias, una para el Norte y otra para el Sur, lo que es radicalmente imposible.
De momento, la economía española ha abandonado el espacio de la recesión y se ha adentrado en tasas positivas del PIB. ¿Pero a qué coste y con qué secuelas? ¿Qué ocurrirá cuando el precio del petróleo se eleve o el BCE cambie de política monetaria y suban los tipos de interés?, ¿qué sucederá si vuelven a presentarse choques asimétricos?, ¿y qué acontecerá si la balanza de pagos comienza a resentirse y retorna de nuevo a cifras negativas? En la actualidad, nuestra capacidad para incrementar el endeudamiento exterior es nula. ¿Deberemos mantener, en consecuencia, una política deflacionista permanentemente? No, la crisis, la verdadera crisis, la que se deriva de la pertenencia a la Unión Monetaria, no se ha superado ni se superará mientras se permanezca en ella.
Fuente: https://www.republica.com/contrapunto/2017/08/24/hemos-salido-de-la-crisis/#