Debido al inconmensurable avance de la biotecnología y de los cambios en la percepción del concepto familia, en algunos países, como en Inglaterra, se discute la posibilidad de que los progenitores escojan el sexo de sus vástagos. Los embarazos podrán interrumpirse cuando el sexo del hijo o de la hija no satisfaga las expectativas de […]
Debido al inconmensurable avance de la biotecnología y de los cambios en la percepción del concepto familia, en algunos países, como en Inglaterra, se discute la posibilidad de que los progenitores escojan el sexo de sus vástagos. Los embarazos podrán interrumpirse cuando el sexo del hijo o de la hija no satisfaga las expectativas de los padres.
«Sexo a la carta», o «hijos o hijas bajo pedido», podría llamarse el procedimiento por medio del cual se construyan nuevas familias. La posibilidad de continuar o no un embarazo supone poner en marcha algunos elementos de la ciencia -ultrasonido durante la gestación, amniocentésis, etcétera- para llenar las «necesidades emotivas» de los futuros padres. En este entramado es fundamental empalmar la ética de la ciencia con la ética de los individuos, las metas y «necesidades» del conocimiento con los deseos y «normas» de las personas. Ese brete es harto complejo y seguramente irresoluble: «objetivizar la moral», o «universalizar» la ética y los derroteros de la ciencia con los propósitos de los seres humanos, parece no ser plausible. Creo que la mayoría de los pensadores libres aceptarían que es válido procrear e incluso escoger embriones para salvar hermanos o hermanas que requieran trasplante de médula ósea u otros tejidos. En cambio, considero que las mismas personas se opondrían a la modalidad de «bebés a la carta», ya que esta empresa implica otras perspectivas hacia la vida y de la vida. Esta diatriba vincula ética y ciencia.
Muchos de los cambios del mundo contemporáneo se deben a la ciencia; aun cuando se considera que ésta siempre «es buena», la realidad es distinta. Es distinta porque, aunque debería serlo, la ciencia dista mucho de ser neutral. La ciencia «se acomoda», «se diseña», «se vende» e incluso «se prostituye» cuando es necesario. La contaminación de la atmósfera, las «nuevas enfermedades» seguramente relacionadas con cambios ecológicos o con el uso de incontables sustancias tóxicas, las cada vez más mortíferas armas, las guerras bacteriológicas, los productos desechables, reciclables, la vida media de incontables aparatos y la doble moral de muchas compa-ñías farmacéuticas son, tan sólo, algunos ejemplos del mal uso de la ciencia.
Esas razones bastan para explicar los daños que resultan cuando la ciencia se utiliza con «fines egoístas». El corolario es obvio y el escenario no dista mucho de ser patético: la ciencia se acomoda a los intereses de quienes la crean o de quienes pagan por crearla. La ciencia genera modas y necesidades. La de los «bebés a la carta» es una de ellas. Debe cavilarse en el origen de esas decisiones: ¿son los individuos quienes presionan a la ciencia para que investigue y responda a sus necesidades o es la ciencia la que modifica los deseos de los individuos?
Escoger, a priori, el sexo del hijo o de la hija conduce a una segunda diatriba que vincula ética y realidad. En algunas partes de Asia y del norte de Africa se calcula que existe un déficit de al menos 100 millones de mujeres. En esas regiones, cuando el producto es del sexo femenino existe una tendencia a interrumpir el embarazo. En China nacen 86 mujeres por 100 hombres. En India, entre 80 y 87 mujeres por 100 hombres, y en Europa y en Estados Unidos los datos indican que por cada 100 varones nacen 95 mujeres. Cuestiones laborales, familiares, culturales o tradicionales intentan explicar este sesgo en la preferencia sexual y en el feticidio femenino. A pesar de que en India el parlamento ha legislado contra la determinación del sexo in utero, la realidad no se ha modificado y los feticidios femeninos se incrementan -se calcula que en China «se han perdido» 44 millones de mujeres y en India 37 millones.
Los «bebés a la carta» en Occidente demuestran una de las malas caras del mal uso de la ciencia y los más de 100 millones de mujeres perdidas en Africa y Asia reflejan algunas de las necesidades y modalidades de esas culturas. Ambas diatribas, las que concatenan ética y ciencia, y ética y realidad, devienen escenarios crudos, orwellianos e incomprensibles. No existe un punto de equilibrio que empalme la ética de la vida con la ética de la ciencia, porque los promotores de la ciencia carecen de límites y porque objetivizar la moral es faena imposible.