Hasta hace sólo unos meses quien no se hipotecaba era un estúpido. La combinación de tasas de interés bajas, la flexibilidad inusitada de las instituciones financieras para negociar largos plazos de amortización y para cubrir hasta el 80% o el 90% de tasaciones generosas, y la desgravación fiscal por adquisición de primera vivienda, convertían al […]
Hasta hace sólo unos meses quien no se hipotecaba era un estúpido. La combinación de tasas de interés bajas, la flexibilidad inusitada de las instituciones financieras para negociar largos plazos de amortización y para cubrir hasta el 80% o el 90% de tasaciones generosas, y la desgravación fiscal por adquisición de primera vivienda, convertían al español no hipotecado en una persona poco de fiar. Muchos inmigrantes creían estar soñando. Acostumbrados a tasas de interés altísimas y a grandes desconfianzas sobre su capacidad financiera, asistían boquiabiertos al gran espectáculo inmobiliario de España, donde se podía adquirir una casa con cuotas de amortización por debajo de cualquier precio de alquiler. Florecían los avalistas y todo eran facilidades. No era raro ver a los notarios transitando enfebrecidos en sus motocicletas formalizando hipotecas de sucursal en sucursal, con apenas tiempo de comprobar los documentos y contrastar voluntades, para partir raudos a la búsqueda de una nueva transacción que legalizar.
Las noticias apuntan ahora a un panorama notablemente distinto. Donde predominaban alegrías y facilidades, ahora todo son pegas y restricciones. Aquí no basta con decirle a la institución financiera que reclama el pago de las cuotas de la hipoteca: «Mire usted, no puedo pagar, quédese el piso y olvídeme». En otros países esa alternativa funciona. Aquí cada cual responde con su patrimonio actual y futuro ante las deudas hipotecarias adquiridas, y no es suficiente con entregar las llaves. Y la cosa pinta mal, ya que si antes las tasaciones estaban infladas (muchas veces con la connivencia de la entidad financiera que controlaba la empresa tasadora), ahora ocurre al revés. Cuando quieres devolver el piso, descubres que lo que valía 100 ahora vale 60. Y tú tienes que responder con los 40 que faltan. La sensación no puede ser peor. El resultado de todo esto es que en 2008 se embargaron (por ejecución hipotecaria) casi 60.000 viviendas, más del doble que en el año 2007, con especial incidencia en el último trimestre de año pasado. Y este año, la cosa no parece apuntar a grandes mejoras, sobre todo en Cataluña, en posiciones de liderazgo en este tema. En Salt, para poner un ejemplo de un municipio con alta inmigración, si en 2007 fueron 94 las viviendas afectadas, en 2008 la cifra de ejecuciones hipotecarias subió a 167. En las Islas Baleares, la cifra de 2008 ronda el millar de viviendas, frente a las poco más de 400 de 2007.
Ha crecido el número de personas individuales que se acogen a la ley concursal y se declaran en suspensión de pagos. Es evidente que el nivel de endeudamiento familiar en España es altísimo y las familias y personas más vulnerables van a sufrir de manera clara los impactos de ese endeudamiento, con el evidente peligro de perder el elemento central de todo proyecto vital, que es la vivienda. Por ahora, lo que sabemos es que las administraciones están preocupadas por la estabilidad financiera de bancos y cajas debido a la alta morosidad y a sus fuertes cargas inmobiliarias, y ello comporta medidas de muy diverso tipo en ayuda a esas instituciones. Lo que no está tan claro es que medidas similares conduzcan a apuntalar la vida de quienes pueden perder su vivienda y seguir arrastrando deudas que les pueden arrojar a graves situaciones de exclusión. En muchos casos, los comentarios de los expertos en el tema apuntan a que ello se debe a la irresponsabilidad de quienes no leen la letra pequeña, de la pasión consumista que les ha conducido por su mala cabeza a situaciones frente a las que no pueden responder. Pero pocas veces se menciona la dinámica general de un sistema que parece organizado para tender trampas de todo tipo que favorezcan comportamientos irresponsables. Todo está planeado para fomentar el frenesí y la adicción consumista, y en ese esquema, quienes más fácilmente son atrapados son aquellos que menos recursos educativos y menos anclajes sociales tienen. La penalización por esa aparente inconsciencia es tremenda. Han de pagar por su mala cabeza psicológica y financieramente.
Los paliativos son hasta ahora muy frágiles. La llamada moratoria ICO, que pasaría por aplazar el 50% de las cuotas hipotecarias entre marzo 2009 y febrero 2011, tiene fuertes limitaciones, tanto de montante en la hipoteca contraída como por el hecho de que exige el no estar en situación de mora y el no tener trabajo. Acogerse o no a ella es discrecional para las entidades financieras y aplaza el problema sin resolver la cuestión clave, que es la diferencia entre el valor acordado en el momento de formalizar la hipoteca (que es el capital exigible) y lo que ahora vale la vivienda. ¿No son responsables los bancos y cajas de tramitar esas hipotecas sin cerciorarse de las capacidades y la solvencia de quienes las suscribían y del valor real de lo que financiaban? ¿No habían descubierto hace unos meses que personas que comprometían más del 50% de sus ingresos en el pago de una hipoteca corrían un riesgo excesivo? Las administraciones son también responsables, ya que no han dejado de promover el acceso a la vivienda en propiedad como la gran alternativa al problema de la vivienda, y sólo en los últimos tiempos han modificado sensiblemente el rumbo, como ha hecho, por ejemplo, el Patronato Municipal de la Vivienda de Barcelona con su nuevo plan de vivienda. Desde la perspectiva social las cosas han empezado a moverse. Se ha creado una plataforma al respecto, se pide asistencia legal gratuita para los afectados y se anuncian movilizaciones, como la convocada el próximo 25 de abril a las 16.00 horas en la plaza de Catalunya. La capacidad de presión de los grandes grupos financieros es muy superior a la de miles de afectados desperdigados, pero es en temas como el que nos ocupa en los que uno acaba valorando la densidad democrática de la sociedad en la que vivimos.