Una forma de anestesiar razonamientos consiste en llevar al paroxismo lo intrascendente. Se trata de una manía que la burguesía desarrolló para desvirtuarlo todo. Una vez degradada la vida, a punta de exageraciones innecesarias, queda fuera de la vista lo importante. Exagerando el valor en cambio queda invisible el valor en uso. Y viceversa. Los […]
Una forma de anestesiar razonamientos consiste en llevar al paroxismo lo intrascendente. Se trata de una manía que la burguesía desarrolló para desvirtuarlo todo. Una vez degradada la vida, a punta de exageraciones innecesarias, queda fuera de la vista lo importante. Exagerando el valor en cambio queda invisible el valor en uso. Y viceversa. Los hijos de la burguesía, los más orgullosos de serlo, practican sistemáticamente el arte de inflar con la lengua su mediocridad de origen. Anhelan convertir en trascendente toda su intrascendencia y quieren obligarnos a agradecérselas como si fuese nuestra. Exaltaciones de nada.
Hay países en los que la exageración en un modus vivendi, una atmósfera indispensable para redimir mediocres a granel. Un vicio legitimado por un conciliábulo de ególatras que se aportan aplausos y sobrevida a fuerza de repartirse, entre todos, metrallas de exageraciones bien cargadas con naderías. Y no exagero. Como el problema no es de países sino de clase, la patología de agrandar lo nulo se extiende con velocidad gracias a que cuenta con voluntarismos a mansalva que van llenando cada resquicio de la vida hasta hacerla irrespirable para los que no participan del torneo planetario de las grandilocuencias vacuas. Épica de lo intrascendente.
No pocas veces una exageración, puesta donde debe estar, nos alerta sobre complicaciones o peligros y nos diagrama dilemas y soluciones. Exagerar, con sentido de la economía narrativa, puede tener efectos poderosos que ayudan a clarificar galimatías diversos. Pero exagerar sin descanso sólo produce hartazgo e insensibilidad. Y hay casos horrorosos por sí y por duraderos. Se canta, se baila, se escribe, se filma… a punta de exageraciones y en la cúspide de la pequeñez burguesa reina la industria de la publicidad como alma Mater. La náusea misma.
La burguesía pasó, de ser en su nacimiento una gran revolución para la humanidad a ser, también, en su decadencia el catálogo histórico más completo de auto-loas forzadas embelezadas por lo minúsculo. Eso le pasa por creer que se puede anestesiar al proletariado (es decir tomarle el pelo) con cuentos impregnados en brillos y oropeles de palabrería repetitiva y hueca. Ellos creen que exagerando sus méritos y sus valores narcotizarán ad eternum a los pueblos y que de ese narcótico saldrán las mieles que den sobrevida al capitalismo. Por cierto, éste sí, la más exagerada de las traiciones a la vida del planeta, a la humanidad y a la inteligencia. Tratan de esconder lo importante con la nada.
Esa manía de esputar hipérboles de naderías es, además de odioso y fastidioso, una manera, también, de expresar cuánto se subestima al interlocutor. Cuánto se anhela insultar su inteligencia y cuánto, el que inflama expresiones nadilla, se asume dueño de una superioridad pigmea que se mira en el espejo mental de su propio cuento enano. Entonces la burguesía dice y hace que otros digan cosas como «somos lo más lindo del mundo», «somos los primeros» en esto y en lo otro, «tenemos las mejores avenidas» y «las mejores mujeres», cantamos «el himno más bello» y vendemos las más caras ilusiones… tal cual. Es esa una de las cunas del chauvinismo y del nacionalismo burgués.
A la burguesía le encanta comportarse como un «pavo real» ante la clase dominada. Expande su plumaje y se prodiga en auto-halagos sin descanso. Se arma hasta los dientes, secuestra el capital y luego derrocha, a discreción, lujos y balazos hasta acomplejar a los pueblos, hasta dominarlos por el engaño y por el miedo. Hecho eso, de inmediato, la burguesía alquila «pensadores» para que relaten, sin prejuicio, ni ahorro de hipérboles, la epopeya demencial de una clase que quiere escribir, con grandilocuencias, las bajezas de su ser y de su hacer. Lo hemos padecido sin descanso.
Esa manía de inflarlo todo, con vociferaciones o gestos innecesarios, inexplicables e inoportunos, se convirtió en un distintivo cargado con los supuestos que validan la idea de que así se es más «interesante», más «seductor», más «dominador», más «seguro» y más «poderoso». Así se entra a un juego de clase que la burguesía asume como embellecimiento de sí y sin importar que sean, y se noten, retahílas de ilusionismos para editarse como sujeto ungido de poder y ador de poder con el ejercicio mórbido de su lengua descontrolada. Hasta el ridículo. Habría que oír a Obama.
Palmo a palmo, en sus bancos, sus iglesias, sus oficinas, sus partidos políticos, sus televisoras y sus reuniones sociales… la burguesía arremete lenguaraz e inclemente para impregnar con exageraciones toda la realidad objetiva y subjetiva en la que nos movemos diariamente. El blanco de ese veneno somos todos los que, para sobrevivir el infierno del capitalismo, sólo contamos con nuestra mano de obra. Con la hiperbolización de sus naderías el capitalismo, y todos sus jilgueros, dispara un arma de guerra ideológica que tiende a presentarlo como más grande de lo que realmente es. En sí y en sus ataques. Se fabrica un vidrio de aumento que pretende presentar a todos sus protagonistas enanos como «grandes líderes de la humanidad».
En el combate a la «ideología de la clase dominante» se hace necesario siempre, además de urgente, un trabajo minucioso capaz de desactivar cada una de sus ofensivas y cada uno de los misiles teóricos, políticos, de propaganda total… con que nos machacan, cada minuto, para arrodillar nuestra conciencia. Todas las exageraciones que la burguesía impone, son ejercicios cotidianos de una guerra de propaganda que, unas veces más hábil y otras más torpe, deambula en los campos de la lucha de clases, agudizada, en que se ha convertido el mundo desde que el capitalismo secuestró nuestras vidas. Y no vamos a dejarnos enceguecer por los destellos retóricos de lo que digan sobre sí mismos los criminales que explotan, saquean, asesinan y humillan a los seres humanos en todo el mundo y desde hace siglos. No importa de qué exageración o hipérboles echen mano. No importa cuánto ingenio compren, o vendan, para sus fines auto-proclamatorios e hiper-exagerados. La verdad es revolucionaria. Sin exagerar.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.